miércoles, 30 de agosto de 2023

Beau tiene miedo

A mi punto de vista, Ari Aster realiza otra película de terror, solo que en esta ocasión más compleja y atractiva que sus anteriores. Beau tiene miedo (2023) parece inspirarse de los cuentos clásicos para niños, los difundidos oralmente por el folclore europeo, aquellos que combinan inocencia con elementos grotescos que dan forma a un universo de pesadilla, aunque siempre emitiendo un mensaje que traduce la confusa y a veces oscura naturaleza humana. Beau (Joaquin Phoenix) es un cuarentón que padece de una paranoia crónica. A medida que vamos descubriendo su contexto nos sorprende cómo es que este ser humano sigue vivo en medio de una realidad en la que aparentemente predomina la anarquía; ¿o capaz solo sea en su alrededor? Sucede que gran parte de ese caos cotidiano es alentado por la frágil e insegura personalidad de su protagonista, alguien físicamente enfermizo y también mentalmente, lo que lo obliga a asistir regularmente a terapia. Esta es una película que bien podría describir a una generación en estado de crisis, síntoma de la pérdida colectiva de valores sociales y morales que rigen públicamente y son proliferados por los medios de comunicación. Es decir; una realidad que no da descanso a la ansiedad de esta clase de personas como Beau, quienes además han sido criados por padres o madres autoritarios o sobreprotectores que han terminado por destruir los últimos residuos de seguridad e independencia de su prole.

Es a propósito de este último punto que Beau tiene miedo expresa toda su complejidad. El conflicto de esta película radica de la relación entre la delicadeza de un hijo y el autoritarismo de una madre. Desde el principio de la historia, nos percatamos que Beau no tiene una relación normal con su madre. Lo dicen sus silencios o gestos de represión manifiestos cuando su terapeuta consulta al paciente cómo se siente ahora que está a punto de volver a ver a su madre. Beau tiene miedo a su madre. ¿Por qué? Vamos al argumento. El pacífico y abstraído Beau vive solo en el piso de un edificio ubicado en algún gueto, nido de violencia, obscenidad y pobreza. Está por cumplirse un año del fallecimiento de su padre, hombre a quien nunca conoció. Para ello deberá tomar un vuelo rumbo a la mansión de su madre, una rica y respetada empresaria dueña de un negocio de seguros de vida. Vamos captando la definición irónica del panorama. Entonces Beau se alista para tomar su vuelo, pero percances comienzan a suceder. Esta es la historia de una odisea, la agonía de un héroe que padece culpa de las circunstancias, pero sobre todo a causa de esa personalidad que entorpece su sentido común y su acto de tomar acción por sí mismo. Decía que esta película se inspira de los clásicos cuentos infantiles, muy a pesar, Caperucita o Hansel y Gretel tenían más iniciativa que Beau. Y es que a medida que le pasa algo a este hombre, él no deja de asistir a otros adultos para que lo ayuden a escapar de su desdicha. Obviamente, eso no es conveniente, no en un mundo egoísta y desequilibrado como el suyo.

Aster es muy creativo para crear los percances. El director es implacable con su personaje. Desea instruirlo con severidad. En cierta perspectiva, es una ruta llena de momentos cómicos e hilarantes por los que pasa Beau. Por otro lado, es un trayecto dramático y terrorífico por el que tiene que desplazarse o escapar Beau. Para un hombre de su condición, es, literalmente, como caminar sobre vidrios rotos. Estamos ante una persona que no ha construido una autoridad propia. Él es incapaz de sobrellevar su vida con normalidad. Como adulto, Beau no ha sido capaz de construir su propia identidad. ¿Pero cómo hacerlo si ni está seguro de sus propios antecedentes? Beau va camino a un nuevo aniversario de la muerte de su padre, sin embargo, poco o nada sabe sobre este. No solo no lo conoció, sino que además cree, piensa, está casi seguro, tiene la certeza de que su madre no le ha contado la historia oficial. La historia como materia humanística nos ha enseñado que ninguna nación se ha construido sin la concientización de su pasado. ¿Cómo madurar o formar una personalidad sino sabes sobre tu historia? En tanto, Beau tiene que conformarse con lo que sabe y vivir con miedo. Miedo a preguntar, miedo a saber, miedo a su madre. La vida de Beau se ha erguido sobre las bases de las interrogantes reprimidas por el miedo. He ahí su incapacidad por valerse por sí mismo sea en esa o cualquier realidad. Y es que no solo se trata del escenario, sino del universo mental de Beau. Este, a fin de cuentas, es el caos de su realidad, y no tanto su alrededor.

Pero vamos al gran catalizador de esa fragilidad mental o el abuso de miedo que padece Beau: la figura materna. Beau tiene miedo es una alegoría a un complejo de castración. Lo atractivo de la película de Aster es atenderlo desde una lectura del psicoanálisis. Beau es un castrado. Para Freud, la infancia transita por una etapa en donde los menores tienen miedo a la figura de la autoridad, esta representada por el padre. En tanto, desde sus conceptos inocentes y su curiosidad hacia el descubrimiento de la sexualidad, los menores asumen que quien tiene el falo tiene el poder o autoridad. El complejo de castración es la etapa en donde el infante teme ser eclipsado o acondicionado por la autoridad y esto se debe a que todavía no ha construido su autoestima. En otras palabras, abandonar ese complejo es un necesario y parte de la madurez del infante. En ese sentido, Beau no ha abandonado esa etapa. Él ha sido castrado por la figura autoritaria de su madre, alguien que le ha negado terminar de desarrollar su identidad dado que además de reprimirlo lo priva del historial de su padre, y ya habíamos dicho que si no hay pasado no hay identidad. En complemento, Ari Aster expone más de un argumento o símbolo que pone en evidencia la castración del cuarentón. Ahí está ese adorno fálico que acompaña a Beau, símbolo de la autoridad de la madre, ese amuleto que una mujer del bosque, extensión de su madre, acaricia, se adueña, pero siempre regresa a Beau, incluso se le rompe, pero se reconstruye, porque es su fantasía, es su parte que lo convierte en un sujeto escindido, condenado al juicio público y a la consumación.

