lunes, 25 de julio de 2022

Elvis

Tenemos a un joven Elvis que acaba de ser víctima de bullying en un baño de su escuela a manos de un grupo de rufianes. Acto seguido, lo veremos salir a las afueras del centro educativo no sin antes recoger su guitarra y atravesar un largo pasadizo al compás de un plano secuencia, recorrido que hace en solitario, aún con la cara desaliñada, tal vez aun pensando en las ofensas que recibió por la forma en que viste y se peina. Es un instante que conmueve. Estamos ante un adolescente que necesita un abrazo. Pero lo hermoso viene después. A la salida del recinto, el plano secuencia termina y la cámara lo espera a distancia. Un ligero paneo lo ve caminar desde la salida hasta el pie de un árbol. El muchacho se recuesta y comienza a cantar mientras acaricia las cuerdas de su guitarra. La calidez de luz natural lo favorece. Es un instante bucólico. De pronto, sucede la magia. Su música atrae compañía. Se manifiesta entonces un gran contraste entre el chico que caminaba solo en los corredores y el que convoca a otros de su generación mediante la particularidad de su voz. Esa es una secuencia de Elvis (1979), de John Carpenter, el maestro de terror y suspenso, quien para un año después de su magistral Halloween (1978) se le asignó realizar un telefilme en donde retrata la biografía del cantante de culto. Es una película entretenida y además impecablemente filmada. Ciertamente, una propuesta totalmente distinta a la de Baz Luhrmann; muy a pesar, ambas, a su manera, son fieles biográficamente hablando.

Mientras que Carpenter se inclina por una narración tradicional que apenas introduce un flashback inicial; Luhrmann fabrica varios saltos al tiempo, cambia los tipos de narrador, explota la iluminación y el montaje para robustecer la espectacularidad de su representación. Carpenter se concentra en la figura de Elvis, este personificado como un sujeto talentoso, muy sensible a la soledad y que además nunca supera su complejo de Edipo. Luhrmann mira al cantante, aunque siempre desde el punto de vista de su representante, esa figura que en principio era sombra y luego chupasangre del genio musical. Carpenter apenas menciona al manager y, en su lugar, carga responsabilidad al cantante de su ocaso, damnificado de su propia fragilidad, ego, fatiga laboral y una paranoia provocaba posiblemente por la suma del abuso de las drogas y la coyuntura social. Luhrmann, en cambio, convierte a Tom Parker (Tom Hanks) en el promotor del ascenso y posterior descenso o degradación de la estrella de rock. Es creador, pero también destructor. Un equivalente al doctor Frankenstein. Elvis (Austin Butler) aquí es personificado como una víctima de su agente, y además un cantante sensible a su contexto social al reconocer el racismo y la violencia de una “América” en estado de paranoia, anarquía y caos. Es una película que atiende a los tópicos que el Hollywood y el público de hoy demandan.
A esto se suma la intención de Luhrmann de crear una historia que no deja de estar concebida como un musical, género que el australiano conoce, aunque no desarrollado de forma tradicional. Es un cine chispeante y aparatoso como cualquier show de Las Vegas, aunque con aleaciones que lo hacen lucir como un pastiche o un espectáculo circense, tal como lo observa el “monstruo” de esta historia. Como buen villano, Parker es descrito con complejidad. Se le da palestra para dar su perspectiva, lo que pone en jaque a un juicio moral frenado por las dinámicas de la industria artística. Eso que muchos miran como explotación, para el representante fue un acto de beneficio recíproco y consentido. Estamos ante un cínico dentro de su oficio. No llega a lo perverso, pues sus víctimas son sumisas hasta cierto punto. Él es como un lobo que convence a los cerditos de que les abra la puerta para comérselos enteros. Fascinante el principio de Elvis, cuando Parker va reconociendo a su presa para después estudiarla. Lo hace sin exponer su presencia, siempre a distancia. No hay un acercamiento apresurado. El tipo es cauto y paciente. En contraplano, vemos al joven Elvis en tomas picadas. No se le ve la cara. Eso aumenta la fascinación del observador. Al igual que muchos, sabe que tiene el rostro del talento, pero aún nadie lo ha visto de la forma como él lo ve: Elvis es toda una atracción en bruto.

viernes, 15 de julio de 2022

Mataindios

Mediante un comunicado público, Robert Julca denuncia a Oscar Sánchez, ambos directores de Mataindios, haber incitado a que un reportaje televisivo omita su nombre y el de otros colaboradores de la producción. La película se encuentra actualmente en cartelera.

