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lunes, 25 de junio de 2018

Isla de perros

Proyectándose en el Centro Cultural de la PUCP. Últimas fechas: sábado 30 de junio (10:20pm) y domingo 1 de julio (2:15pm).

Un antecedente histórico de la película de Wes Anderson es un hecho acontecido en Constantinopla en 1910. El gobierno turco erradicó a miles de perros a una isla cercana con intención de competir con los modelos de ciudades europeas. El corto francés Chienne d’histoire (2010), dirigido por Serge Avedikian, hace un retrato de esta peripecia. Isla de perros (2018) alude a la acción, aunque asentada a un contexto y temporalidad diferente. Se podría decir que es la película más seria de Anderson, quien hasta el momento se ha empeñado en desarrollar comedias sobre cómplices o colectivos envueltos en una aventura. Su último filme no deja de ser una comedia, sin embargo, no es posible pasar por alto los argumentos comprometidos que aluden a una crisis humanitaria que encuentra una excusa en el argumento político.
En un futuro que insinúa a una realidad distópica, en algún punto del territorio japonés, Megasaki City ha expulsado a todos los perros de su perímetro a fin de mantenerse lejos del virus que se ha expandido en dichos animales. En respuesta, un niño buscará a su mascota a la isla en donde los canes fueron confinados. Alternamente, grupos intentan encontrar una solución o destapar las verdaderas intenciones de la radical sentencia aplicada por el gobierno. Mediante su típico humor lacónico e inocente, Anderson va promoviendo una reflexión y crítica a una realidad ficcional que salta a la coyuntura. La deportación de una comunidad, acción que responde a un resentimiento histórico –no solo caduco, sino que además carente de sentido–, no es lejana a la realidad de los desterrados en la era Trump.

La norma impuesta en Megasaki City hace referencia a una dolencia de nuestra época en que la diferencia racial se ha politizado y legalizado mediante leyes que, en gran proporción, han sido consentidas por la ciudadanía del territorio correspondiente. Obviamente, Isla de perros, por muy  trágico que sea su panorama decadente –no dejo de recordar al cine japonés de la post guerra que convirtió a su territorio en el espacio decadente por excelencia–, está envuelta por un optimismo propio de su comicidad y el emprendimiento/obstinación/compromiso de algunos de sus protagonistas por solucionar la problemática. La película inspira el deseo de no dominación ante cualquier gesto de despotismo político, aunque podríamos decir que se queda a medio camino del “realismo”.
A propósito del rasgo realista, el corto de Serge Avedikian crea una imagen cruda que revitaliza el propósito que comparte con la película de Anderson. Chienne d’histoire se estrenó en el 2010, a pocos años antes en que el éxodo sirio tuviera su punto más alto, pero curiosamente tiene una secuencia terrible que no solo “predice”, sino que también resume la modalidad de escape de los auto exiliados y la reacción (exótica) de los ajenos a la situación, que responde con fotografías, como esforzándose por inventariar su inhumanidad. Podemos definir que la reminiscencia de Wes Anderson al infausto acontecimiento en Turquía hace mayor eco al conflicto de la reforma migratoria en EEUU, mientras que el corto francés lo hace con la situación de los refugiados sirios. Uno responde al absurdo divisionismo racial, el otro al divisionismo de identidades.

domingo, 11 de noviembre de 2012

Un Reino bajo la luna

Wes Anderson durante su filmografía ha sido creador de una encantadora serie de personalidades excéntricas, individuos hiperactivos –a la línea de su fetiche Owen Wilson– o sujetos casi inanimados –como roles cumplidos por Bill Murray, otro de sus fetiches–. Anderson es además un exquisito arquitecto escénico, lo que por cierto lo motiva a repetir primeros planos, encuadres donde se encierra a sus personajes junto a sus mundos bien maquillados, casi estridentes y aglomerados. Cada elemento u objeto bien cuadrado, será complemento fundamental para estos seres complejos e irreales. Lo cierto también es que Anderson ha sido promotor de pequeñas historias, aquellas que ciertamente se frustran a consecuencia de sus personajes, sujetos que van recreando sus relatos a medida que van improvisando sus acciones.
 
Rushmore (1998), a diferencia de otros filmes del director tejano, contenía una trama con un mayor atractivo. Anderson ante todo es un constructor de personalidades, es decir, un obsesionado a retratar perfiles o indagar intimidades antes que impulsar un argumento que apunta a lo ingenioso. No es extraño entonces que el director en pleno relato se vaya por las ramas a contar un trauma infantil de su protagonista. Anderson cree en los antecedentes, estos son material que enriquece y justifica a sus seres curiosos e incomprendidos. Es por esto que su tipo de cine es escaso de conflictos, trampas, giros dramáticos, y, en su lugar, es la recurrencia a usos que finalmente estan pendientes a la riqueza descriptiva de sus individuos.
 
