Víctor Téllez (Rafael
Spregelburd) poco a poco parece convertirse en uno de los personajes que tanto
odia ver en las películas que mira a diario. Hasta antes, la vida de este
crítico de cine estaba acondicionada a gozar su oficio durante y fuera de la
matiné. Tanto lo ficticio como lo real, estaban condenados a la agudeza crítica
de este “detector de clichés andantes”. Téllez nunca abandona la butaca; no
hasta que se le presentó el “reto”, el “amor” y el “antagonista”; es decir, las
cláusulas que generan conflictos y, en ocasiones, también clichés. El crítico (2013), de Hernán Guerschuny,
es una película que juega mucho a la ironía. El manejo de la comedia sarcástica
se amolda al carácter de su personaje principal, uno que se resiste a formar
parte de ese lado superfluo y banal. Muy a pesar, ese otro extremo se le
insinúa, lo seduce, lo persigue, hasta el punto de hacerlo ceder. Téllez finalmente
se ha dejado arrastrar por dichas fantasías, sin embargo, no ha extraviado del
todo sus principios, ya que el mismo cierre del filme sugiere adaptar ambos
discursos. Tal vez El crítico conscientemente
haya decidido sabotearse a sí mismo (un citado descomunal de los cuestionados
clichés) como mecánica de la misma ironía que trabaja, el hecho es que hasta
cierto punto lo “impredecible” se ha volcado también a lo predecible. Es más, Téllez
en principio es un cliché.
miércoles, 26 de marzo de 2014
domingo, 23 de marzo de 2014
II FIACID: Ilusión (Competencia Internacional)
Hilarantes son algunos
momentos en que Daniel Castro (protagonizado por Daniel Castro) impone su
discurso y optimismo casi a un nivel enfermizo. Su alma de guionista de
musicales apasionado lo obliga a ser una especie de Quijote en cruzada a convertir
a una sociedad golpeada por la crisis en una más “culta”, esta entendida desde
sus propios conceptos. Lo cierto es que en su viaje no hay Sanchos ni
Dulcineas, más si hay abandonos o negativas de personas a la frecuencia de un
orden lejano a esa utopía. Ilusión
(2013) hace remembranza a ese mismo sueño que no está lejos del mito que
construyó Shirley Temple, sobre lo que significó su imagen para el crack del 29
en EEUU. De pronto la fantasía del musical fue una especie de aliciente para
recuperar a toda una nación de la catástrofe. Claro está, Castro no es Temple, ni
la España actual no es el EEUU de entonces (país que estaba a puertas de
convertirse en la Gran Potencia gracias a la II Guerra Mundial, no a los
musicales). Así como el Caballero de la Mancha, Castro no tendrá esperanzas,
salvo de otros orates que lo alimenten con sus propias fantasías. Está en su
destino el fracaso. Ilusión es
entretenida, no más. Si bien la comicidad tiene sus buenos momentos, es esta misma
la que hasta cierto punto hostiga y ridiculiza demás.
viernes, 21 de marzo de 2014
III FIACID: Ver y escuchar (Panorama Iberoamericano)
Desde ayer se dio inicio la tercera edición del Festival Iberoamericano de Cine Digital, en esta ocasión también con sede en Arequipa. Va del 20 al 30 de marzo. En el transcurso iremos posteando algunas críticas.
Interesante es el discurso al que se ciñe el chileno José Luis Torres Leiva. Sus filmes son de apariencia nula, plagado de tiempos muertos, la mudanza frecuente de sus encuadres, casi siempre generales o en primeros planos. Hay una necesidad por atrapar el ambiente tanto físico (de la naturaleza o la rutina) como el espiritual. Es un cine contemplado desde los sentidos. En este no hay historia, o a lo menos se evita construirla. La necesidad del director es la de construir un cine con percepción, trabajar entre la imagen y el espectador una dialéctica. Mientras que se refracta una serie de fragmentos sonoros y visuales, el receptor se encarga de otorgarle un sentido. Entonces lo que de pronto no parecía tener historia se vuelca a una interpretación infinita. En un corto como El mal (2004) o en el largometraje Verano (2011) se aprecia en extenso el mutismo de los personajes aunque acompañados de un contexto auditivo y visual. Se alude un estado de ánimo, más se invita a asumir los sucesos. En paralelo está el patetismo, los rostros que grafican nuevas alusiones. Una fotografía que aparece repentinamente en el final del corto Obreras saliendo de la fábrica (2005), provoca un giro emocional en la mirada perdida de una mujer. Es tarea del espectador darle el sentido.
