miércoles, 29 de marzo de 2023

Los cinco diablos

Una atractiva premisa representa la directora Léa Mysius. La pequeña Vicky (Sally Dramé) tiene un don que la hace más sensible que el resto. Ella es capaz de percibir aquello que no ha vivido, pero que reconoce mediante su sentido olfativo. Es casi cómo lo que experimenta Tilda Swinton en Memoria (2021). Ella “percibe” mediante más de un sentido el pasado que se refugia en los vestigios; por ejemplo, en una piedra. Es gracias a ese don que ella afloró consecuencia de un trauma personal que recordamos que toda presencia, por muy inanimada que sea, alberga un fragmento de historia, un conocimiento que ocasionalmente no es explotado, o es reprimido, por distintas razones y que aguarda a ser sonsacado. Vicky tiene ese poder de enterarse, saber y, lo que resulta más increíble y la diferencia del don de Swinton, transportarse a ese hecho acontecido en una temporalidad que no pertenece a su presente. La película nos presenta la condición de Vicky como un acto natural, algo que posiblemente siempre estuvo ahí; muy a pesar, se puede interpretar esa gracia como un mecanismo que compensa el hermetismo de sus padres, aquellos que se niegan a comunicarle a su hija lo que sucedió tiempo atrás y generó un impacto emocional que carcome sus existencias y, por tanto, vulnera su matrimonio y la salud de la armonía familiar. Vicky resulta ser una damnificada de ese pasado o trauma contenido.

Si me pongo a pensar en una película como El sexto sentido (1999), el personaje de Haley Joel Osment tiene el poder de ver gente muerta, pero no es que ha sido un elegido entre un millón. Este niño califica por su condición de fracturado. Todo el cine de M. Night Shyamalan relata historias de elegidos que asumen poderes consecuencia de sus antecedentes trágicos. Ellos en algún momento han estado expuestos al dolor, el racismo, el acoso, el abuso sexual y esas experiencias han originado en ellos un mecanismo de defensa. Es más o menos cómo me gustaría comprender la naturaleza de Vicky, una niña afrodescendiente que, además de compartir su vida con una familia sin entusiasmo, es víctima de bullying. Le cinq diables (2022), si bien se centra en el conflicto de un menage a trois, esta también contempla la soledad y postración de una niña desesperada por comprender por qué sus padres no se aman, por qué siente una distancia física y emocional hacia su madre, quien le hace jugar a las escondidas y en lugar de interesarse por saber más del don de su hija parece esforzarse más por huir de ella. De ahí esa imposibilidad de Vicky de comunicarse. Hay cierto estado de orfandad en la pequeña quien se conforma con oler la esencia de su madre, lo que sería la forma “más real” de sentirla. Este único consuelo cambia cuando un aroma no percibido ingresa a su entorno.
La tía, hermana de su padre, llega a la casa de Vicky, y con ello la niña comenzará a conocer más sobre eso que sus padres callaban. Se podría decir que esa era la piedra que le faltaba oler a la niña para saber la raíz de esa inapetencia emocional que expresan las únicas personas que parece amar. Es en esta etapa que el don de Vicky resulta más alegórico y de paso tortuoso. Según la lectura de muchos superhéroes, los poderes son a veces una maldición. Como si se tratase de un menor que espía las discusiones de sus progenitores desde el otro lado de una puerta cerrada, la protagonista de Le cinq diables comenzará a saber sobre cosas de adultos sin la orientación respectiva mediante su habilidad para oler y viajar al pasado. Vicky empieza a hacer cosas extrañas, un tanto alarmantes, definitivamente, víctima de la frustración luego de ser testigo de un pasado que ella advierte como un peligro para su presente. Léa Mysius parece insinuar cuáles serían las consecuencias de una paternidad no dispuesta a dialogar con los menores. Y digo solo insinuar, ya que, a fin de cuentas, su centro es desarrollar un melodrama. En cierta medida, lo resto resulta secundario. Eso es lo desalentador de la película. Hasta cierto punto camina rumbo a lo convencional y de pronto la premisa de una habilidad mágica más resulta un modo para generar flashbacks de manera creativa.