miércoles, 16 de agosto de 2023

27 Festival de Lima: Historias de shipibos (Competencia Ficción)

Aunque hay evidencia de argumentos convencionales, a propósito de la migración o la brecha entre el mundo de la ciudad y el mundo rural, la nueva película de Omar Forero genera interés al prestar atención a las percepciones de una comunidad en específica. Historias de shipibos (2023) sigue a manera episódica la vida de un miembro de la población indígena en cuestión. En una primera fase, vemos cómo la infancia del protagonista estará abrigada por las tradiciones más primarias de dicha sociedad. Es a partir de este primer episodio que percibiremos cómo es que el imaginario sembrado en la conciencia del menor trascenderá de manera sutil y natural en la posteridad del personaje. Suceden muchas cosas en el derrotero de esta persona luego de ser expuesto a un mundo fuera de su comunidad, lo que bien podría contradecir dicha idea; sin embargo, Forero opta por las elipsis o apenas insinuarlos. Su intención será representar lo necesario para revelar el triunfo de la trascendencia cultural. El niño y después joven, si bien será persuadido por las rutinas y fantasías de la ciudad, siempre expresará evidencia de una reivindicación para con su identidad originaria, ese retorno voluntario que se refleja a través de un abrazo o un regreso al terruño.

Historias de shipibos, desde una vista general, es un relato sobre el aprendizaje a un mundo ajeno y la (re)valoración al mundo propio. Resulta significativo haya una interacción de primera mano hacia ese exotismo de la ciudad. Forero crea a personajes que son conscientes de que su mundo tiene un límite y, por tanto, dependen de las costumbres económicas y laborales de la ciudad para poder permanecer. En efecto, se percibe una paradoja. ¿Cómo depender de las reglas de un mundo, que de paso depreda tus territorios, para sobrevivir? Es una interrogante que la historia no se plantea. En su lugar, se pone a pensar en la idea de que ese asistencialismo cultural, el de shipibos yendo a la ciudad para abrir sus expectativas de desarrollo, no suprime lo aprendido, adoptado o lo innato. Dicho esto, en ocasiones las tradiciones shipibas trascienden a causa de un factor casi místico. Ahí están las secuencias mágico-religiosas, aquellas que solo podrían ser comprendidas o soñadas únicamente por sus propios miembros, así como ese oficio adoptado por el personaje de esta historia, que será una educación propiamente del exterior, pero que curiosamente se usa o explota para beneficio y defensa de los intereses de los shipibos. Ese es un punto esencial de Historias de shipibos. Si bien tenemos a un miembro apartado de su mundo originario, este se las ha ingeniado para no perder la conexión con su identidad natural.

27 Festival de Lima: El caso Padilla (Competencia Documental)

Resulta una ventaja no tener un conocimiento previo del “caso Padilla”. El depender únicamente de la información —sin contar la cultura general que se tiene del contexto político cubano— y el orden argumental que provee su director Pavel Giroud te evoca para la mitad del documental a lo que sería un giro inesperado, algo que no tendría misma definición si se sabe de los antecedentes ideológicos del poeta en cuestión. El caso Padilla (2022) se centra en el debate intelectual que provocó la liberación del poeta cubano Heberto Padilla allá por el año 1971. Giroud “desentierra” lo que sería una grabación audiovisual recientemente hecha pública, esta conservada por Seguridad del Estado, lo que sería el órgano de inteligencia y contrainteligencia de la Cuba revolucionaria, o, en otras palabras, los encargados de vigilar y censurar cualquier acto contrarrevolucionario. Liberado de la cárcel de Seguridad del Estado, el gremio de escritores cubanos, respaldado por el Estado, convocó a una conferencia en donde el poeta Padilla haría sus descargos a propósito de su encierro y posterior liberación. En principio, estamos ante el rescate de la memoria fílmica. Ver ese archivo liberado deja en evidencia la importancia de toda conservación fílmica por ser una fuente histórica, en este caso, valiosísima por ser testimonio de las políticas represivas y persuasivas que ejecutaba el estado liderado por Fidel Castro.

