lunes, 21 de febrero de 2022

Oscar 2022: Licorice Pizza (Nominado Mejor película)

El tránsito de la década de los 70 en EE. UU. es el marco de fondo de una particular historia de amor. Una vez más, Paul Thomas Anderson es persuadido por el retrato nostálgico. Existe pues una relación muy estrecha entre varios directores del cine de autor estadounidense y la nostalgia. Ahí están Martin Scorsese, Quentin Tarantino, Terrence Malick o la misma estética vintage de Wes Anderson. Se ha concebido una suerte de escuela en donde autores le rinden culto a su pasado, y no en un sentido de orgullo histórico -esa es la escuela del western-, sino en un sentido sociocultural. Estos directores retornan a sus recuerdos generacionales a fin de revalorar ciertos patrones que construyeron su forma de pensar, su sensibilidad y filias. Es una mirada a su mundo ideal. Entiéndase ideal no como perfecto, sino como un escenario equilibrado que invoca pro y contras, en donde los contras, además de haber sido parte de la construcción y estímulo personal, son también parte de una memoria a la que se hace tributo y una continua remembranza -pienso en los personajes de Malick-. Estamos hablando entonces de una conmemoración individual. Es decir, una inclinación que escapa de un ánimo chauvinista o comprometido. Tampoco digo sean anarquistas o inconscientes sociales, sino simples fanáticos de una nostalgia generacional.

El primer gran retrato nostálgico de PTA se dio con Boogie Nights (1997), una espectacular épica sobre la movida de la industria del porno en los 70 y su deriva a los 80. No es solo una celebración a la liberación sexual o a la cinefilia hacia el género en cuestión; es el respaldo a todo un montaje contracultural, un citado a las nuevas rutinas y necesidades que por entonces asimilaba el estado de California. Una variedad de productos y conceptos por entonces manifestaban un valor agregado. Recuerdo a este personaje interpretado por Don Cheadle, un actor porno afroamericano fanático de la cultura cowboy. Ciertamente, es una presencia desencajada entre la música boogie y los zapatos de plataforma; sin embargo, había evidencia de un territorio en donde se podía ser libre mientras no abandones el perímetro. De hecho, y parece concluir la película, la vida era ideal mientras se permaneciera dentro de la década de los 70. Fuera de ello, la fantasía terminaba, el desencanto ante la vida llegaba y la experiencia engendraba una camada de nostálgicos. La llegada de los 80 era un “Ya no estás más en Kansas, Dorothy”. Licorice Pizza (2021), por su parte, es una trama complaciente. PTA no expulsa del País de las maravillas a sus personajes. Esta no es una película con final amargo como lo fue Boogie Nights, ya que aquí la fantasía no termina, pues los 70 sigue en marcha.

Ver el recorrido de sus dos (seudo)amantes me hace pensar que el Valle de San Fernando, socialmente hablando, era un territorio sui-generis. El gran carisma de esta película no radica en su historia de amor. Este es casi un cliché al estar a la línea de esos romances de personajes con una relación de amor/odio o que dudan de sus sentimientos hacia el otro o la otra creando una distancia más no una separación. Lo que el viento se llevó (1939), Cuando Harry encontró a Sally (1989), aunque visceral, ¿Quién teme a Virginia Wolf? (1966) y la misma Punch-Drunk Love (2002), de PTA, son ejemplos de esta clase de argumentos. Pero volviendo al punto de interés, es el trasfondo el alma de esta película. Estamos ante una historia que agrupa todas esas situaciones de culto que definieron a los 70 como una década enérgica, revolucionaria y desenfrenada. La crisis del petróleo, los asesinos seriales (y la cacería de brujas a cada hippie desprevenido), el voluntariado político o la generación del “cambio”, una vez más la liberación sexual, la hierba, las estafas comerciales, el libre mercado y algunas circunstancias más, PTA las retrata sin profundizar. Lo suyo es un repaso intensivo a las rutinas emergentes de una generación apasionada, precoz, independiente y espontánea.

