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martes, 14 de junio de 2016

El conjuro 2

Ed y Lorraine Warren se adentran a un nuevo caso de posesión demoniaca. Nuevamente, durante un espacio de unos días, la pareja de esposos tendrá que convivir junto a una familia en busca de pruebas contundentes que afirmen que “aquello” que atormenta a los implicados es “real”. El conjuro 2 (2016), al igual que su antecesora, es efectiva. Muy a pesar, su efectividad se inclina por un recurso que en la otra, levemente, se ve menos fortalecida. El director James Wan asienta una vez más el conflicto de su historia dentro de un ámbito suburbial, en esta ocasión, localizada en el país inglés. Una morada está siendo acosada por una presencia malévola, la cual ha reconocido en una de las menores a su huésped. En esta nueva trama coincide pues la temática de la posesión y el poltergeist, así como la historia de una familia que se halla sumergida en una etapa de incertidumbre. Típico del cine estadounidense más comercial, poco le motiva al director hacer alusión al drama social (coyuntural para el contexto), al que apenas hace alusión. En lugar de ello, es el drama humano el enfoque. Es decir, la sensibilidad familiar emerge a consecuencia de la ausencia del padre, más allá de la negligente y complicada normativa pública del Reino Unido de los setenta.
Se podría decir que El conjuro 2 se queda corto de inspiración en referencia a su argumento al usar la misma plantilla de su primera parte. Hay distinciones, sin embargo, que hacen parecer que se compone de una estructura argumental auténtica. En esta ocasión, es Ed, el teórico, el que asume un protagonismo más elemental para la trama y, a propósito de eso, se adiciona un asunto pendiente de su precuela. Por lo resto, ambas historias asumen similares dinámicas: una introducción a las intimidades de los Warren como de la familia antes del incidente, la manifestación del ente, la evaluación y, finalmente, la resolución del caso. Donde manifiesta un mayor estímulo es más bien en el tema del suspenso. El conjuro 2, en referencia a provocar el lado terrorífico, es más efectivo que su primera parte. Para esto, James Wan no escatima en recurrir a una serie de elementos o escenas, que van desde los más citados hasta uno que otro innovador. El gran enemigo de la historia es de hecho un cliché; sin embargo, es esta misma imagen la que encabeza una escena memorable y perturbadora, a propósito de una pintura.

lunes, 18 de enero de 2016

No estamos solos

A las afueras de las alcobas de los recién establecidos, la cámara acompaña a una entidad que va emitiendo crujidos a medida que desciende de una escalera. Luego se planta y deja una marca de su presencia. Esa escena descrita es lo mejor en No estamos solos (2016), la nueva película de terror de Daniel Rodríguez, quien hace un par de años realizó El vientre (2014). En comparación con esta última, en su más reciente filme existen ciertas mejorías, las cuales van desde la composición del suspenso hasta la interpretación de sus actores. En la historia, nuevamente los personajes están apartados de la ciudad. En lo que al parecer fue una hacienda, una familia de a tres tendrán que lidiar con el intimidamiento de presencias fantasmales que acechan el lugar. Rodríguez parte y construye su nuevo relato en base a constantes dentro del género. Ese es de hecho el gran pormenor de la película.
De entre la historia, es tal vez lo más desacertado la inserción de un personaje que juega a ser cura y detective obsesivo de la casa embrujada en cuestión. Curiosamente, la resolución de este mismo tiene un giro no premeditado, de quien en su lugar se espera una especie de redención o curación espiritual. A pesar de todo, No estamos solos no aburre ni exaspera. El crédito llega debido a su ambientación y a cómo el suspenso se va abriendo. Lástima que Rodríguez se incline ocasionalmente por rúbricas tan caducas como, por ejemplo, el incómodo y tan predecible efecto susto. Un detalle a valorar. Es curioso ver cómo la figura del padre carece de sentimentalismos para con la hija. La historia en general parece desear librarse de ciertos conceptos, sin embargo, su mismo esquema está afianzado en lo trivial.

martes, 20 de agosto de 2013

El conjuro

Artículo publicado originalmente en Cinespacio.