Esto, ciertamente, también sugiere qué tan exigente fue el estado cubano cuando se trataba de conservar este tipo de documentación. Luego de que pueda verse íntegramente este documental, quedará claro a qué se debía ese compromiso. Entonces El caso Padilla es la reproducción de ese archivo, al cual Giroud provocará constantes pausas con el fin de contextualizar, cada que sea necesario, ciertos argumentos expresados por el poeta Padilla. Para ello, se vale de otras grabaciones de archivo, esta vez que vienen de ahí o allá, de Latinoamérica o Europa, en su mayoría, entrevistas a célebres intelectuales, quienes, en su momento, se vieron implicados al caso o que, simplemente, nos refieren a la coyuntura política de Cuba o el mundo. Es decir, se robustece el valor de la memoria fílmica. Gran parte de este documental es producto de una recopilación audiovisual de lo registrado varias décadas atrás. En un sentido amplio, Giroud no solo revive “el caso Padilla”, sino que además hace un panorama al pasado de Cuba durante su primera década luego de la Revolución. Es también una mirada a la intelectualidad de aquel entonces. Es emocionante ver muchos rostros familiares dentro del público de los convocados a esa presentación. Ahí están Roberto Fernández Retamar, Reinaldo Arenas, se menciona a Nicolás Guillén, Guillermo Cabrera Infante, exteriormente, a Gabriel García Márquez, Mario Vargas Llosa. Toda una coalición de escritores que estimularía a cualquier lector.
Pero todos esos personajes mencionados o fuentes proyectadas desembocan a un mismo escenario: el debate político. El caso Padilla es el retrato de una Cuba paradójica, una sublevación que había liberado a toda una nación del yugo yanqui para comenzar a manifestar actitudes, acciones y luego normativas que atentaban contra el derecho de la libertad de expresión. O sea, se estaba consolidando un nuevo yugo. Cuba para los 70 se había convertido en un territorio dividido entre revolucionarios y contrarrevolucionarios, o, a perspectiva del Estado, entre los cubanos y los traidores, respectivamente. Es la sinopsis de casi toda la filmografía cubana de la década del 70 hasta no hace mucho. La conferencia de Heberto Padilla se presenta en tanto para el espectador como esa zona que bien podría ser la trinchera de la resistencia ante los actos antidemocráticos de la Cuba revolucionaria, la que se independizó de la economía estadounidense para ser dependiente de la economía soviética, lo que generó la coalición política entre el socialismo y el comunismo, a pesar de que a principio de la revolución hubo resistencia ante esa política. Y es que había sido liberado uno de los paladines de la contrarrevolución, ganador de premios por obras en donde no había temido transcribir las contradicciones de su Cuba. Pero, hay un gran “pero”. El caso Padilla se convierte en uno de los tantos testimonios de una intelectualidad impredecible, contradictoria, balbuceante. Es la expresión del miedo a la censura.

martes, 15 de agosto de 2023

27 Festival de Lima: Los colonos (Competencia Ficción)

A diferencia de la película también chilena Blanco en blanco (2019), de Theo Court, la ópera prima de Felipe Gálvez Haberle decide introducir una mirada mestiza en medio de una multitud de colonizadores. Ambas películas se contextualizan a fines del siglo XIX. La zona de la Tierra del Fuego ha sido ocupada y sus invasores se encargarán de emprender una de las empresas más infames en la historia de Chile: el genocidio a los indígenas asentados en el área. Los colonos (2023) narra la historia de una travesía. Un ex soldado británico, un mercenario estadounidense y un chileno mestizo iniciarán una expedición a pedido de un gran latifundista, quien solicita ningún “extraño” ocupe el basto territorio que el Estado le ha consentido. Por un lado, tenemos una suerte de road movie. Tres personajes con identidades y personalidades distintas y beligerantes se acompañan a fuerza. Este es un recorrido tan incómodo y rígido como el escenario por donde transitan. Tanto los implicados como su fondo expresan hostilidad. Mediante lo mencionado, queda clara también su referencia al cine western. Esta diligencia nos remonta a tantas de las historias narradas durante la época dorada de Hollywood. Hay mucho de explotación viril en la película de Gálvez. Básicamente, varios de los enfrentamientos que hay entre los mencionados, así como entre los que se vayan encontrando, se reduce a quién tiene el poder fálico.

Eso nos lleva a otra capa de Los colonos. Este es un relato que intenta condensar la lucha de egos o masculinidades que afloró en una época de apropiación de tierras y, de paso, el de personas. El que tres individuos de identidades distintas se reúnan implica una pugna que empieza por cuál linaje es el mejor. A eso se suma el poder de los roles o dominación. Durante todo el trayecto, cada persona deja en claro cuál es el rol que está cumpliendo dentro de la empresa o quién domina a quién, siendo el mestizo la última escala, al menos mientras no exista presencia de un indígena. En otras palabras, estamos viendo una escala social andante, en donde el latifundista, dentro de ese itinerario, es el invisible y omnipotente. El inglés y el estadounidense podrán reñir por quién es el jefe, sin embargo, no son más que otra parte esclavizada dentro del triángulo social. Ellos son también propiedad de alguien. Ahora, hay un efecto ante esa necesidad o demencia por querer dominar al otro. Y aquí es donde encuentro una personalidad compartida con Blanco en blanco. Ambas películas retratan este escenario colonialista con una definición perturbadora. Estamos ante una sociedad obscena. En los dos filmes, el espectador es testigo de un panorama carnavalesco, hostigado de vicios y excesos. Son tiempos en que la moral ha sido embargada.
Claro que en medio de este goce por el libre albedrío —uno muy alejado de la idea romántica—, como todo goce, vemos la generación de un displacer. Será tiempo de bonanza para los colonos, muy a pesar, es también tiempo de sometimiento general. Es curioso cómo los que creen haber alcanzando el tope del poder máximo, chocan después con un nivel por encima de ellos. Es decir, luego de subyugar a sus subordinados, ellos pasarán a ser humillados por otros con un rango superior. Obviamente, aquí la idea de “rango” es una fantasía fabricada por los mismos colonos, quienes las obtenían a precio de lambisconería y obscenidad. Como ya había mencionado, Los colonos es una idea nacida de un hecho histórico infame y visto desde una perspectiva infame. Es la desmitificación de esa falsa idea de personas poderosas, quienes creían ser dueños de propiedades o personas y que aumentaban sus puntos de virilidad en razón a la expansión de territorios o el aniquilamiento de personas, cuando más bien personificaban un bloque más dentro de una escala de sujetos dominados. Ahí está la segunda parte de Los colonos, o lo que sería el epílogo de la historia, el de la fabricación de una nación reconciliada. Ese momento en que se asoma una extremidad de ese gran omnipotente, aquel que está por encima del latifundista. Es la caída del Dios y la revelación de uno nuevo que trae un nuevo evangelio o fantasía, a fin de cuentas, una realidad igual de impostada. A propósito, la fotografía de retrato, tanto en Los colonos como en Blanco en blanco, adquiere un carácter colonizador, falso y, por tanto, obsceno.