Alana (Alana Haim) y Gary (Cooper Hoffman) se convierten en ejemplos por excelencia de esa movida contracultural. Aquí se cuecen muchas fantasías, y son tantas las que gravitan en el ambiente que los personajes ni cuenta se dan de la cancelación de alguna de estas. Los 70, definitivamente, ya iba preparando el terreno a los 80 o la sociedad del consumo: hay un sustituto para cualquier fantasía. El niño prodigio Gary es casi un invento fabricado por una industria que ensambla el ego y cancela cualquier gesto de conformismo. El chico es insaciable e impredecible. Cuando pensábamos que se acercaba el fin de ese “único” atributo que tenía tras un fallido casting, es que comienzan a aflorarle las ideas, ¿o es que siempre tuvo ese talento? Ahora, no es tan innata esa clarividencia. Es más bien una reacción ante un entorno que expresa o incentiva nuevos anhelos o activismos. Es como un patio lleno de dulces en donde los niños solo tienen que inclinarse para obtenerlos. Licorice Pizza describe un valle plagado de sueños y soñadores. Había tanto que ver y elegir de esa amplia vitrina pública llamada la década de los 70 que hasta te podía hacer perder de vista al amor de tu vida, y Alana y Gary lo saben.

lunes, 14 de febrero de 2022

Oscar 2022: Flee (Nominado a Mejor película internacional, documental, animación)

Ya es más de una década atrás que documentalistas han reconocido a la animación como vía para representar testimonios sociales trágicos. Pienso en Waltz with Bazir (2008), que se remonta a una matanza de refugiados palestinos en el Líbano, o en la devastadora Crulic (2011), que narra el drama de un indocumentado rumano encarcelado injustamente en Polonia. En estos casos, vemos cómo desdichas personales hacen alusión a los padecimientos que recaen en comunidades específicas. Asimismo, la oralidad de los protagonistas, expresada de manera dialéctica o epistolar, se define como un método efectivo para depurar los achaques mentales o, caso Crulic, los físicos. Es decir, la memoria o la confesión son terapéuticos. Esto es más literal en Flee (2021). La historia en sí se plantea como el fruto de terapias o la suma de revelaciones que Amin mantuvo en secreto por veinte años. El director Jonas Poher Rasmussen se inspira en la historia de un anónimo que ha tenido que cancelar su identidad y su propio pasado debido a su condición de refugiado. Amin podrá gozar de una vida “normal” en Dinamarca, sin embargo, esto no es más que una fantasía para él o esa comunidad a la que pertenece, al convertirse en fugitivo de su propia patria y de paso en un estigmatizado dentro de tierras extranjeras.

Ahora, al margen de su condición de refugiado, Amin reserva otra identidad subordinada. La homosexualidad dentro de un círculo ataviado por las convenciones del Medio Oriente se define en Flee como una lucha aparte del protagonista. Este es otro tipo de amordazamiento social, solo que vigente dentro de los escenarios en donde se reprime esta opción sexual. Dicho esto, el retiro forzoso de Amin de su natal Afganistán, por un lado, fractura -o lo obligan a traicionar- el vínculo con su genealogía, pero, por otro lado, recompone esa otra identidad escindida al aislarse en territorio europeo, espacio que en esta ficción no presenta restricciones contra la homosexualidad. Una prueba de ello se manifiesta en la mejor secuencia de Flee, en donde el protagonista narra una anécdota en donde se confirma que los prejuicios afganos se quedaron en la frontera. Ciertamente, si se toma esos dos conflictos de manera aislada, la película de Jonas Poher Rasmussen daría como resultado testimonios familiares a los numerosos filmes que tratan sobre la migración o el prejuicio hacia la homosexualidad. En tanto, su atractivo, al menos para la Academia, consta en la combinación de esos dos conflictos en una sola historia.

miércoles, 9 de febrero de 2022

Oscar 2022: Bestia (Nominado a Mejor cortometraje de animación)

Un sombrío retrato inspirado en la infame Íngrid Olderock, una exagente de inteligencia activa durante la Dictadura Chilena de Augusto Pinochet. Bestia (2021) hace un vistazo a la rutina de una torturadora junto a su socio canino. Este corto realizado por el director Hugo Covarrubias está dominado por una serie de patrones y tópicos que definen las asperezas propias de una historia de miedo. El optar por el stop-motion y la animación de figuras de porcelana no hacen más que reforzar el estado rígido y el sentimentalismo frío del escenario en cuestión. Estamos en el peor momento de la dictadura. La década de los 70 el mismo Pablo Larraín nos lo graficaba en su Post Mortem (2010) mediante colores fríos, que a su vez nos evocaba a la fílmica de Andrzej Zulawski. Covarrubias se apropia de esa simulación en donde los tonos azules se asocian a las coyunturas dominadas por alguna represión política. A propósito de Zulawski y, por qué no, el mismo Larraín, además de otras producciones chilenas recientes que han descrito por su lado las vergüenzas de la historia en Chile, todo espacio violento y opresor está adicionalmente vinculado a una mentalidad retorcida, enfermiza, muy dominada por la perversión que se revela casi siempre mediante el sexo o la corporalidad.