jueves, 9 de marzo de 2023

Ellas hablan

Una película que en gran parte registra a una comitiva de mujeres de alguna comunidad religiosa decidiendo si sus iguales deberán abandonar o no el pueblo ante una serie de violaciones que sufren a manos de los hombres de su mismo entorno. Ahora, antes de que acontezca esa dinámica, Sarah Polley nos deja un aviso: “Lo que sigue es un acto de imaginación femenina”. Varios pensamientos se me vienen a la mente a propósito de esta señal. Si hablamos de “imaginación”, entonces pueda que la directora quiera enfatizar que lo que estamos a punto de ver es un invento, una creación puramente ficticia o algo imposible de concretarse dentro de esa realidad. Tres pueden ser las razones de ese pensamiento pesimista: estas mujeres son iletradas, han vivido toda su vida bajo las condiciones de un patriarcado, tienen miedo. Posiblemente, pueda que solo la fantasía sea el único escenario en donde estas mujeres incapaces de pensar por sí solas logren concientizar que tienen todo el derecho a decidir su destino por sí mismas. Solo en el terreno de la imaginación ellas podrán hablar. Pero también hay un sentido optimista en la advertencia de Polley. Todos tenemos imaginación y la imaginación es una posibilidad al estar inspirada en la realidad. Además, imaginar es una antesala a la acción. Pueda entonces que estas mujeres —o alguna otra que vive bajo condiciones similares— tenga ese momento de iluminación de poder hablar, pensar, demandar, ello a pesar de haber vivido por años, décadas o épocas acondicionada por una normativa que las desampara. Ellas, en algún momento, hablarán.

Sea cual sea el sentido de esta imaginación, Ellas hablan (2022) funciona como un simulador de mujeres cuestionando un mismo problema: los hombres y sus regulaciones que reprimen a las mujeres. La idea de Polley es generalizar esta situación. Si bien los implicados pertenecen a una comunidad que de por sí es conservadora y se inclina hacia un fanatismo religioso, los conflictos que surgen de esta son los que también se reconocen en cualquier escenario ajeno a ese lugar, credo o período. Me resulta significativo que el espectador no será consciente del año en que suceden estos hechos sino hasta cuando una camioneta la dicta desde un altavoz. Este es un momento casi surreal. A mi perspectiva, parecía que estábamos en alguna temporada añeja. Esta vejación que sufren mujeres de ver cómo son violadas y sus agresores son protegidos me hacía pensar que era la década de los 30. Algo de ese alto grado de impunidad y cinismo agravado me remite a los tiempos de la Gran Depresión. Se entiende entonces por qué siento un desbalance cuando suena Daydream Believer, de The Moonkees, desde un amplificador. ¿Entonces estamos en los 60? Tampoco. Tengo la leve impresión que este juego temporal es consciente. Es como si Polley quisiera remitirse a muchas épocas a la vez, incluyendo la nuestra dado que los eventos suceden en un tiempo vecino al nuestro. Dicho esto, ¿es que acaso hoy padecemos de un alarmante nivel de ignorancia frente a los derechos de igualdad de género?

En un circuito urbanizado capaz el caso de una violación a una mujer no surja de la misma manera que en esta película, sin embargo, pueda que sí haga eco de los mismos protocolos. Actualmente, siguen siendo muchos los casos de violencia sexual contra la mujer en donde el acusado es reconocido como víctima de la paranoia o incitación de la denunciante. Podríamos decir que el pensamiento retrógrado es variante y no es exclusivo de un contexto de fanáticos que esconde sus vergüenzas tras las leyes divinas. Es por eso asumo a Ellas hablan como una imaginación atemporal. En ese sentido, el surgimiento de un feminismo o la conciencia por emanciparse de la tiranía del hombre es una posibilidad en cualquier lugar o tiempo, tal como se expresa en la trama. La revolución en favor a la libertad de pensamiento es innata a la humanidad. Claro que ese pronunciamiento ante la inconformidad de una realidad no implica un triunfo asegurado. El ser consciente del problema es apenas el inicio de un largo derrotero. Lo mejor de la película de Polley es que hace un esfuerzo por invocar varias de esas incidencias. En resumen, un colectivo político siempre será diverso y producto de ello es que tendrá muchos momentos de disentimiento. Mientras ellas hablan identificaremos las voces neutrales, las iracundas, las pasivas o que todavía están colonizadas por el miedo, aquellas que exhortan por una actitud pacífica o las que incitan la violencia. Es decir, hay una pluralidad de pensamientos, perspectivas y, sobre todo, casos. ¿Por qué unas son violentas y otras no? Aquí ninguna opinión es un acto de libre albedrío. Polley se preocupa porque cada víctima sustente su reacción en base a sus experiencias.