Interesante es el discurso al que se ciñe el chileno José Luis Torres Leiva. Sus filmes son de apariencia nula, plagado de tiempos muertos, la mudanza frecuente de sus encuadres, casi siempre generales o en primeros planos. Hay una necesidad por atrapar el ambiente tanto físico (de la naturaleza o la rutina) como el espiritual. Es un cine contemplado desde los sentidos. En este no hay historia, o a lo menos se evita construirla. La necesidad del director es la de construir un cine con percepción, trabajar entre la imagen y el espectador una dialéctica. Mientras que se refracta una serie de fragmentos sonoros y visuales, el receptor se encarga de otorgarle un sentido. Entonces lo que de pronto no parecía tener historia se vuelca a una interpretación infinita. En un corto como El mal (2004) o en el largometraje Verano (2011) se aprecia en extenso el mutismo de los personajes aunque acompañados de un contexto auditivo y visual. Se alude un estado de ánimo, más se invita a asumir los sucesos. En paralelo está el patetismo, los rostros que grafican nuevas alusiones. Una fotografía que aparece repentinamente en el final del corto Obreras saliendo de la fábrica (2005), provoca un giro emocional en la mirada perdida de una mujer. Es tarea del espectador darle el sentido.
Ver y escuchar (2013) se podría decir que es la teoría de José Luis Torres
Leiva puesta en testimonios colectivos. Su cine se sedimenta en base a cómo una
película adquiere significado a través de la mirada y el oído. No es preciso un
diálogo o una historia premeditada para gestar esta misma. Todo se desarrolla
de forma cognitiva. Este documental así se inclina a tomar la palabra de
personajes con deficiencia de visión, audio y voz; todo aquello que JLTL ya
venía anulando en sus anteriores filmes. Si antes el director empujaba al espectador
a concebir o entender un cine carente de ciertos recursos sensoriales elementales,
ahora expone cómo esto forma parte de la rutina en un grupo real. Ver y escuchar más que un filme sobre la
fortaleza humana, es un filme sobre el ejercicio sensitivo. Más que una
reflexión espiritual es una reflexión sensorial. El director deja a un costado
los planos a la naturaleza o el alrededor para reemplazarlo por un encuadre
simple. A diferencia de sus otros filmes, este no tiene la necesidad de crear
la imagen o incluso el sonido. Son los testimonios los que la describirán. Su
ambiente colorido es reemplazado por los colores grises. Existe esa necesidad de
que el espectador se focalice en sus narradores. Ellos construirán los sentidos
por nosotros.
lunes, 17 de marzo de 2014
Balada de un hombre común (o Inside Llewyn Davis)
Los hermanos Coen son
referentes del cine actual. Son uno de los pocos directores que desde su ópera
prima han mantenido un estilo fílmico firme, como por ejemplo lo ha venido
construyendo Wes Anderson, solo que a diferencia de este último el dúo ha mudado
sus referenciales a distintos géneros. En su cine no existen redundancias, sino
constantes. Citados específicos que se filtran en situaciones que fingen ser ajenas
e independientes al resto de su filmografía. Los Coen desde Sangre fácil (1984) habrán madurado pero no han derivado su
línea idiomática. Como sucede en el cine de Michael Haneke o David Cronenberg, las
filias de estos directores son omnipresentes e incurables. En una película
realista como Fargo (1996) su
argumento no se libra de eventos absurdos; los hay también surrealistas. En sus
filmes siempre estará el guardián “mudo”, extraño y de figura intimidante; personajes
que aparecen y desaparecen de la nada; pistas o marcas que juegan a ser una
especie de epifanías; un humor sarcástico y a veces excéntrico. Hay un universo
inconfundible y muy notorio en los Coen.
