domingo, 28 de octubre de 2012

Casadentro

En el transcurso de su filmografía, Francisco Lombardi ha tenido una fascinación por el cine masculino, aquel que ponía en manifiesto los discursos falocentristas plagado de chácharas machistas, donde aquel que echaba un pie al costado era el “infiltrado”, el masculinamente incorrecto, pero dentro de todo, era el redimido, el que no se dejaba arrastrar por el grupo, por el imaginario social. Joanna Lombardi se asoma en su primera ópera prima con una película casi silente plagada de mujeres. Casadentro (2012) es un cine femenino donde la única imagen masculina, para el público, forma parte de la utilería, pero para las tres mujeres (abuela, madre e hija), que han comenzado a convivir por estos días bajo el mismo techo, significó o significa algo, aquello que la hija (Anneliese Fiedler) manifiesta con la apatía y el autoflagelo, exhalando un ánimo moribundo que va más allá de su “impotencia láctica”. El personaje de Fiedler es, sin duda, una mujer que se sostiene de la ausencia masculina, el divorcio afectivo de un hombre que además de fabricar la rutina conyugal provoca el conflicto interno de la mujer.
 
La hija sufre por la ausencia de su esposo, y esto (mágicamente) parece haberle frustrado sus deseos de ser madre, aquello que se manifiesta a través del lazo roto de la lactancia materna, que no es nada más que la alimentación física y afectiva entre la mujer y su primogénito, eso que, según las reglas de la naturaleza, es la función exclusiva de la mujer además de la concepción. Infértil esto, el concepto de mujer está escindido, fragmentado, y en el caso de la hija, se ha inclinado a la derrota y la humillación, cuestión que culpa ante la ausencia masculina. En conclusión: la hija gira en torno a la masculinidad. El filme da indicios que la madre ha pasado por eso también, es decir, el futuro de la hija es el de la madre, y, posteriormente, el de la abuela. Dentro de esta ficción, el hombre sin querer ha provocado mujeres amputadas, encadenadas a su rutina, y que además no dan pistas de enmienda o cualquier caso de ansiedad. Casadentro desde este sentido parece ser un filme más masculino que femenino.

miércoles, 3 de octubre de 2012

El buen Pedro

The lodger (1927), de Alfred Hitchcock, retrata la historia de un pueblo que de pronto se ve irrumpido por una serie de asesinatos. Un asesino en serie anda suelto en la ciudad, uno que posee una fascinación perversa por las mujeres de rubios cabellos. Hitchcock, en su etapa silente, ya aspiraba a ser un director motivado por los personajes de personalidad múltiple o tramposa, aquellos que conservaban un aire lleno de misterio y de historial desconocido. El inquilino fue entonces la imagen perfecta para encarnar a este individuo escindido. Aquel que por las mañanas seducía con un encanto natural a sus caseras, mientras que por las noches se ausentaba no dejando rastro ni recado, convirtiéndolo en principal sospechoso de este feminicidio masivo. El buen Pedro (2012), de Sandro Ventura, parece nacer de esta idea. La de recrear a un personaje que a diferencia del anterior filme, no sugiere, sino afirma la bipolaridad del inquilino.
 
Pedro (Miguel Torres-Böhl) vive la rutina de un solitario, personaje huraño e introvertido. El perfecto perfil de un obseso metódico y estratégico, de horarios programados y acciones limitadas, gestualidad neutralizada y apática, vistiendo siempre camisas blancas y pantalones oscuros, sin biografía o fuente que lo delate más allá de lo que manifiesta en su horario de trabajo o como inquilino. Gabriel (Roger del Águila) es el eterno depresivo. Un detective de la policía descontento con su oficio, con principios de alcoholismo, tanático, frágil y sentimental, inseguro, celoso y enfermizo. Un personaje que parece haber tocado fondo y del que no hace el mínimo esfuerzo por salir, rescatarse o ser rescatado de su propio abismo. El buen Pedro se motiva no solo de la trama, sino de la anatomía de sus personajes llenos de defectos, amoblados a un ambiente de paraje sórdido y pesimista, sujetos a una realidad de la que, curiosamente, niegan liberarse. Prototipos de una sociedad inconcebible para muchos, mientras que para ellos es su contexto y rutina.
 
Sandro Ventura recrea un filme lleno de patetismo y recursos artísticos acordes a sus protagonistas. Los espacios por donde anda el “buen” Pedro son ambientes de colores claros, casi tirados a la monocromía, bien iluminados y limpios. Como si de él se construyera una personalidad impecable, lo que, en efecto, es en sus horarios diurnos. El “otro” Pedro, el asesino en serie, sin embargo está plagado de tonos turbios azulados, luces que invaden su habitación sin lumbre. Es la provocación de sombras y opacidad que difuminan su rostro. Cuando el inquilino de camisa blanca ejerce su oficio de asesino, la luz nunca atrapa su rostro. Hay incluso una necesidad por esquivar o desenfocar al asesino cada vez que está a punto o está cometiendo sus actos criminales. Gabriel, por su lado, un individuo que por cierto también cumple una doble personalidad, se ilumina de las luces psicodélicas propio de los ámbitos de las cortesanas. Entonces este personaje es el detective, aquel que busca el rastro del asesino en los night clubs, a medida que va recordando su otra vida, la del desafortunado y deprimente sujeto que vive con su amada fatal en un cuartucho de luz desfalleciente, crítico como su mismo estado de ánimo, a punto de colapsar.
 
A propósito de la amada fatal, El buen Pedro complementa a sus dos personajes a través de las presencias femeninas, aquellas que son más bien usos para llegar a comprender a fondo tanto a Pedro como a Gabriel. Luisa (Laura del Busto), la casamentera del asesino, es el personaje que exterioriza el lado ermitaño de Pedro. Ni la dulzura ni el encanto de la solitaria mujer, sensibiliza al inquilino, quien justifica además la satisfacción de consumarse a la soledad. Ángela (Natalia Salas) es una prostituta que convive con Gabriel, una mujer que de igual manera, reclama sentimientos que reprime. Los sentimientos de esta pareja son conflictivos y herméticos, una especie de mutua autodestrucción. El buen Pedro es un filme meditado e interpretaciones módicas, sin embargo donde prevalece es en su tonalidad fotográfica así como el diseño artístico sombrío y escandaloso. La película de Sandro Ventura tiene más de una escena bien compuesta. La mayoría de estas se dan en los espacios del cabaret, siendo superior la escena en que una bailarina luego de su performance, se despoja del maquillaje hasta quedar con el rostro desnudo de una niña. Un recurrente valioso que motiva mucho a la película es sobre ese gesto de doble personalidad que el director provoca en Pedro. En una escena, Pedro da la espalda a la cámara, mientras que en el frente se observa un espejo que lo refleja difuminado justo cuando confiesa a Luisa ese lado apático que no conocía. Sin duda, El buen Pedro es el estreno nacional que ha ofrecido mayor personalidad en lo que va del año.