jueves, 20 de abril de 2023

XIV Festival Al Este: Saint Omer

En Medea (1969), de Pier Paolo Pasolini, vemos varias versiones de la personaje de la mitología lidiando con ese profundo resentimiento que tiene hacia su esposo, Jasón, hombre que la abandonó para asegurarse un lugar en el trono de Corinto. En todas esas imaginaciones, Medea resulta más humillada que en el principio, sea fruto de la abnegación o la rebelión. En todas, además, ella termina matando a sus hijos. En algunas, son un gesto de venganza; en otras, un acto de ponerlos a salvo del abandono o exilio seguro. Lo que me queda en duda de esta película es si Pasolini juntó todas esas versiones a manera de hacer un compendio del relato mitológico o fue por deseo de recrear la mente de Medea imaginando o barajando cuál sería la alternativa más conveniente para lidiar con esa “invisibilidad” de la que fue víctima. A partir de esto, podemos crear una dialéctica entre la Medea de Pasolini y Laurence (Guslagie Malanda), protagonista de Saint Omer (2022). Ambas mujeres renuevan sus alegatos de sus crímenes filicidas. Laurence, desde cierta perspectiva, parece “burlarse” del jurado. Un día dice una cosa, al otro día dice otra. De pronto, tenemos más de una versión o posibilidad que la empujó a hacer lo que hizo: matar a su hija de 15 meses de nacida. Sea cual sea la verdad, la Medea de Pasolini nos ayuda a comprender la reacción y acción de Laurence.

Pasolini era un director atraído por el choque entre la tradicionalidad y la modernidad. Desde su concepto, este segundo minaba la inocencia y sembraba la amoralidad en la sociedad tradicional. Dicho esto, Medea era una película en donde lo moderno o racional (Jasón) se enfrentaba con lo tradicional o mágico (Medea). En cierto sentido, Medea se perfilaba como un sujeto irracional, incomprendido, un peligro digno de pasar al exilio según la Corintio emergente. Podríamos decir que la rutina antinatural de la hechicera Medea dieron razón o sustento a esa irracionalidad que se le adjudicaba. Pero lo cierto también es que la conclusión de los actos de esta mujer en cierta manera tuvo un principio razonable. He ahí Pasolini exponiendo las distintas versiones o toma de decisiones de Medea llegando a un crimen, acto de inmolación o incluso locura. Medea siempre será la gran perdedora, juzgada por el mero acto y no por los antecedentes que la llevaron a asumir esa decisión —o decisiones—. Esto es lo que le sucede a Laurence. Dicho esto, aunque resulte una idea de explotación el titular “Medea naufragada” al caso judicial de una mujer inmigrante en Francia que mató a su hija, no deja de ser consecuente que esta mitología se acerca mucho a esa realidad. Laurence está rodeada de personas que asumen el rol de Jasón, Creonte y tantos que querían ver en la hoguera o desterrada a Medea. Ahora, su ventaja en relación con la mitología es que en su contexto judicial existe una defensa que bien podría salvarla de una masiva condena moral.
Es preciso aquí diferenciar los roles de los otros personajes de Saint Omer. Están los testigos, el conviviente y padre de la víctima y la madre de Laurence. En su mayoría, juegan a ser Jasón y Corintio. Luego están dos presencias esenciales y propias de la ópera prima ficticia de la directora Alice Diop: la abogada y Rama (Kayije Kagame). El rol de la legista es el de defender y reconocer las razones de ese estado de delirio que dominó a Laurence y sigue padeciendo desde el estrado judicial. Por su parte, Rama es una novelista que llega en calidad de espectadora a este caso judicial, aunque una espectadora especializada, crítica y académica. Ella hará una novela basada en los acontecimientos que resulten del caso Laurence. El hecho es que Rama experimenta un cambio de rol a medida que sigue los alegatos judiciales. Además de reconocerla como víctima, la escritora se reconoce en Laurence. Puede que se piense que esa sensibilidad o empatía responde a su condición de instructora de un curso en donde analiza a la mujer como sujeto históricamente humillado, a partir de su lectura a Marguerite Duras en el guion que realizó para Hiroshima mon amour (1959) y cómo el calvario de la mujer se revierte mediante un lenguaje heroico y sublime a fin de contradecir el estado de vergüenza. El gesto de Rama de reconocer(se) es más un sentido natural y compartido, siendo la maternidad la raíz de ello, estado que reserva miedos y traumas, sean biológicos como psicológicos. Es una empatía femenina que veremos se repetirá en otras de las presentes del juicio, quienes perciben, reconocen, comparten, viven ese dolor.

