miércoles, 8 de abril de 2020

La memoria en digital: Un reconocimiento a nuestra historia desde El betamax de Genaro

Publico para Bitácora de El Hablador un artículo sobre memoria peruana desde una percepción digital a propósito de mi visión a El betamax de Genaro, largometraje que tiene emisión libre en YouTube.

“Un resumen de mi vida comenzó a pasar frente a mis ojos”, es de las frases más citadas por aquellos que por un instante acariciaron la muerte. “¿Y qué viste?”. La mayoría respondería que los momentos más importantes de su existencia. “Era como ver una película sobre mí mismo conformada únicamente por las mejores secuencias”. Pienso, entonces, qué veré yo en mi lecho de muerte. De seguro también serán las mejores secuencias de mi vida, pero, ¿cuántas de estas serán sobre mi propia vida? Me explico. Soy hombre de cine. Veo películas a toda hora, en horario de trabajo, en matiné y a deshoras. Las veo en cualquier momento, incluyendo las situaciones más absurdas. Muchos de mis sentimientos, desde los más apasionados hasta los más vergonzosos, los he vivido a través del cine. Dicho esto, ¿cuánto de ficción tendrá esa última película que veré antes de dar mi último respiro? Agrego, ¿cuántos de mi generación verán más ficción que realidad en su conteo final? Ten por seguro que en nuestras grabaciones personales veremos algo o mucho de ficción. Qué esperabas. Fuimos criados frente a una pantalla. Algunos verán escenas de películas, otros un desfile de fotos trucadas por filtros de Instagram. Aceptémoslo, gran parte de nuestra memoria es una ficción.
No hay razón para avergonzarnos. Seguimos siendo humanos con sentimientos y razonamientos. Nos apegamos a la ficción, pero no hemos anulado (del todo) nuestro conducto humanista. El cine y las redes sociales no son más que un síntoma de una nueva forma de consumo y aprendizaje de las cosas. Nos aburrimos de tanta tradicionalidad. No lo olvides; en estos momentos, profesores dictan clases online usando memes. Yo, por ejemplo, proyectos escenas de la saga zombie de George A. Romero para comentar en torno a la sociedad mundial de los 70 reaccionando frente al consumismo galopante. Es bajo esa lógica que no me parece en lo absoluto descabellada la propuesta de impartir algo de historia del Perú a partir de un collage de filo satírico, amenizado por texturas de la imagen, la degradación del sonido original y continuamente sometida a una sobreimpresión de fotogramas que los pioneros del cine usaron para fabricar magia a lo Georges Mélies o para crear poesía en la imagen desde lo experimental a lo Jean Epstein (siempre los franceses). Es lo que veo en El betamax de Genaro (2020), de Miguel Villalobos. Su digestión no se reduce al trolleo cibernético dirigido a tantas personalidades infames que han pervertido nuestro país a puertas del nuevo milenio.