Alfred Hitchcock pensaba que mientras más se oculte al gestor del crimen, más efectivo será el suspenso. Steven Spielberg aplicaría dicha regla en Duel (1971), su ópera prima, y la resultante sería uno de los filmes más perturbadores del director. Más adelante repetiría misma dinámica en Tiburón (1975). Spielberg nuevamente escondería al “criminal” y este no se mostraría sino hasta la última parte del filme. Esta película de terror fue igual de efectiva. De pronto ocultar al enemigo fue una estrategia clave para el cine del género de horror. Ridley Scott (Alien, 1979) lo hizo, y más tarde John Carpenter (La cosa, 1982). Lo cierto es que no basta con no mostrar al monstruo. Existen pues pautas a seguir, recursos que son inevitables pasar por alto, y los mencionados directores fueron conscientes de dichas normas. De nada vale privar al espectador del terror físico, si antes no has preparado el terreno. La tensión lo es todo.
James Wan con El conjuro (2013) se encabeza como uno de los pocos directores que prometen dentro del género de terror. Wan ya ha dejado al olvido su experiencia con El juego del miedo (2004), filme donde el gore primaba. En su lugar, ha comenzado a inclinarse por un cine más psicológico. Uno que prefiere antes que la sangre, la atmósfera tétrica, donde, en efecto, el enemigo también aguarda con mucha precaución antes de ingresar a escena. Al igual que Insidious (2010), Wan retoma el tema de lo sobrenatural, familias viviendo en casas encantadas, atormentadas por entes y espíritus que se ocultan entre los roperos o las puertas cerradas. A diferencia de los filmes sobre zombies o asesinos en serie, las historias de fantasmas tienen el factor de tensión más a su favor. No existe nada más pavoroso que no ver al enemigo. Es el mal resistiéndose a manifestarse. Primero juega con su víctima para luego arremeter contra ella con todas sus fuerzas.

Basado en hechos reales, El conjuro narra la historia de la familia Perron y su estadía en una casa ubicada en Rhode Island. Desde el primer día, sus miembros serán víctimas del acecho. La primera fase del filme es sobre cómo los personajes ignoran mientras el espectador va siendo testigo de lo inusual; algo no está cumpliendo con las pautas de lo normal. Los ladridos de un perro, golpes misteriosos que resuenan por la casa, contusiones en la piel que aparecen sin razón alguna. En paralelo, otra historia se va dictando. Los esposos Warren son investigadores de fenómenos paranormales. Hacer una antesala sobre las actividades y experiencias previas por las que pasó este matrimonio, es fundamental para el efecto de tensión. Mostrar al espectador el lado serio, casi una lectura académica, de los eventos paranormales que siguió la pareja, es crear verosimilitud. Hacer que el público asuma por un instante que lo que está ocurriendo es real y, por lo tanto, es cosa seria.
El conjuro aquí se diferencia con Insiduous, filme que mostraba más bien un lado paródico o cómico de los inspectores de fantasmas. Los Warren son todo lo contrario. Ellos no leen las cartas ni juegan a la ouija. En su lugar, formulan hipótesis, comparan casos, citan precedentes. El personaje de Ed (Patrick Wilson) es el lado teórico, mientras que Lorraine (Vera Farmiga) es el lado espiritual, uno que de por sí provoca una mirada escéptica. Lo cierto es que a la mano de la ciencia, hasta lo más retorcido resulta ser universal. El final de El conjuro es el final de The innkeepers (2011), de Ti West. Es una escena en que el espectador está a la espera del terror. La dilatación de pronto es efecto de tensión, no por el hecho de que esté sucediendo “algo”, sino porque nada está sucediendo y la expectativa de pronto alimenta el miedo. Tanto James Wan como Ti West se han apropiado de una de las semillas del terror. La sangre no es la clave, sino el miedo a temerle a lo que no estamos seguros irá a ocurrir. Ambos directores, son generados del terror en su estado más puro.