miércoles, 19 de abril de 2023

XIV Festival Al Este: EO

A diferencia del rucio de Robert Bresson, el de Jerzy Skolimowski está siempre en el cuadro de acción. Lo que vemos es lo que se asoma ante los ojos del animal. En Au hasard Balthazar (1996), en varias ocasiones el animal está fuera de la escena convirtiéndose su presencia en un leit motiv que alegoriza cómo la humanidad parece poseer una semilla de la maldad congénita. Ni si quiera el ámbito rural persuade ello. Lo de Bresson es una historia que contradice el tópico del campo como escenario bucólico. Tomando en cuenta los escenarios de sus otras películas, dónde sea y en la edad que sea, el humano es sujeto incivilizado. En tanto, el animal se convierte en paredón de toda esa crueldad. He ahí el punto de coincidencia con EO (2022). El inocente héroe de Skolimowski, además de ser una prueba tentativa de que el instinto es menos peligroso que lo racional, comienza a reconocer cómo la maldad de la humanidad no es una exclusiva de los circos. Esta se expresa en diversos ámbitos, a través de diferentes individuos o sectores sociales. Incluso la “benevolencia” de una joven, su única compañera, tiene cierta mancha de complicidad. Estamos ante una realidad dominada por una especie controladora que posee el impulso por oprimir a los débiles. Es una mentalidad acondicionada en la conciencia humana: si es frágil, entonces puede ser fuente de explotación. Y eso es algo que definitivamente más de uno querrá asaltar.

No hace mucho vi Duze Zwierze (2000), una delicada y entrañable película también polaca. Esta contaba cómo un solitario matrimonio de ancianos adopta un camello que ha sido abandonado por un circo. De pronto, la pareja se vuelve la envidia del pueblo. Los ancianos ven al animal como su mascota, pero para la mentalidad de la población —posiblemente gestora de algunos rezagos socialistas— es desperdiciar una materia prima que debe ser explotada, sea para generar entretenimiento o bonanza económica. Eso más o menos lo que le sucede al burro de Skolimowski. El que lo encuentra decide sacarle partido. A él sí le va muy mal porque no tiene dueño que le defienda. EO contempla a un ser en un estado de orfandad crónico. Probablemente, esto es lo que sucede con algunos migrantes ilegales como los que en algún momento el animal se cruza. A propósito, cuando recién iniciaba la película daba la sensación de que se embarcaría únicamente a un mensaje que infunde respeto hacia el medio ambiente. Y es que por dónde pasaba el burrito, veíamos algún animal o vegetación siendo depredado. Pero ya luego el panorama se hace más amplio. No solo se trata de la depredación a otras especies, sino también hacia una misma. Simplemente, no hay respeto por la vida en todas sus formas.
Volviendo a Bresson. Mientras que el lenguaje del francés es denso, poético, lleno de metáforas; el de Skolimowski siempre es objetivo. No se confunda la estética del polaco con una sensibilidad poética. Es más un ejercicio dramático, vaticinador y atmosférico el que se representa, y no tanto un compás subjetivo que expresa lirismo. Ahora, decíamos que la trama de EO define al humano como ser deshumanizado mediante su intervención de depredador ambiental y social. Adicionalmente, lo degrada moralmente. Ahí está uno de sus últimos amos, un hombre que encuentra al burro varado y lo acoge desinteresadamente. “No sé si te estoy robando o te estoy salvando”; dice mientras se lo lleva —atención a ese gesto ambiguo, también presente y clave en el cine de Bresson—. Entonces Jerzy Skolimowski nos presenta una luz de esperanza. Tal vez es este aquel que podría ofrecerle al animal la vida apacible que merece por naturaleza. El hecho es que sus antecedentes parecen condenarle. El burro (capaz) piensa no es después de todo el dueño para él. Lo que hace el animal aquí me hace creer que su mirada no solo es contemplativa, sino cuestionadora. Ese dueño será bueno con los animales, pero su indecencia le impide verlo como una esperanza. Es mi única interpretación a esta secuencia que resulta un tanto forzada entre el resto de los ejemplos, pues no hay señal de depredación. En su lugar, es como si hubiera un deseo urgente por vulnerar cualquier estado de fe hacia la humanidad o, tal vez, solo fue una idea atropellada del director por no dejar fuera de la carnicería a una clase social económica y, quién sabe, a Isabelle Huppert.

martes, 18 de abril de 2023

XIV Festival Al Este: The Quiet Girl

Del 19 al 29 de abril, se realizará una nueva edición híbrida del festival Al Este.