El inicio de Moonrise Kingdom (2012) es, por ejemplo, las introducciones de Los excéntricos Tenenbaums (2001) o Vida acuática (2004), entradas que simulan a la puesta teatral, la presentación individual de los personajes más relevantes de la historia, es la cámara fija que pasea –sin perder el primer plano– por las habitaciones que varían sus escenarios a pesar de ser un mismo edificio. La decoración en cada habitación es la enorme brecha que diferencia a cada personaje de sus familiares o su grupo de boys scouts; muy a pesar, todos comparten similar velo absurdo propio del excentricismo que lidia con lo cómico, lo ridículo y lo agresivo. Los mundos de Anderson son mundos al revés, lugares donde el niño juega al adulto y el adulto se comporta como un niño, esto producto de sus temas fílmicos sobre las aspiraciones y las frustraciones en sus personajes.
 
Sam (Jared Gilman) y Suzy (Kara Hayward) tienen un plan, burlar la seguridad de sus actuales refugios para luego juntos escapar a un territorio inhabitado, virgen, sin normas o prejuicios que puedan frustrar la nueva y verdadera familia que piensan formar. Moonrise Kingdom es una historia de fugitivos, sobre los amantes prófugos de la ley, personajes idealistas y soñadores dispuestos a transgredir el orden si fuera necesario, como los protagonistas de Badlands (1973), agrediendo sin ser de una naturaleza agresiva, apenas violentando contra aquel que se le interponga en su camino, esto por dos razones fundamentales. Al igual que Anderson, Terrence Malick en su ópera prima coincide en recrear a un par de individuos sin cargo de culpa, es decir, seres cínicos, casi invadiendo el ámbito de lo perverso, mostrando actitudes malvadas que en Moonrise Kingdom funciona a modo de humor negro, mientras que en Badlands resulta ser un drama oscuro. A este comportamiento, sin embargo, existe una motivación.
 
Las historias de Wes Anderson siempre han retratado a personajes frustrados. En Bottle rocket (1996) un trío de inútiles deciden tener como oficio el asalto de bancos, en Rushmore un orgulloso estudiante intenta enamorar a su profesora, en Los excéntricos Tenenbaums años después una familia se vuelve a reunir desde el repentino abandono del patriarca, en Vida acuática un náutico retoma una expedición a raíz de la trágica muerte de uno de su tripulación. Anderson promueve sus argumentos fílmicos a partir de los traumas y frustaciones de sus personajes. Sam y Suzy escapan de sus realidades con una única motivación: liberarse de sus frustraciones. Aquello que usualmente viene a mano del círculo familiar, conformado por seres que de paso son también personajes frustrados y que encuentran un sentido en sus vidas frustrando las vidas ajenas.
 
Similar a otras de sus peliculas, existe una especie de frustración generacional en el último filme de Anderson. En Moonrise Kingdom los niños son adultos y los adultos parecen ser los seres más frágiles e incompletos, de metas truncas, viejos solitarios, seres resignados o incapaces de enmendar sus problemas, usando libros que den lecciones o desquitándose a hachazos con un viejo árbol; esto frente a los pequeños románticos, aventureros, de libros que hacen volar la imaginación, fumando pipas o apuñalando con tijeras para cortar hojas bond. A fin de cuentas, ambos seres frustrados, aunque son los menores quienes están en pie de lucha, ingeniándoselas para darle vuelta a sus soledades, producto de la orfandad real o simbólica.
 
Moonrise Kingdom es sin duda la mejor película de Wes Anderson. El director no ha abandonado sus constantes, al contrario. Su último filme se empeña en revitalizar esas marcas peculiares plagadas de encuadres rígidos, el diseño de interiores ajustado a las personalidades de sus protagonistas, una fotografía cargada y camaleónica aferrada al ambiente nostálgico-retro que despierta cada vez que el sol del ocaso tuesta a los personajes y sus escenarios. Anderson se sostiene de una banda sonora precisa a la trama del filme, usando pistas soft que enarbolan romanticismo o sinfónicas que se estructuran de similar forma a la introducción de su historia.
 
Lo mejor del filme es su trama, una que no decrece frente a la pluralidad de personajes, cada uno con sus propios detalles y complejos. Moonrise Kingdom es un retrato que evoca a los amores de verano, los melancólicos e irrepetibles. Es la mezcla de dulzura infantil y la precocidad cruel, los efectos de la nouvelle vague, sobre la libertad sin estribos y complejos, los que traen víctimas y demás heridos sentimentales. Es la reacción frente a la manipulación, frente al estancamiento. Es la inversa al modelo familiar, la negación de ser un frustrado más.