¿Cómo entonces un colectivo organiza sus ideas siendo muchas de estas dispares? ¿Cómo una víctima ocular podría pensar como una víctima sexual? ¿De qué manera podría sentir el dolor o la impotencia que ella no ha experimentado? Mediante la dialéctica y la convivencia. Polley nos narra días de encierro, charlas, debates intensos en donde mujeres comparten sus posturas, cuestionan a una, lanzan preguntas al aire que generan respuestas pendientes. Pero en medio de esa pugna de pensamientos independientes es que comenzarán a gestarse los asentimientos, las disculpas, los perdones, o sea, las autocríticas. Esto es importantísimo. Somos testigos cómo es que estas mujeres en ciertos momentos comienzan a corregir sus discursos o impulsos bajo propia acción. En este colectivo imaginado se diluye cualquier posibilidad de una ideología extremista. Ideológicamente, todas aquí maduran pues en el trayecto cuestionan sus métodos o enfoques. Ningún pensamiento social o de género nace sin imperfecciones. Tal como lo ejemplifica una de las mujeres al hablar de sus caballos, no importa si el camino es muy accidentado, lo importante es que no se pierda la dirección hacia dónde se quiere llegar. Nuevamente, por muy positivamente imaginativa que sea esta arena política, nunca habrá una total conformidad entre sus miembros. Podríamos decir que Ellas hablan es una dinámica en donde el consenso es utópico. No es de extrañar. Sucede en todos los ámbitos democráticos, especialmente en aquellos que recién están reconociendo el poder del derecho a opinar con libertad.

Me parece muy significativo que esta historia inicia con esta comunidad de mujeres abusadas e iletradas que producto del ultraje aprenden a votar. Es una forma antinatural para conocer la democracia o el derecho a sufragar, aunque la gran lección aquí es que nadie en ninguna circunstancia se le debe reprimir su derecho de hacerse escuchar, incluso si ese pronunciamiento es emitido con el marcado de una “x”. Las mujeres de esta comunidad descubren la democracia y, de hecho, ellas se esfuerzan por establecer una democracia dentro de su círculo de debate. Ahí está la presencia de August, estupendamente interpretado por Ben Whishaw, quien, junto con Judith Ivey, el personaje de Agata, son las mejores actuaciones del elenco. Este círculo feminista parece estar consciente de que sí o sí deberá convivir con el hombre, en tanto, la voz del hombre, aunque secundaria, debe ser incluida también dentro del debate. Obviamente, August es además un canal para que las mujeres puedan llegar a ese derecho que se les negó: la educación. En cierta perspectiva, la inclusión de August es estratégica. Vemos así a un hombre al servicio de un grupo de mujeres —pueda que esto suena a un desquite—. Esto también me hace creer que no es gratuita y es hasta simbólica la representación este hombre. August es de pocas carnes, pasivo, romántico, frágil, fracturado, es también una víctima de la normativa de los hombres. Me pregunto si August hubiera sido también invocado siendo más grande o con una voz más enérgica. ¿Las mujeres habrían gozado de la misma confianza ante ese tipo de hombre?

Otro punto importante de Ellas hablan es que estamos tratando con un relato que es producto de un testimonio oral, el cual narra los días en que mujeres compartieron sus testimonios y estos fueron transcritos para formar parte de una fuente escrita. Una vez más, Sarah Polley hace una referencia a la importancia de la memoria para la sanación personal o colectiva. Tanto en sus películas Away From Her (2006) y Stories We Tell (2012), tenemos a personajes que urgen por rescatar la memoria de algún ser querido con el fin de preservar los vínculos de amor entre personas. Casi al final, Agata le grita a August: “Ella también te ama. Nos ama a todas”; en referencia al amor platónico del joven. Y es que toda esta dinámica de compartir e intercambiar ideas es una expresión de amor. Amor por la libertad no solo de uno sino de todas y todos. Hasta cierto punto, August es parte del grupo, y no solo por ser el escribano que inmortalizará los testimonios femeninos, sino también porque su inclusión forma parte del aprendizaje de la buena convivencia. Respecto a la preservación de esa memoria, incluso las mujeres podrían prescindir de la escritura de August, tomando en cuenta que sus acciones recaerán en las próximas generaciones, tanto las femeninas como las masculinas. No olvidemos además que todo este relato es fruto de una remembranza. Es decir, los testimonios han trascendido gracias a la memoria, la fuente oral o, lo que es mejor, mediante la educación de una igualdad de género. De ahí por qué Ellas hablan por momentos manifiesta un tono evocativo desde su narrativa como desde su estética. La película de Sarah Polley por momentos me recuerda al cine de Terrence Malick. Aunque no es redundante, sus imágenes expresan una poética visual. Y lo curioso es que esa poesía no solo se concreta mediante retratos idílicos, sino también retratos duros y dramáticos, tal como lo haría Malick.