No es una película tras un filtro en blanco y negro, sino más bien la representación de una comunidad decoloraba que va recuperando la naturalidad de sus tonos a medida que van expurgando sus dolores y, finalmente, declara su resentimiento. Mataindios (2018), dirigido por Oscar Sánchez y Robert Julca, nos interna en una población de la sierra peruana, un lugar sin nombre que podría ser cualquiera que estuvo expuesto a la violencia de la guerra interna provocada por el terrorismo. A primera vista, esta película tiene una impostación documental. Podríamos decir que es la contemplación o intromisión -a propósito de ese modo de registrar casi invasivo- a las rutinas de una sociedad que nos va extendiendo sus propios testimonios, o los ajenos, fruto de su experiencia con el delirio armado e ideológico dictado por los grupos insurgentes que fueron sembrando el terror en diversas comunidades serranas a partir de finales de la década del setenta. Si bien su introducción o su estructura en capítulos nos indica que estamos siendo testigos de los preparativos de una celebración a un patrono cristiano, lo religioso se percibe en un principio como un fondo, mientras que los testimonios asumen un primer plano. Hasta entonces, no es en tanto un retrato etnográfico, sino un retrato sobre una memoria que se manifiesta de forma tan natural y cotidiana como el sembrar o tejer.

Es a través de pesadillas o conversaciones comunes que el espectador identifica un trauma lo suficientemente adherido a estos ciudadanos como para entenderlos como síntomas o expresiones habituales. Ya para el tercer capítulo, la idea de que estamos viendo el preámbulo de una celebración patronal asume el primer plano. Los testimonios se relegan y ahora toda acción o comentario gira entorno a la imagen sacra de Santiago, ese patrón al que la comunidad rendirá culto. Nada de esta ofrenda generaría extrañeza si tan solo se ignorase los antecedentes de esta figura cristiana, apodada “El terror a caballo”. Santiago Matamoros, el mismo Santiago al que esta comunidad se “inclina”, para los tiempos de la conquista de América, ya era considerado como el patrón de las milicias españolas, figura aguerrida que sembraba el cristianismo a fuerza de hierro -tal como se sobrentiende en algún pasaje bíblico-. El genocidio de los españoles en distintos puntos del territorio americano, en consecuencia, tuvo como bendición a la figura del Matamoros. Mataindios es una película que provocaría una reacción confusa si se ignora o no se presta atención a las referencias del patrono cristiano en cuestión. Tener en claro esto, por tanto, nos deriva a entender ese acto de culto comunitario como un efecto irónico, una especie de revancha ante una ideología que en algún tiempo pisoteó la serenidad de su comunidad.
Sánchez y Julca tienen en claro que no quieren hacer una nueva recolección de testimonios de deudos o ultrajes hoy impunes. No lo descartan, pero lo retratan lo suficiente para dejar en claro que está latente. Por otro lado, son conscientes que toda memoria merece alcanzar una expurgación o liberación de ese trauma, al menos parcial, lo suficiente para abrazar la paz, la vida o recuperar la coloración del espacio; replantear su normalidad. Ante esa búsqueda, no se conforman con la ritualidad que hace honores a sus muertos o la reactivación de la misma memoria a partir de la oralidad, sendos actos entendidos como terapias comunitarias. Lo que sucede en Mataindios, se podría decir que es la culminación de una tradición servil, el divorcio de una sociedad hacia aquello que un día representó normalizar el rol de ser colonizado. Tanto el terrorismo de los colonizadores españoles como el de Sendero Luminoso, fueron ejecuciones en donde un invasor subyugó a todo un territorio a fuerza de hierro con el fin de imponer su ideología. Es prácticamente lo que avala el mito de Santiago, figura a la que más bien la comunidad que representa Oscar Sánchez y Robert Julca le prepara su desquite en lugar de hacerle una honra. Lo que acontece al final de Mataindios es un ritual sobre la descolonización, un reclamo a la historia, a las autoridades, al poder tiránico, ese que te vigila desde detrás de una cerradura, pero que las nuevas generaciones, gracias a la concientización de sus mayores, cancelarán. No habrá más sumisión o rituales.