lunes, 14 de agosto de 2023

27 Festival de Lima: Eureka (Competencia Ficción)

Es a raíz de la última película de Lisandro Alonso que me doy cuenta de la relación existente entre su cine y el de Chloé Zhao, directora que a partir de su ópera prima Songs My Brothers Taught Me (2015) comenzó a nutrir un universo que atiende a protagonistas solitarios, una característica que tiene mucho que ver con un linaje postrado o agónico. Sus personajes son una suerte de nómadas porque parecen no tener o reconocer un lugar propio, son fantasmas porque son invisibles ante el común, ellos son los expuestos a desaparecer dentro de un mundo que se desplaza a un ritmo muy distinto y distante al suyo. Prácticamente sería un resumen del primer Alonso. Ahí están películas como La libertad (2001), Los muertos (2004), Fantasma (2006) y Liverpool (2008). Las personalidades de los protagonistas de dichas historias atienden de igual manera a un entorno lleno de misantropía y melancolía. Son además personas presas de un ánimo letárgico, lo que el director argentino representa mediante la reincidencia de sus tiempos muertos o instantes en los que aparentemente no parece suceder nada. De ahí por qué Eureka (2023) resulta ser un retorno a su cine más primario, al menos en gran parte. Sucede que complementariamente es una película igual de compleja y enigmática como lo fue Jauja (2014). Es decir, Eureka es un concentrado de argumentos muy propios del cine contemporáneo.

En su nueva película, Alonso crea un relato episódico, algo que ya se había ensayado en Jauja, a propósito de la secuencia final en donde surge un “quiebre” temporal y espacial. Y pongo entre comillas quiebre dado que Alonso parece insinuar que el tiempo —el pasado, presente o futuro— es solo una ilusión. “Es ficción, un invento humano”; lo define un anciano en un momento de su reciente película. Tomando en cuenta esa definición, resultan lógicas las transiciones espacio temporales que se fabrica en Eureka. Eso incluye el tránsito enigmático de la mencionada secuencia en Jauja. De pronto, los tiempos se confunden al compartir —o repetir— artilugios o conflictos. Es algo más complejo que el concepto de la trascendencia. Volviendo a la idea, decía entonces que Eureka es estructuralmente episódica, pero sus transiciones entre uno y otro episodio no solo implica un cambio espacio temporal, sino también una de ellas define un cambio en su naturaleza ficcional. Esta surge en el puente entre el primer y el segundo episodio. Repentinamente, queda al descubierto una frontera ficticia. Ahora, me atrae también leer ese primer episodio no como tal, sino como un prólogo. Así como en Jauja hay un prólogo, el de la Jauja histórica y mítica descrita como un paraíso perdido, el prólogo de Eureka por igual citará un escenario y tiempo histórico y mítico. En este vemos una representación extraña del western. Nos referimos a un género que si bien debería de aludir a la época dorada de Hollywood, grandes hazañas de los cowboys y la efervescencia de su masculinidad, vemos en su lugar una desmitificación de esas características.
Ya con ello, Alonso crea una pauta. O sea, lo que se verá a continuación serán historias o episodios de un mundo desencantado, lánguido, decadente, sombrío, enfermizo, vicioso, autodestructivo. Y eso porque al principio nos muestra un escenario western sucio, una especie de Jauja en donde lo paradisiaco es solo un mito o invento humano. Por tanto, tiene sentido que los siguientes episodios traten también de mundos que aluden a paraísos perdidos. Esas historias tienen mucho de mito o falsedad. Son relatos en donde parece aludirse a comunidades sobrevivientes, poseedores de un aire optimista y triunfal al simular una rehabilitación social o un retiro espiritual o sanador para el alma. Muy a pesar, son panoramas artificiales. En realidad, todo es decadente. De ahí qué tan significativo resultan los trabajos de fotografía de los directores Timo Salminen y Mauro Herce, quienes, ciertamente, tienen mucho en común. La fuerza de sus contrastes alienta la angustia de los protagonistas, esos fantasmas que fingen estar vivos cuando no lo están. Luego se harán responsables de sus respectivas realidades en donde ya no reconocen a los suyos y sus respectivos territorios. Se sienten solitarios al percibirse como nómadas dentro de su misma tierra. Nuevamente, ahí están las películas de Zhao. En The Rider (2017), un hábil del rodeo ve cómo se cierra ante sus ojos esa temporada de glorias; en Nomadland (2020), una mujer “huérfana” comienza a hacer un reconocimiento social y testimonial de otros similares a ella que han generado un desapego respecto a los rituales de la modernidad. Eso sucede en Eureka. Lo cierto es que, a diferencia de las películas de Chloé Zhao, Lisandro Alonso esta vez otorga a sus personajes un escape, un momento de júbilo o expiación, lo que logrará salvarlos de ese sufrimiento que se suponía eterno. Es un estado eureka.