Inside Llewyn Davis (2013) tiene de esto, además de un pesado ambiente lleno de
melancolía, algo que los directores ya habían provocado en pequeñas dosis en
los cierres de Sin lugar para los débiles
(2007) y Temple de acero (2010). Son
los años 60. Llewyn (Oscar Isaac), un cantante de música folk, intenta abrirse
paso como solista en un negocio musical que, dentro de su género, acoge
exclusivamente a duetos y tríos. Los Coen replantean un conflicto ya difundido
en su filmografía en base a personajes que persiguen algo, y cómo esto los
conduce a la vía del éxito o el fracaso. Sea en el rapto a un bebé (Raising Arizona, 1987), la búsqueda del
sueño americano (The Hudsucker Proxy,
1994), el chantaje (El hombre que nunca
estuvo allí, 2001) o el atraco perfecto (El quinteto de la muerte, 2004), los directores brindan a sus
personajes una meta específica. Es el caso de Llewyn el ser reconocido como
solista de música folk, algo que desde un principio se contempla con desesperanza.
Si bien Llewyn posee el talento como músico, es también dueño de un karma que
atrae la negatividad.
Desde un gato
extraviado hasta un estilo de vida errante, su tensa relación con su hermana y
una amante furtiva, son una serie de pistas que Llewyn va dejando y lo destinan
a una imagen en ruina. Las canciones que él mismo interpreta son un himno al
pesimismo: personas que no pueden volar, marineros mercantes jubilados, diarios
de suicidas. Por donde vaya o camine, Llewyn será el protagonista de sus
propias historias musicales. Son parte de su pasado, su presente o lo que tal
vez le espere en un futuro. Son además una mirada a sus deseos o fantasías
frustradas. Inside Llewyn Davis juega
a comportarse como una road movie.
Llewyn es un viajero que va de sofá en sofá o de auto en auto, y que a cada
paso se (des)encuentra con un conocido o desconocido que se hace cargo de
estrujarle sus defectos o las dificultades que le impedirán lograr su éxito
como solista. Lo que bien podría ser contemplado como un drama o una aventura
en pie a alcanzar un sueño, los Coen se deciden por convertirla en una ironía.
La burla y la paradoja se filtran de forma sutil en esta trama que tiene además
un referente cercano a una de sus anteriores películas.
La historia de Llewyn
tiene mucho del personaje de Barton Fink. Ambos artistas con talento pero que
dado el contexto, la temporalidad o las circunstancias, son empujados a la decepción.
Los Coen si bien provocan una alegoría al fracaso, hacen también una especie de
homenaje a los no reconocidos. Se me viene a la mente el documental Buscando a Sugarman (2012). Tanto
Rodríguez como Llewyn, dos artistas no descubiertos por un ámbito que todavía
no estaba preparado para el “síndrome de Bob Dylan”. Barton Fink (1991) es una alegoría al guionista frustrado también
por las mecánicas del negocio. La diferencia es que Barton está destinado a la
mediocridad, muy a pesar, dentro de su pesimismo arraigado, parece asomarse en
el destino de Llewyn una especie de estímulo, aquello que lo invita a la no
rendición, esto a pesar que las cosas no parecen haberle sonreído ni tampoco complicado
desde el principio de su historia. Dicho esto, cabe la posibilidad que el inicio
de Inside Llewyn Davis no necesariamente
tenga que ser digerido como un flashback,
sino también como el punto de partida de una fábula cíclica. Llewyn tal vez
esté destinado a asumir sus metas como simples fantasías lejanas, como las
carreras espaciales o qué país es la potencia mundial, además de otros inventos
de EEUU que, por cierto, se exponen en la canción “Please, Mr. Kennedy”. Me
parece es la primera vez que los Coen hacen una alusión política sobre su país
en referencia a sus mecánicas del fracaso.
jueves, 13 de marzo de 2014
Una segunda oportunidad (o Enough said)
Fuera de la situación
cómica ya ocasionalmente citada sobre un protagonista enredándose en amores con
la persona equivocada, Una segunda
oportunidad (2013) posee dos sutiles atractivos que podrían pasarse por
alto. El primero y el más notorio es la ironía que se maneja como base de la
historia y de los mismos parlamentos de sus protagonistas, especialmente el que
proviene de Eva (Julia Louis-Dreyfus), una masajista divorciada acondicionándose
a la soledad, una que llegará con la próxima partida de su adolescente hija.
Eva así recrea una especie de autodefensa, un humor sarcástico que si no deja
víctimas bien puede crear apatías o asperezas. Tanto su intimidad como su misma
rutina han provocado en ella sea un repelente humano, con pocos amigos y pocos
ánimos de fraternizar. Muy a pesar, dentro de esos comentarios mordaces y fuera
línea, se percibe un hilo de fragilidad o desesperación. A cada dardo lanzado
por Eva existe un remordimiento, una perturbación que deja un sabor a humanidad
y encanta.