Me causa cierto asombro cómo es que esta modesta película resultó llamar la atención de los miembros de la Academia al incluirla entre las candidatas finalistas a la sección de Mejor película de habla no inglesa en la reciente edición de los Premios Oscar, ello tomando en cuenta que actualmente hay una fuerte influencia en que el filtro de valoración del jurado atienda o priorice ciertos temas de la coyuntura. Lo único que se me ocurre es que tal vez algo haya tenido que ver el idioma de esta película. Personalmente, no he visto una hablada en el irlandés o gaélico irlandés. Titulada originalmente como An Cailín Ciúin (2022), esta narra la historia de una niña, la menor miembro de una familia disfuncional habitante de una zona rural del país. Este es un retrato de una vida retirada en el campo que se nos presenta con un aire lánguido. Hay mucho sentimiento de frustración en este panorama que descubre a una niña asediada por la precariedad. No solo es la pobreza la que embarra su brillo inocente. Aquí hay también mucha negligencia, tal vez motivada por la ignorancia propia de la limitación de recursos o el retiro. Ahora, esto no implica que su director Colm Bairéad esté netamente comprometido a hacer una película con alguna reflexión o crítica social. Su motivación es más bien rescatar ese estado cálido y placentero que emerge del contexto rural, a propósito de la fantasía de lo bucólico que la literatura popular occidental le concedió a ese escenario.

Frente a esa búsqueda es que surge un cambio en la vida Cáit (Catherine Clinch). Por decisión de los padres, la niña pasará un tiempo al cuidado de una solitaria pareja de esposos, parientes lejanos de la madre. Este es el principio de una renovación y un gesto que resulta compasivo para la triste y cohibida Cáit. Dado los antecedentes, esta compasión no viene de sus progenitores. Su determinación tiene que ver más bien con una estrategia conveniente. Se podría decir entonces que es el propio destino el que se apiada de la pequeña, algo que ella más bien asume como un acto cargado de un nivel de desamparo que nunca había sentido. Es una escena impresionante el de la separación. El padre, dueño de una emoción rústica e impasible, se despide de los nuevos tutores y no de la niña. Se sube a su carcacha aludiendo que llega tarde vaya a saberse para qué y pone en marcha el vehículo sin vacilar. La indefensa Cáit se para en medio del camino mientras ve alejarse entre la polvareda a su padre. El tipo será muy bestia, pero es su padre y ahora la ha abandonado. “Se fue con la maleta de la pobre niña”; dice la mujer quien se hará cargo de la menor. Entonces está este cuadro. La niña en medio de la vía viendo cómo la abandonan con unos extraños y sin ropa más el que lleva puesta. Simplemente el desconsuelo es abrumador. Lo cierto es que lo bueno está por venir.
An Cailín Ciúin es una historia sobre las relaciones humanas a partir de un común. Si algo comparte esta pareja de maduros esposos con la niña es que aquí todos de alguna manera son huérfanos y víctimas de un dolor que no han aprendido a evacuar. Esto es algo que provoca mucha conmoción y a la vez compasión. Vemos a los personajes abatidos por ciertas razones, pero son incapaces de exteriorizar y, por tanto, calmar ese dolor. La tristeza que no se comparte es la que daña más. Ciertamente, Bairéad lo hace con una intención de encoger el corazón de su espectador. Pero de pronto el afecto entre los extraños comienza a nacer y el drama se neutraliza. Desde la llegada de Cáit, la pequeña ha mejorado su imagen en todo sentido. Es más segura de sí. De pronto, hay color y brillo en su rostro, y eso ha alumbrado todo su alrededor. Brota de esa manera el lado idílico de la vida de campo, el de la vida pacífica, en donde sabes que nada te va a pasar y siempre estarás a salvo. En este punto, no me imagino otro idioma para la película. Hay cierta musicalización en el gaélico irlandés que hace sean más delicados y deliciosos los acontecimientos. En tanto, los padres provisionales también comienzan a reaccionar al cambio y presencia de la pequeña. Hay una preciosa relación entre la niña y el hombre. Colm Bairéad construye ello desde una representación no convencional. Aquí el amor está expresado por un lenguaje de pequeños actos. El diálogo se reprime. Dejar un dulce en la mesa, criar a los animales en buena compañía. Lo mismo pasa cuando retorna el drama. También es silencioso. Esta película roba corazones.