27 Festival de Lima: Tengo sueños eléctricos (Competencia Ficción)

No solo es un retrato descompuesto de la relación entre un padre y su hija. La ópera prima de Valentina Maurel engloba todo un ambiente defectuoso en el cual se propone a desarrollar un coming of age a partir de las vivencias y percepciones de Eva (Daniela Marín Navarro). El mundo de esta adolescente se define de una manera precaria, soez y precozmente incidentada. Lo alarmante es que en cierta manera tanto ella y los suyos parecen acomodarse dentro de ese caos. Desde la primera secuencia de Tengo sueños eléctricos (2022), vemos signos de explosión emocional. La familia de Eva no es buena conteniendo su rabia, frustración o miedos. Si tienen que gritar, golpear o mear, simplemente lo hacen, y, en respuesta, no hay una corrección a esto. Son insignificantes las señas de adiestramiento emocional, físico o biológico. Vemos en tanto la renovación de un ciclo negligente que parte de las figuras paternas, quienes ceden al sentimiento de fracaso o a la depresión. Martín (Reinaldo Amien), padre de Eva, se convierte en el modelo por excelencia de esa imprudencia. Su hija mayor es muy apegada a él, lo que bien podría exponerla a una educación carente de un sentido común y autodestructiva. He ahí el conflicto de la película de Maurel. Ya se han visto filmes sobre mujeres adolescentes descubriendo por sí solas el mundo y aprendiendo a partir de las equivocaciones, caso The Diary of a Teenage Girl (2015) y Lady Bird (2017), muy a pesar, estas no dejan de romantizar ciertas situaciones.

Tengo sueños eléctricos está trasmitido por una mirada más realista. Esto, obviamente, no tiene que ver con que las anteriormente mencionadas sean comedias y esta un drama, sino porque está alimentada por un estado de perversión. Esta película no llega a la provocación o pesimismo del cine de Larry Clark, aunque sirve como un referente tratándose de un caso que reta y angustia al espectador. Se plantea en tanto una sensación extraña ver a personas haciéndose daño mutuamente o a sí mismas. Eva y compañía se convierten en seres exóticos, una suerte de criaturas que obedecen más al instinto. Pero lo importante es que Maurel no los descuida al punto de crear una película que explota la mala educación. No hay chabacanería o pornomiseria. De ahí por qué no llega al nivel de Clark. Y esto se debe a que fabrica además una representación “especial” sobre el amor familiar, especialmente el de padre e hija. Es a propósito de ese exotismo involuntario que se genera también un amor no convencional. Tengo sueños eléctricos goza de momentos entrañables. En medio del caos, padre e hija se acompañan y gestan momentos de alegría y paz. Esto bien podría resultar inconcebible tomando en cuenta los antecedentes, pero es así. A pesar de la confusión personal y el declive emocional, se puede divisar instantes de júbilo y ternura. Un barco se puede estar hundiendo, pero los violinistas pueden seguir tocando. Pasa en Titanic (1997) y también en la película de Valentina Maurel. Atención a lo que la directora realice a posteridad.

27 Festival de Lima: Retratos fantasmas (Competencia Documental)

El cine en sí es una paradoja. Por ejemplo, si ves una película de la década del 40, este es un registro de personas vivas hoy muertas. Es además la proyección de algo del pasado que se convierte en el presente del espectador, dado que este lo hace propiedad suya producto del efecto de la verosimilitud o el sentirse comprometido a los sentimientos y acciones de los personajes, y porque algo de esa realidad enmarcada le recuerda a la suya por muy ficticia o fantástica que sea. De ahí por qué “las historias de ficción son los mejores documentales”, una frase que se escucha entre uno de los metrajes encontrados de Kleber Mendonça Filho. El cine es mentira, sin embargo, contiene mucho de verdad al ser un producto inspirado de la realidad. Retratos fantasmas (2023) es un documental que reflexiona en torno a esa idea. La filmografía del director brasileño siempre se ha remitido a la memoria y cómo el cine y otros soportes, desde los fotográficos hasta los arquitectónicos, son fuente de ese saber. En tanto, su mirada de cineasta se convierte en una mirada arqueológica, el reconocimiento de cimientos que preservan al pasado. Es por eso que al hablar o recordar las antiguas salas de cine en Recife, Mendonça apenas recurre al sitio físicamente y en su mayoría asiste a los registros filmográficos personales que hizo o hicieron otros. La historia descansa o se documenta en el cine, incluyendo en el cine de ficción.

Esto lo lleva también a revisar su propia filmografía ficticia. Aquarius (2016) es una película en donde su protagonista dialoga con sus recuerdos a partir de lo orgánico —a propósito de una cicatriz— y lo inorgánico, sean fotos, discos o el predio al que se resiste a abandonar. La historia de una mujer luchando contra la intimidación de una constructora es el miedo que tal vez haya sentido o teme sentir algún día el autor, una persona encariñada con el barrio en donde creció y todavía se refugia. Este es un espacio que ha mutado con el tiempo, idea que se expresa en O som ao redor (2012), no solo porque el hogar del director es “personaje” de su película, sino además por la insistencia de Mendonça por capturar las fronteras que se inauguraron con el boom urbanístico. La intimidad paranoica como estética de las nuevas viviendas. Vemos familias que viven en pisos que tienen rejas, perros guardianes, cámaras de seguridad y vigilantes, pues miedo tienen de que sus arquitecturas, mausoleo de sus recuerdos, sean ultrajados. Mendonça sacraliza toda edificación al ser la resistencia de un linaje. Los propietarios y peregrinos tal vez ya no estén, pero ahí están en pie esos edificios que dan credibilidad de su existencia. Son lugares sagrados. Un día iglesias, luego salas de cine, después nuevamente iglesias. Es como si el destino de todo edificio fuera ser lugar de culto.
Así como ese apunte curioso, Retratos fantasmas publica otros datos similares fruto del hurgamiento en su memoria y en la de otros. Es el caso de la presencia de la UFA nazi en Brasil o un héroe rematando viejos carteles de Hollywood. Mendonça, fiel a su estilo, expresa el humor involuntario y con un tono de ironía. Es además una película muy intimista y de toque nostálgico, algo que se percibe también en Aquarius. Se podría decir que este documental nos acerca aún más a los impulsos del director por contar las historias que hoy conocemos. Al final podemos entender que sus ficciones son fruto de una documentación de su vida. Al igual que muchos autores contemporáneos, Kleber Mendonça Filho es reflexivo cuando se trata de los límites de la realidad y la ficción. Es por esa razón que su documental ya para el final transita al terreno de la ficción —o capaz siempre lo fue—, en donde de paso hace una recapitulación de sus pensamientos sobre cómo la ficción convierte en fantasmas a todo lo que registra. Frente a la cámara, un hombre común de pronto se convierte en un ser extraordinario o fantástico, además de quedar inmortalizado en el propio registro.