jueves, 2 de marzo de 2023

The Fabelmans

Atención a ciertos acabados en la última película de Steven Spielberg. Si alguien se atreviese a acuñar este filme como un producto perfecto es a causa de un impulso provocado por un fanatismo enceguecido o porque simplemente no sabe diferenciar entre la estética de un nobel cineasta y un maestro del cine. Lo primero que salta a la vista son las “precarias” transiciones en su edición. El uso del fade in y el fade out es digno de un aprendiz de esta materia. Sus fundidos en blanco o negro, los que habitualmente marcan el fin de una etapa, tienen una ejecución rudimentaria, algo desalentador viniendo de quien viene. Adicionalmente, dos escenas vitales para la historia son empalmadas por un mismo fondo musical, un reconocido concierto de Sebastian Bach. Bach es Bach, pero hay cierto anticlímax o carencia de inspiración en retomar esa pista usada sin destreza por jóvenes cineastas. Simplemente, eso no lo haría Spielberg. Me refiero al viejo Spielberg porque el joven es seguro que lo hizo, algo que es comprensible tomando en cuenta sus antecedentes como director de cine autodidacta y que además no contaba con un mentor o consejo fílmico a la mano.

Definitivamente, The Fabelmans es la película más personal realizada por Spielberg. El director está tan empeñado en refabricar esos recuerdos cuando comenzaba a explorar el mundo tras la cámara que hasta se atrevió a imitar o revivir las falencias que por entonces cometía. Me imagino a Spielberg interrogándose: ¿Cómo hubiera editado esta secuencia mi antiguo “yo”? ¿Qué música hubiera seleccionado? ¿Cómo hubiera hecho tal o cual plano? El maestro hace un homenaje a sus orígenes como realizador. Frente a esa tarea, hay un profundo respeto por cómo pensaba este niño y adolescente que equilibraba su punto de vista entre un perfil creativo y otro pragmático. Por entonces, era un director muy apasionado por la ficción, pero no había duda de que su gran fuente de inspiración fue su realidad o círculo familiar. Ahí está Sammy (Gabriel LaBelle), el hijo de una impetuosa artista y un ecuánime ingeniero. Las vivencias, los antecedentes, los recuerdos son esenciales para todo creador. En tanto, sería incorrecto suponer que el genio de Sammy tras la cámara no le debe nada a su familia, a pesar del egoísmo de su madre y la falta de apoyo vocacional de su padre. No habrán sido estimuladores, pero sí se convirtieron en inspiración. Recordemos el rodaje de su película bélica. Sammy le da pautas a su actor. De pronto, el drama de ese soldado en el plató no está lejos al drama que vive el joven director en su propio plató o casa familiar.
Sería difícil resumir el cine de Spielberg, pero siempre alguna de sus constantes estará presente en sus películas, así el relato suceda en el año 3000 o en un escenario del fin del mundo. Los suburbios y las familias disfuncionales son un mantra en su filmografía. No serán el centro del conflicto, pero sí que muchos de sus personajes tendrán antecedentes viviendo bajo un techo periférico o en estado de crisis familiar. Dicho esto, es la primera vez en que estas dos constantes se convierten en el centro de su trama. Otra razón para denominar a The Fabelmans como su película más personal. Ahora, como muchas obras personales, es seguro que resulta ser un tanto decepcionante para los habituales de su cine, aquellos que pasan por alto que estamos tratando con algo muy valioso. Y es que no hay muchas oportunidades en que un creador nos permita ingresar a su mundo más íntimo. Es en esta última película que podemos tener una idea aún más clara sobre Steven Spielberg, cómo se formó, cómo es que nacieron algunas de sus ideas, cómo se enamoró del horizonte dentro del plano y aprendió a corregir el encuadre de su cámara. Esa torpe corrección en la toma final de The Fabelmans delata que esta película es una remembranza a su formación, un tributo a su modo en que percibió la realidad para volcarla a la ficción. Aquí los errores son consentidos, pues estamos tratando con las memorias de un artista en desarrollo.