En una época en que hemos perdido la fe ante el gesto conservador, el chiste frente a un tema serio o la formalidad del documental convertida en pieza del YouTube Poop pueden asumirse como actos de transgresión comprometidos a reformular los modos de discursos sin extraviar el enfoque esencial, sea académico, periodístico, social, etc. Siguiendo esa línea, El betamax de Genaro está compuesto por retazos televisivos y, en menor grado, de cine, en general, producidos entre el primer y el segundo gobierno de Alan García. En el largometraje reconocemos los rostros, escenarios y situaciones más extravagantes y humillantes de la política peruana. Las reuniones en la oficina del SIN, el “no” rotundo de PPK, el autogolpe fujimorista, Mercedes Aráoz, José Barba Caballero, Luciana León; no hay orden cronológico para la depravación. A estas escenas, se intercalan las de los programas cómicos y de entretenimiento más emblemáticos de ese largo período. Una dialéctica esperpéntica, aunque coherente, se establece entre estos dos escenarios. A esta mezcla, se suma un (d)efecto visual y sonoro. Toda la recopilación, salvo por breves secuencias, ha sido trucada o distorsionada. Es decir; es el found footage alterado, y no a un grado mínimo como sucede en la fílmica de Yervant Gianikian y Angela Ricci –rescatistas de valiosísimas fuentes visuales que van desde peregrinajes colonialistas hasta los siniestros durante la Primera Guerra Mundial–, sino a un nivel que deja en total evidencia la deformación del producto original.
La deformación del metraje entendida como un gesto de oposición o de blasfemar los acontecimientos históricos en cuestión. Es criticar, ironizar, repudiar dichas fuentes históricas, o también interpretadas como la memoria del ciudadano promedio, sujeto que le tocó convivir con el montaje político y televisivo. ¿Qué pensamos pues cuando nos consultan sobre el gobierno de Alberto Fujimori? Automáticamente, a nuestra mente llegan las imágenes de Vladimiro Montesinos repartiendo dinero a diestra y siniestra a distinguidos miserables. Nuestros recuerdos del país son las imágenes que en un momento se proyectaron en un televisor o en un cine. Nuestra memoria está hecha de registros digitales. Citando a Gen Hi8 (2017), de Miguel Miyahira, una de las más notables películas que haya engendrado el reciente cine peruano; nuestra memoria es la pantalla de un televisor que reproduce una grabación en donde nosotros hemos sido personajes que han actuado bajo la percepción de una realidad selectiva. Hemos sido los que nos han hecho ver o consumir. Hemos sido adiestrados desde la señal abierta a ser inconscientes. Muchos de los nuestros fueron convertidos en cómplices de segunda, testigos de la infamia. Cuánta inocencia rota, cuánta nostalgia ultrajada provocará el visionamiento de El betamax de Genaro. Me acordé de mi infancia. Fueron tiempos de fantasía, pero también de mucha ignorancia.

jueves, 2 de abril de 2020

La paradoja infinita: Reflexiones desde el cine en tiempos de cuarentena

(Música de fondo – Requiem: Dies irae, Giuseppe Verdi)
Un grupo de adolescentes corren por sus vidas. Entre la penumbra y las brumas, ellos esquivan con violencia los árboles de aquel bosque en donde, exactamente, hacía diez años había muerto violentamente alguien de nombre impronunciable. Se supone que por esos días dicho recinto sería para los muchachos su área paradisiaca, retiro cómplice de su primer encuentro sexual –acto que en sus fantasías los anticiparía al mundo de la adultez–, pero que en su lugar se convirtió en espacio que dejó en libertad al mismísimo terror, esa presencia de ultratumba que ahora los perseguía con un arma de dimensiones fálicas, dispuesto a penetrarlos y gozar de eso que en vida no pudo experimentar. Era su acto de venganza, un acto perverso producto del resentimiento y la envidia, el de ver –el acto sexual ajeno– y no poder ser parte de ello. Mientras tanto, en la realidad, nosotros gozamos desde nuestros asientos de esas historias. Las películas slasher, la del verdugo y sus fáciles víctimas. Y nos encanta cuestionar a los indefensos. “No salgas”, “por qué te caes”, “remátalo, todavía está vivo”. Nos sabemos de memoria los hechos, tenemos estudiado la lista de advertencias para sobrevivir a una película de terror. Somos ese personaje en Scream (Wes Craven, 1996) que imparte lecciones de sobrevivencia a los menos expertos, “esos tontos de la ficción”. Nos creemos mucho porque somos reales y ellos no. Pero, en verdad, ¿hemos aprendido de las películas de terror?
Halloween (John Carpenter, 1978)
La situación nos dice que no. Esta temporada nos tocó vivir nuestra propia ficción. Sin darnos cuenta, nos hemos convertido en una premisa de Alfred Hitchcock: Somos los sujetos comunes y corrientes implicados en un evento extraordinario en contra de nuestra voluntad. Lo cierto es que nuestra trama, hasta el momento, no tiene nada de proeza. Incluso parece nos esforzamos por resaltar nuestra agonía. Los mass media solo se dedican a difundir –y nosotros a expandir– noticias sobre las víctimas y símiles derrotas provocadas por ese agente extraño que parece sacado de la fílmica de la ciencia ficción. Vaya que hasta en la realidad nos fascina ver cómo la humanidad perece. Somos consumidores perversos de nuestro propio sufrimiento. En síntesis, no somos héroes de nuestra propia película. Y basta de echarle la culpa a nuestra deficiencia de Tom Cruise o Dwayne Johnson, premios nobeles de la ciencia a disposición entera, armas avanzadas, viajes al tiempo, además de tantos utensilios que las películas inventan para asegurar el triunfo de sus protagonistas. “Así quien no”; dirán algunos. Aprende a escuchar y observar espectador.