jueves, 10 de agosto de 2023

27 Festival de Lima: Yana-Wara (Competencia Ficción)

Un anciano está a punto de enfrentar a un juicio público. Él ha matado a su nieta. Es así como inicia Yana-Wara (2023), un relato que en gran parte es fruto de una reminiscencia, los recuerdos o descargos de un hombre caído en desgracia que narrará la historia de las desdichas que recayeron en su difunta nieta. He ahí una tragedia griega. Está la estructura; una historia que inicia con el final, solo que en lugar de un coro vaticinador es la voz del propio desgraciado quien hará remembranza de manera cronológica de una línea de infortunios. Están las convenciones argumentales; a propósito de una relación filial en donde las desgracias son heredadas, en tanto, el sobreviviente se convierte en un alma en pena, confinado por su propio linaje y destinado a cargar una memoria pesarosa hasta que una muerte natural lo alcance. La tragedia de Edipo no está lejos a la tragedia que está viviendo don Evaristo (Cecilio Quispe), un habitante de las alturas de los Andes peruanos, quien asesinó a alguien de su propia sangre no antes de que la víctima sufriera un calvario fruto del destino. Yana-Wara es prueba de que las culturas, por muy diversas o extrañas que sean entre sí, expresan una universalidad, un punto de encuentro que las vincula y las pone a dialogar entre sí. Y es que resulta muy estimulante cómo es que una película que descubre mucho del imaginario andino tenga una coherencia similar a los relatos primigenios de la cultura occidental.

A diferencia de Antígona, Yana-Wara (Luz Diana Mamami) parece haber sido maldita por capricho del destino y no por el error de sus antecesores. Muy a pesar, su derrotero no es menos trágico que el de los personajes míticos o históricos del lejano territorio europeo. Ahora, la película dirigida parcialmente por Óscar Catacora y completada por Tito Catacora mezclan pesares propios del mundo andino como los correspondientes a una realidad universal. Este detalle es importantísimo. Las tragedias griegas y de igual forma todos los mitos y leyendas son discursos que de alguna manera fueron difundidos con el fin de comprender mejor la naturaleza humana y su realidad. Dicho esto, los conflictos que veremos en Yana-Wara si bien es una combinación de efectos ficticios como reales el resultado siempre será una representación de los miedos sociales por muy ficción o realismo-mágico que se exprese. Por ejemplo, el castigo de Yana-Wara será el acoso, el cual es compartido por un hombre y una entidad. Esta es la película sobre un abuso sexual y sobre una posesión espiritual. En cierto sentido, los agresores, así como sus ejecuciones, no están lejos uno del otro, a pesar de pertenecer a naturalezas distintas. Ambos apelan por una tenencia, sea física o espiritual, siendo la víctima alguien predestinada a sufrir, ya sea porque la sociedad concientiza esos actos o el mundo andino hace trascender esas creencias. Yana-Wara, en medio de esas convenciones, parece estar entre la espada y la pared, y nada ni nadie podrá hacer algo para frenar o hacer retroceder su calvario. En conclusión, sufre de manos de un acto real o universal y también de un acto ficticio o propio del imaginario andino.

En extensión, a este punto, podríamos insinuar que Yana-Wara es una película que se inspira en las desventajas de ser mujer en este tipo de comunidades cerradas y que orientan sus leyes en base a sus pensamientos. Por el lado de la violencia sexual está claro. Caso ese otro flagelo que castiga a Yana-Wara y tiene que ver con el acecho de un espíritu maligno; muchas tragedias griegas cuentan sobre dioses transfigurándose en animales con el fin de poseer a las mujeres vírgenes, algo que también se emula en este ente aimara que se apodera de la protagonista, situación que evoca la oralidad andina, donde se cuentan historias de mujeres poseídas y no tanto de hombres. Asimismo, desde una vista general, esta lectura de la violencia de género alcanza la coyuntura nacional peruana y de otros tantos países. Eso es lo que no deja de cautivarme de la producción de los Catacora: cómo es que su película adaptada a un escenario tan cerrado deja en evidencia que puede adaptarse a otras comunidades que, en teoría, presumen ser más civilizadas. Caso Lima, no se precisa de entidades multiformes para hallar la multitud de casos similares al de Yana-Wara. Esta película tiene mucho de su propiedad, pero no deja de referir al exterior. A propósito de la propiedad, pienso en ese demonio de los Andes emitiendo el barrullo de todo un bestiario, tal y cual lo describen los mitos y leyendas andinas, aunque, ya lo había mencionado, nos recuerda también a Zeus convirtiéndose en cisne o en un hermoso becerro. Pero no solo hay referencias mitológicas en esta película.