La protagonista de Bestia, muy al margen de sus rutinas de castigo, está definida como una presencia grotesca librada de toda sensibilidad humana. En más de una escena, vemos al descubierto la robustez de la personaje sin nombre. Estos son momentos paradójicos. De pronto, no se percibe en esa desnudez algún valor erótico o romántico. Estamos tratando con un ser inhumano, una bestia que se observa continuamente como analizando esa “falta”, el no reconocimiento de los principios sensitivos del cuerpo humano. Es por esa misma razón que aquí el sexo provoca un displacer –como las escenas sexuales en Post Mortem–. En lugar de despertar la excitación, gestiona más repulsión. El personaje de Hugo Covarrubias se convierte así en una pieza que se reduce a ejecutar sus funciones y ve anulada cualquier necesidad emocional humana en su intimidad. En cierta perspectiva, la agente es un can más, una adiestrada a ejecutar a las víctimas de la dictadura. De ahí por qué en cierto momento de la trama su vida se desnivela. Las cosas no más están en su orden, las pesadillas –o el remordimiento expresado por el subconsciente– son cada vez más recurrentes, la realidad es surreal e intangible, y el perro también percibe eso, porque son de la misma clase, poseen la misma sensibilidad, pertenecen a la misma especie.

martes, 1 de febrero de 2022

Netflix: La hija oscura

Una mirada escindida sería reducir a la ópera prima de Maggie Gyllenhaal como un retrato sobre la desromantización de la maternidad. Leda (Olivia Colman) es la representante de otros personajes adultos resistiéndose a los retos y rutinas asociados a vínculos familiares que los privan de su libre albedrío. Un ejemplo de esos es el personaje encarnado por Ed Harris, el vigilante del balneario griego en donde Leda ha optado por tomar un retiro en solitario. El encuentro entre estos dos individuos es el reconocimiento a un estilo de vida al margen de las convenciones. Ambos han vivido descomprometidos de los rituales propios de la maternidad/paternidad. The Lost Daughter (2021) es una película que nos presenta a individuos que se han zafado de esas ataduras determinadas por las pautas sociales. Muy significativa es la estadía de la protagonista en un escenario que revela a una cultura en donde los lazos familiares son vitales. Para más información, véase My Big Fat Greek Wedding (2002). Es por esta razón que la sola presencia de Leda, madre de familia, vacacionando sola en una playa griega, es vista con desconfianza por los locales. ¿Dónde están sus hijos? Es una situación inconcebible para una sociedad griega encurtida en sus tradiciones añejas. Ahora, es a propósito de ese desencuentro de costumbres que se gesta lo más interesante de la película.

The Lost Daughter, en efecto, bosqueja un lado fatigante, taciturno y, en cierta medida, negligente de la maternidad. Estamos hablando de la zona tabú de una condición siempre afiliada a la abnegación. Definitivamente, es un tema provocador que debería de deslindarse del veto. Muy a pesar, percibo que esa desromantización de la maternidad se aborda de una manera romántica. Estamos ante el caso de una mujer que estableció un débil vínculo afectivo hacia sus hijas; en tanto, sus fantasías de independencia son más fuertes. Ahora, ciertamente, este acto de egoísmo se sustenta en base a otras condiciones o dependencias sociales -logros profesionales, seudoacademicismos, relaciones amorosas-. Casos distintos son esas otras desromantizaciones retratadas en películas como la española Ama (Júlia De Paz Solvas, 2021) o la mexicana Lola (María Novaro, 1989), en donde vemos a madres que son persuadidas únicamente por su propia personalidad y no por alguna otra fantasía social. Pero volviendo a lo más interesante del debut de Maggie Gyllenhaal. The Lost Daughter funciona más como una película tensa que como un drama maternal. La interacción entre Leda y esa comunidad que pisotea contra cualquier gesto de independencia hacia la familia es por momentos perturbadora. Y lo curioso es que ello no deviene tanto de los antecedentes turbios de los patrones de esa familia -los que de paso también inquietan-. La tensión aquí es por el choque de valores. Leda es casi una víctima del ostracismo. Su soledad, hasta cierto punto, es una desventaja en ese escenario acostumbrado a castigar a las mujeres de su clase. Es una denuncia formal a un pensamiento obtuso.