En The Killer That Stalked New York (Earl McEvoy, 1950), una de las tantas historias que se convirtió en metáfora de la invasión comunista a EEUU durante la Guerra Fría, narra el evento de un virus introduciéndose en la Gran Manzana. Los norteños parecen aceptar con conciencia: no hay plan de contingencia frente a esos casos, sin embargo, tenemos mucho valor cívico. Doctores privados, policías y ciudadanos se convierten en los héroes de la historia. Por muy escurridiza que sea la bacteria; la responsabilidad, la solidaridad y el nacionalismo son más fuertes. No es el típico argumento de una ciudad dominada por el pánico. La calma deviene de una comunidad dispuesta a acatar lo que los expertos aconsejan. Es decir, no estamos tratando de actos extraordinarios o superpoderes en esta película. Es simple protocolo. Son un grupo de personas haciendo lo que saben hacer y con compromiso, e invocando al resto a cumplir con el reglamento. Son las mismas aptitudes de los héroes ordinarios de las recientes películas de Clint Eastwood. Nuevamente, no hemos aprendido nada de estos ejemplos de la ficción. En su lugar, hemos engendrado una paradoja. Éramos doctos en historias de sobrevivencia. Pero la realidad es que, en menos de tres meses, nos convertimos en víctimas de un fracaso colectivo. Fruto de nuestro descuido y arrogancia, nos hemos visto obligados a retornar a la Edad Media, a confinarnos en nuestras casas y no salir hasta que la naturaleza cumpla su ciclo o se invente la cura. Lo que venga primero. Aunque parezca cobarde, es la estrategia más sensata.
Sully (Clint Eastwood, 2016)
A todo esto, se descubre un lado positivo. Muchos han vuelto a nuestros principios humanistas. No se producirán equivalentes al Decamerón al final de este aislamiento, pero sí se han reactivado antiquísimas pasiones. Los libros vuelven a tener sentido y, junto a este, el cine se convierte en fuente de consumo generalizado. Muchos lo entenderán como simple entretenimiento para matar el tiempo, pero mejor verlo como una oportunidad para repasar nuestras faltas. Distintas películas sobre virus y pandemias han sido vistas en el Perú y el mundo en los últimos días, y muchos receptores se preguntarán: ¿En qué nos hemos equivocado? Ahora, el cine es quien nos da una lección, porque hemos sido superados por la ficción. Renovaremos nuestro respeto hacia esta arte que edifica los rasgos humanos y el heroísmo. En estos días, seremos serviles de la pantalla y, por qué no, también de las letras. Les otorgaremos a estas industrias del cine y la literatura el sentido que se merecen, muy a pesar del ninguneo que se les dio en tiempos de no aislamiento, el bajo costo concedido, el escaso apoyo del Gobierno respecto a otras materias, la poca difusión y la nula preservación. ¿Cuántos libros y VHS has rescato en los últimos días en tu alcoba? ¿Te imaginas entonces cuántas gemas perdidas, cuánto patrimonio cultural, amontonado en alguna biblioteca o depósito educativo, cumple con una eterna cuarentena? Se abre otra paradoja.