Yana-Wara hace un citado a la película de culto Onibaba (1964), de Kaneto Shindo. Ahí está la secuencia de un ser del que solo se le ve el rostro en medio de la penumbra. Es una representación entre espectral y mística. Una aparición que es imposible humanizarla por su naturaleza sobrehumana. Es ante todo la expresión de una idea, como dejando a la imaginación esa gran parte desconocida y que hace estremecer a cualquier terrenal fruto de la incomprensión. Ya en Wiñaypacha (2017), Óscar Catacora había confesado su fascinación por el cine asiático mediante su referencia a Yasujiro Ozu y representado en su película adoptando un plano cercano al piso, la rutina ceremonial de sus protagonistas y la sensibilidad hacia el drama filial. En esta nueva película, ahora piensa en otro asiático para fabricar elementos fantásticos e inquietantes. Yana-Wara es una película que además de turbar, ello producto del sufrimiento excesivo que recae en la protagonista, es provocadora desde la expresividad que sugiere el imaginario andino. Hay una escena muy perturbadora de la película, pero que, sin embargo, está a la línea del comportamiento o reacción de la comunidad. Vemos entrañas, cuerpos inertes manipulados. Es un cuadro bárbaro —y equívoco— si se intenta comprenderlo desde afuera de la comunidad. Algo de eso ya se había visto en Wiñaypacha, solo que en Yana-Wara es más gráfico. Lo entiendo como un zoom etnográfico. Entiendo también fue una iniciativa de Tito Catacora, quien expandió el pensamiento de su sobrino hoy desaparecido, quien a su vez creó una nueva historia del mundo andino trágico, decadente y que fuerza al exilio a sus sobrevivientes.

27 Festival de Lima: La barbarie (Competencia Ficción)

La dicotomía de civilización versus barbarie se me viene a la mente. La hostilidad que va percibiendo el joven protagonista dentro de un rancho argentino a causa de su condición de citadino y forastero me hace pensar que su presencia genera una reacción sociocultural. Lo cierto es que La barbarie (2023) termina desmitificando esa dicotomía que floreció en la literatura latinoamericana del decimonónico, a propósito de que muchos intelectuales concientizaron la existencia de una brecha social y política que partió a muchas naciones en dos luego de alcanzar la independencia. Era un efecto del intervencionismo extranjero, el no planeamiento de una identidad propia por parte de los gobernantes a cargo y la todavía vigente desigualdad de derechos entre ricos y pobres. Se podría decir que eran dos sociedades distintas y distantes incapaces de dialogar entre sí, situación que parece emularse cada que Nacho (Ignacio Quesada), hijo del dueño de la estancia ganadera, intenta hablar o hasta conciliar con uno de los muchachos que es empleado de su padre. Son momentos tensos consecuencia de la reacción hosca y a veces violenta del joven criado entre reses y la fuerza bruta, actitud que define un antagonismo o discordia, a pesar de que del otro lado solo se percibe un intento de socializar o consenso.

Es debido a la repetición de esa situación que se van encendiendo prejuicios que invocan a percepciones raciales, culturales y socioeconómicas. Es decir, hay una regresión o alusión a los conflictos latinoamericanos del siglo XIX. Claro que eso se pone en duda a medida que vamos conociendo más sobre ese otro personaje principal. Marcos (Marcelo Subiotto), el terrateniente de la finca, hombre que también se confunde en ese escenario salvaje, solo que no de una manera rudimentaria. Su salvajismo es más bien prolijo o sabe encubrirlo. Es así como lo irá percibiendo Nacho, el extraño del lugar, quien es una presencia que contempla ese alrededor con un conocimiento virginal, siempre con curiosidad, aunque sin intromisión. Su mirada es contemplativa, nunca entrometida, al menos hasta cierto punto. Es como si sus modales de la urbanidad se preservaran entre el herbaje y los animales criados para ser aniquilados por la mano del hombre. Es un encuentro de dos mundos en donde el ajeno intenta integrarse, pero el mundo rural lo repele hasta cierto punto producto de su ingenuidad. Es esencial reconocer ese carácter en Nacho. Será pues esa personalidad la que no solo alentará el ambiente pesado que ejerce dicho territorio, sino que además lo cegará de ciertas evidencias que bien podrían ayudarlo a comprender con anticipación el escenario en cuestión.
La barbarie es estimulante a causa de que va reprimiendo un secreto que a su momento creará un daño de gran proporción. Luego de que Nacho revele ese hecho en reserva es que liberará la bestia. El director Andrew Sala mezcla el western con el thriller, pero además se apropia de los complejos sociales para ir creando una olla a presión e ir derribando las fantasías fabricadas por el cine de género. En principio promueve un coming of age, la tentativa de un romance que surge con una de las empleadas, además de la compostura de una relación de padre e hijo. Luego todo eso se desromantiza. Es entonces cuando el extranjero se desencanta del espacio, lugar al que había decidido refugiarse por una razón que nunca tenemos en claro —ese es otro detalle atractivo de esta película—. Nacho es el “civilizado” que había decidido huir de la ciudad con intención de encontrarse con esa promesa utópica del mundo rural, espacio supuestamente apacible, pero que es más bien violento y degenerado. Eso no solo forjará un estado de decepción en el muchacho, sino que además revelará su verdadera identidad a partir de su rabia, su musculatura apañada por sus trajes holgados, aquellos que ocultan las magulladuras propias de una bestia que se niega a ser domada, sea en el terreno ajeno o el de la ciudad. Para su pesar, el mundo de ahí o allá es el igual de bárbaro.