miércoles, 1 de marzo de 2023

El imperio de la luz

Lo nuevo de Sam Mendes hace una remembranza a la Inglaterra de los 80. El circuito contracultural y los fantasmas sociales de entonces gravitan en este escenario que es testigo de un romance que resulta significativo para el contexto en donde se expresa. Hilary (Olivia Colman), la madura mánager de un cine ubicado al sur de la ciudad, conocerá a Stephen (Michael Ward), un joven afrodescendiente que trabajará a su cargo. El imperio de la luz (2022) es la historia de amor que se va descarrilando hacia lo melodramático, sin embargo, no por ello se encasilla a ese subgénero. Mendes se siente estimulado por equilibrar el escenario romántico con uno nostálgico, aquello que no solo apunta hacia una época, sino que además hace una revaloración al cine y su experiencia en las salas antes de la invasión de las cadenas cinematográficas. No es gratuito que gran parte de la película acontece en las inmediaciones del cine Imperio. Es en este lugar además en donde se establece una relación interracial y con una amplia brecha generacional; algo que solo el cine o la ficción podría ser mediadora tomando en cuenta la efervescencia racista que por entonces se daba a partir de algunos miembros de los skinheads. En resumen, esta película manifiesta cierto perfil idílico, aunque no por ello deja de expresar un lado realista.

El imperio de luz tiene dos rostros: uno jubiloso y otro triste. Por un lado, tenemos esta historia de un amor entrañable, la pasión por el cine y los géneros musicales emergentes. Por otro, el racismo acecha, así como el pesar ante una condición mental consecuencia de un drama personal. Lo curioso es que esas emociones e incomodidades interactúan. Hay un deseo por crear una convivencia entre esos estados opuestos. La nostalgia y la realidad se encuentran en equilibrio. Mendes promueve una historia que posee contrastes y así permanece. El hecho de que existan momentos alentadores no implica que ello reparará o mucho menos borrará esos momentos incómodos. Por ejemplo, en una escena, uno de los personajes secundarios confiesa a Hilary un error de su pasado. Diríamos que tal vez dicho gesto sería la antesala de una reflexión o redención. No es así. En su lugar, ese mismo personaje confiesa que ya ni recuerda por qué o qué lo motivo a cometer ese error, y de hecho parece no importarle reparar ello. Pueda que exista cierto cinismo asimilado en este escenario. Vemos a gente siendo ofendida y nadie hace nada. Vemos a gente mentalmente frágil y el resto la deja en lo suyo. Es una época en que no se ha concientizado esos problemas y se detecta cierta carencia de empatía.
En un momento de la película, en efecto, se puede identificar un acto que equivaldría a una revolución dentro del entorno. El personaje de Hilary parece ser poseída por un impulso de rebeldía contra la tiranía del egoísmo —se me viene a la mente la venganza de Shosanna en Inglourious Basterds (2009)—. El hecho es que ese motín será traducido por la sociedad como un lapsus esquizofrénico. En otras palabras, aquí todo acto “anarquista” propacifista —no olvidemos que los skinheads sí parecen tener bandera blanca en el espacio público— es asumido como una expresión absurda para ese tiempo. Un castigo le aguarda a ese tipo de reaccionarios. Ya más adelante, veremos cómo es que después de la “corrección social” la realidad sigue su normalidad. Tiempo después, nadie parece recordar o haberle importado ese intento de Hilary por transgredir el estado de las cosas en donde se normaliza o consiente la agresión o falta de solidaridad. De una manera muy disimulada, El imperio de la luz manifiesta un rostro politizado. Pienso también en los gustos musicales de aquel entonces. Dependiendo de lo que escuchas, es que perteneces a un bloque social político. Lo gustos del personaje de Stephen me recuerdan a Small Axe (2020), la miniserie de Steve McQueen, en especial el capítulo de Lovers Rock. El escuchar reggae o blues es un distintivo de segregación. Lo mismo podría decirse del ska o el punk. Los gustos musicales por entonces tenían una base política.