A esto se suma la
personalidad de Albert (James Gandolfini), quien también pasa por la misma
situación que Eva, aunque reaccionando de una manera distinta. El personaje de
Gandolfini si bien posee un humor igual de irónico y espontaneo, este no peca
del excentricismo de Eva. Se da entonces la complementariedad. Mientras Eva va
a la defensiva, Albert es de un aire más apacible. La química entre ambos es
genial antes y después de que la trama genere el conflicto. Nicole Holofcener
dirige y escribe una película que sabe además convocar una serie de situaciones
complementarias que vuelcan a lo que sería esa segunda virtud del filme. Una segunda oportunidad no es una
comedia jocosa, no posee puntos álgidos en los momentos de drama ni tampoco
genera reflexiones morales o lecciones de vida. Todo efecto emocional aquí es
plano. Temas como la nostalgia, la crisis matrimonial, el divorcio, la madurez
que llega intempestiva, el miedo a los grandes cambios, la orfandad, incluso el conflicto entre un
patrón y su ama de llaves, son una serie de recursos que motivan a la
contemplación y se terminan resolviendo con sutileza, sin complejidades o giros
bruscos. La película es honesta.
sábado, 1 de marzo de 2014
Her
I’m here (2010) es un cortometraje que valía la pena tener una versión extendida.
Había una gran historia detrás de esta fábula corta que visionaba un mundo donde
las máquinas aprendían a amar, mientras que los humanos eran casi ausentes en
su propio mundo. La mirada melancólica de una historia de amor concebida de una
forma especial, rara, casi excéntrica, no dejaba de emerger ciertos brotes de
ternura infantil. Había mucha inocencia en esta trama corta, como también había
mucho dolor y padecimiento. Spike Jonze es un director seducido por la
bipolaridad. Sus filmes han venido describiendo a personajes fragmentados que
hayan sus otros “yo” en lugares absurdos (Being John Malkovich, 1998), espacios de ficción (Adaptation, 2002) o en su misma imaginación (Donde viven los monstruos, 2010). Son sus mismos contextos los que
se fundan en espacios reales, pero que no dejan de revelar elementos
fantásticos e irracionales. Existe, sin embargo, algo más que se ha venido
institucionalizando en el imaginario de este director.
Her
(2013) es esa versión ampliada de I’m
here, y es además el filme que sitúa a Spike Jonze como un director
sensible y emocional, algo que vino cargando desde su película Donde viven los monstruos y que más
adelante fue proyectando a través de sus posteriores cortos y mediometrajes. La
línea de su cine ha seguido desde entonces un ambiente lleno de nostalgia, casi
rozando a lo depresivo si no fuera por la ternura de sus personajes, individuos
(reales o fantásticos) simpáticos, lúdicos, llenos de calidez, siempre proyectando
un aura optimista. Las situaciones por la que están envueltos pueden ser deprimentes,
pero siempre existe –o se fabrica– una motivación, un móvil que los distrae de lo
dañino. Theo (Joaquin Phoenix) es uno de esos personajes. A primera vista, un
amante de lo que hace y a lo que se dedica. En lo oculto, un hombre solitario y
convaleciendo por dentro. Para muchos Theo es inspiración, él sin embargo es
víctima del auto reproche. Víctima de su memoria y la lluvia de buenos
recuerdos, hoy frustrados por antiguos errores que abrieron paso a una forzosa separación.
Todo cambia a la
llegada de Samantha (Scarlett Johansson). Jonze en medio de un contexto
tecnológicamente desarrollado, se abre paso a la posibilidad de una comunidad socializando
con la inteligencia artificial. El director nuevamente hace germinar del ámbito
real lo fantástico. El argumento de I’m
here está latente. La relación entre Theo y Samantha se convierte en un
amor extrañamente inaceptable pero que no deja de invitar a la posibilidad. La
estructura de la trama en Her es la
ruta por la que transitaría cualquier pareja normal. Todo se inicia como un
juego. La buena química y el radical cambio rutinario de la pareja los conduce
a una etapa de ilusión. Es la antesala al enamoramiento, algo que llega de forma
inevitable. Es el momento en que los primeros miedos nacen. El cuestionamiento
como resistencia o negación al amor, un estado que puede traer consecuencias
dañinas. A esto se suma un antiguo querer. El persona que desea zanjar el
pasado y sembrar un futuro. Nuevos miedos, nuevas dudas. Es el preludio a la
toma de una decisión importante. Luego de superar todo esto, solo entonces, la
relación habrá pasado a un nivel estable. Obviamente, una que siempre estará
expuesta a la volubilidad de los sentimientos.