miércoles, 9 de agosto de 2023

27 Festival de Lima: Los delincuentes (Competencia Ficción)

La última película de Rodrigo Moreno me hace pensar en el cine de Mariano Llinás. A pesar de que se trata de una única historia, la estructura narrativa de Los delincuentes (2023) se inclina por una definición episódica y además no tiene problema en desviarse de su gran conflicto: un robo. Claro que Moreno no se dispone en crear un relato intrincado, plagado de no resoluciones e interrogantes que sacan a flote el lado detectivesco de sus personajes. De ahí por qué su película solo me hace pensar en Llinás y no como referente o influencia directa, sino porque es un director con quien Moreno comparte ciertos detalles desde su modesta historia de personas jugándose un hoy por un futuro apacible. A propósito, podría decirse también que no son por esas coincidencias que resulta atractiva dicha película, sino por la misma modestia y apacibilidad que suscita el relato. Los delincuentes apoya la motivación de sus protagonistas en su fe por abrazar en una proximidad esas palabras claves que en algún momento se percibirán en el escenario antípoda al que luego huirán. Y es que la vida como empleados de un banco o como ciudadanos comunes de la capital resulta agotante, al menos a boca de Morán (Daniel Elías), el artífice de un robo que no es para nada perfecto. De hecho, su defecto será clave para que pueda montarse la trampa y de paso el espectador pueda tener una aproximación de qué tan urgente es escapar de esa cárcel laboral o ciudadana.

La película de Moreno indirectamente realiza una historia que se inspira de la antítesis entre la ciudad campo. Hasta cierto punto del argumento, Morán y Román (Esteban Bigliardi) no solo serán cómplices de un robo, sino que además serán acólitos de una vida apacible que percibirán en una locación rural alejada de Buenos Aires. Ese será el espacio que se convertirá en su verdadero banco monetario, pero sobre todo banco de experiencias y recuerdos que servirán de impulso para poder sobrellevar su vida carcelaria sea desde la oficina de trabajo o desde la penitenciaría, según corresponda. Es importante poder reconocer que desde el principio de la película cuando Morán parecía llevar su vida con normalidad este se percibía en un estado de postración. Asimismo, el tópico de ciudad vs. campo nos evoca, por un lado, una concientización de las adversidades del mundo capitalista y, por otro lado, las bondades incipientes que reaviva el escenario natural. No en vano es en Buenos Aires cuando percibimos el nerviosismo, fracaso o derrotas, sean laborales o amorosas, de los protagonistas; mientras que en un sitio de provincia son apaciguados por un estado de libre albedrío, el de comer con extraños, ilusionarse con una vida hippie, conversar cosas poco trascendentales, pero que detienen el tiempo y acarician la idea de libertad, el de no presión. Es entre la hierba, los caballos y el aire fresco que se activa la fantasía del beatus ille —la vida apacible—. Los delincuentes es la historia de personas saliendo de una cárcel existencial.

27 Festival de Lima: Crowra (Competencia Ficción)

Luego de su Chuva é Cantoriana Aldeia dos Mortos (2018), los directores Joao Salaviza y Renée Nader Messora retornan a la comunidad indígena de los kraho. Crowra a.k.a. A Flor do Buriti (2023) podría asumirse como una secuela de su anterior película, a propósito de que parece ampliarse unos conflictos, y además de repasarse otros, ya expresados en la primera historia en donde un joven miembro de la comunidad comienza a debatirse entre optar por una vida asumiendo las costumbres de la ciudad u obedecer a las costumbres propias de su comunidad. Crowra de alguna forma pone en evidencia algo que bien podría haberse predicho en Chuva é Cantoria: los rituales de la ciudad son muy persuasivos y, por tanto, complicado no acogerlos. La película inicia con una sociedad kraho que ha adoptado mucho de la ciudad, y no solo se trata de la vestimenta, sino también del idioma, artículos, gustos e incluso los problemas. Las dificultades de los kraho están alineados a los avatares del capitalismo. Ahora, lo cierto también es que eso no ha postergado la identidad cultural de la población indígena en cuestión. Si se crea una dialéctica frente a Chuva é Cantoria, se podría decir que en Crowra ya no existe esa incertidumbre ante una alienación o resistencia respecto a las costumbres del mundo de la ciudad. Podríamos decir que se expone una adopción cultural medianamente voluntaria. La sobrevivencia de esta comunidad, consecuencia de la limitación de recursos, precisa de la ciudad. En tanto, asimilar las costumbres ajenas es inevitable.

Muy a pesar, se manifiesta una perennidad de la propiedad cultural. Si algo de algo los directores nos habían convencido en su Chuva é Cantoria es que el imaginario de los kraho está muy internalizado. De ahí por qué mucha de esa preservación se estimula en un plano entre inconsciente, espiritual o extracorporal. Nuevamente, en Crowra vemos a algunos de los miembros kraho empoderando su imaginario mediante los sueños, estos malinterpretados a veces como una enfermedad, similar definición que se le otorga al “mal” que padece el protagonista de A Febre (2019), otra película en donde también vemos a un indígena siendo “llamado” por sus vínculos tradicionales, los cuales se expresan mediante vaticinios o alucinaciones místicas. En las películas mencionadas, esa enfermedad no es mas que un acto inconsciente de devolver al miembro a su lugar de origen o una revelación que definirá la identidad cultural del miembro aún inmaduro de la comunidad. Ahí está el personaje de una niña en Crowra, quien pertenece a una generación criada en gran medida bajo las costumbres de la ciudad, pero que la dialéctica de lo intangible se las arregla para corregirla o adiestrarla. A eso se suma esa otra intervención fundamental para preservar las costumbres originarias: la memoria. Joao Salaviza y Renée Nader Messora retoman lo ya reflexionado en su anterior película, pero además fuerzan cierta demanda de conciencia social lo que parece partir la película en dos.