viernes, 8 de julio de 2022

Historias de Perusalem

Vuelve a mi memoria esa joya cutre peruana llamada Lima enferma (1999). ¿Cuándo la cinefilia peruana le creará los altares como debidamente se merece o algún círculo de la cinefilia internacional, fascinado con el cine de Umberto Lenzi o el de los René Cardona, la descubrirá y la incluirá en alguna lista de lo mejor del trash elemental? ¿O será que muchos que la vieron comparten esa complicidad de mantenerla en silencio? Pienso en una legión de Golums guardando al “precioso” para sí mismos. Es la maldición del culto a un cine marginal. Este se mantiene en su escenario postergado, emitiéndose en privado entre las sombras. Pienso además en la figura de su director Fermín Tangüis, un desaparecido del mapa luego de la revelación de su Lima enferma, otorgando más aires de misticismo a su película. Así fue hasta no hace mucho. Ahora resulta que ha salido de la caverna. El documental Historias de Perusalem (2021), su nueva película, no está lejos de su mencionada propuesta ficticia, en donde se mezcla la fascinación y el rechazo hacia el territorio nacional. Aunque su reciente filme tenga la intención de ampliar su perímetro de estudio a partir del título, sigue recogiendo testimonios limeños, aunque no necesariamente desde su locación. En tanto, sendas películas llegan a ser un síntoma de ese delirio contradictorio, un amor/odio que se propaga en la capital peruana.

Aunque su sinopsis reza ser una muestra sobre la lucha del peruano ante la adversidad, resulta más atractivo mirar a Historias de Perusalem como la crónica sobre un virus que muta y trasciende en todo el territorio del país. A propósito de las cuatro historias que convoca Tangüis, vemos cómo la violencia y el desamparo se convierte en un leitmotiv que asalta una línea temporal que abarca de la década del setenta hasta la actualidad. En un momento del documental, alguien dice: “Nada ha cambiado. La violencia siempre ha estado ahí”. Se menciona esto en referencia a una sociedad provinciana que por los setenta llegaba a Lima con esperanzas de una mejor calidad de vida, pero en su lugar encontró represión, la marginación, la pobreza extrema. La violencia entonces fue un mecanismo de defensa. Le siguen crónicas sobre el terrorismo y las recientes marchas en favor a la democracia. Nuevamente, vemos sectores sublevándose, sea radical o pacíficamente, ante el desamparo. La demanda o insatisfacción social se encontrará con la violencia, esa enfermedad que se ha propagado a lo largo de nuestra historia ante la carencia de un consenso de ideas o el siempre mirar a solo una parte del problema; es decir, observar una realidad a medias o una realidad conveniente. Lo relaciono con la primera secuencia de Lima enferma en donde un seudodirector que solo trata temas en tendencia critica un guion por su gran carga de violencia, un tema del que ya todos están hartos. “Pero les sucedió a unos amigos. Es real”; se defiende la autora del guion. Hay una eterna postración de una comunidad que solo mira al frente.
Historias de Perusalem tiene ese compromiso por captar el dolor real de personas que han estado expuestas a un estado de violencia producto de la desigualdad social. Es un clamor entre rabioso y pesaroso; muy a pesar, es también la expresión de un aguante, una resistencia o empeño por abrazar y salvar a este territorio que te repele mediante las turbulencias que acontecen en su interior. Es lo que señala la sinopsis; una lucha ante la adversidad. Tangüis nos dispone testimonios de sobrevivientes, personas que han escapado de la demencia terrorista, el alcoholismo -asumido como una expresión de la miseria social-, la censura artística o el prejuicio ante un oficio despreciado. Son situaciones que son tan tradicionales como la violencia misma. Algunas de estas tocan una llaga sensible que es necesario revivir una y otra vez. Un caso tan violento como el ocurrido en Tarata nunca va a ser materia reusada si esta remueve la conciencia social, así como las expresiones artísticas no serán materia superficial si estas se empeñan por generar una demanda orientada a un interés y beneficio nacional. Este razonamiento también aplica para Lima enferma. Fermín Tangüis a finales de los noventa nos contaba sobre una computadora obsesionada con su dueño o un loco profeta vaticinando el fin del mundo, pero tras esa banalidad pueril hablaba sobre el estado infeccioso, colérico y desesperanzado que había provocado la política peruana de entonces. Hay tanto compromiso social en Lima enferma como en Historias de Perusalem.