Es a partir de las “emociones”
compartidas entre un sistema informático y una persona común, que Jonze cava
esa posibilidad. El hallazgo de una aptitud puramente humana localizada en un
agente inerte, que en teoría es no sensible, libre de dolor u odio. Her hace de lo absurdo verosímil. La
paradoja es una palabra clave en el cine de este director. Esa necesidad de
convivir polos totalmente opuestos, como la relación fraternal entre los dos
Nicolas Cage en Adaptation. Jonze
emplea mecánicas sensibles efectivas en el personaje de Samantha, esa voz que
invoca y provoca muchas sensaciones, muy a pesar de que no existe físicamente.
Se me viene a la memoria Black sun (2005),
un documental que relata el testimonio de un pintor que perdió la vista, y como
su recuperación lo motivó a pensar que la visión no era más que creación. Una
idea que te aparta de lo visualmente palpable y te acerca al sentido. Formidable
es la escena en Her cuando los dos
amantes imaginan un encuentro erótico y de pronto la pantalla se funde en
negro. Es como si germinara de la nada (de lo visualmente no palpable) un clímax.
Tal parece que Her supera a Donde viven los monstruos, hasta antes la mejor película de Jonze,
y también la más emotiva. Theo, en efecto, revela en su personalidad un lado
masculino como femenino. El amante que desea ser un dinosaurio pero de hecho es
como un oso de peluche. Dócil, frágil, asustadizo, un huérfano extraviado en un
mundo desconocido y peligroso. Desde Los amantes
(2008), es la segunda vez que Joaquin Phoenix interpreta a un personaje tan escindido.
Theo, sin embargo, es también de una personalidad encantadora, algo novedoso en
la personalidad del actor. La imagen de Amy Adams me recuerda mucho a la apariencia
descuidada de Cameron Díaz en Being John
Malkovich. Es como si el atractivo de la bella actriz fuera desalojada adrede
con un propósito en específico. Tal vez esa necesidad de descomponer ciertos
detalles de la realidad. Una especie de afrenta a cómo la ficción cala con
efectividad el ámbito de lo real. Scarlett Johansson es una de las jóvenes actrices
menos valoradas actualmente. Existe demasiada volubilidad en su voz (la única
que actúa), la que domina bien en los momentos cómicos, dramáticos y amorosos. Johansson
tiene la capacidad de malear de manera súbita sus modalidades de voz. Puede sonar
tan dulce como tan violenta, tan cálida como tan fría.
Como punto aparte, el
solo personaje de Samantha parece remembrar los retratos de las amantes
muertas. Los fueron las protagonistas de Laura
(1944) o Vértigo (1958), aquellas que
ya no están pero que siguen presentes a través de recuerdos, voces, fotografías
o pinturas, tatuadas en la mente de los hombres obsesionados que parecen
escuchar a la mujer “no presente” murmurando detrás de su oído. Theo es el
hombre que ha aprendido a convivir con Samantha o la voz, que es “ella”, es
decir, que gracias a la obsesión de Theo es que ella existe. Este es uno de los
misterios de Her, una película que parece
acercarse a la teoría de que el amor proviene de la sensiblidad de uno mismo, y
no necesariamente del roce de cuerpos o demás afectos físicos. No hay necesidad
de filosofar para comprender o asumir el amor de esa forma. Dicho esto, existe
una cierta incongruencia en la trama de este filme, momento en que el amor se
analiza desde una perspectiva científica, casi existencial, quiebre que
violenta contra la reflexión puramente sensible, la que por ejemplo Theo mantiene
hasta el final. Muy a pesar, asumiendo la película como tal, la Samantha en su
etapa más filosófica es como una prueba de qué tan complejo sería el amor si la
humanidad estuviera en la capacidad de estar al alcance del resto. Tal vez, y en
ese caso, sí habría posibilidad de amar a más de uno. Algo tan inaceptable aunque
factible, como el mismo Big Bang.