sábado, 23 de febrero de 2019

Jamás llegarán a viejos

Valioso documental realizado por Peter Jackson. No solo por la trascendencia de la fuente histórica como tal, el metraje encontrado y los audios que exhiben y describen momentos y escenarios durante la Primera Guerra Mundial, sino también por la preservación del mismo. They shall not grow old (2018) curiosamente no es del todo ajeno al trabajo que anteriormente haya realizado el director neozelandés. A través de la restauración y colorización del material es que Jackson le otorga espectacularidad a lo “obsoleto”. Ese es un rasgo distintivo ya explotado en su cine. Basta observar a King Kong (2005) como un filme de “restauración” en donde la ficción exótica y anticuada de simios e insectos gigantes revive y se revitaliza bajo el método de las nuevas tecnologías. Jackson, así como Scorsese con su Hugo (2011) o casi todo el cine de James Cameron, es un director que asume como cómplices las nuevas técnicas que el cine ha concebido a fin de liberar nuevas expresiones o estéticas.
Ahora, puede revelarse un dilema en esto. ¿En dónde termina la propuesta artística consecuente e inicia la banalización de la imagen? Pienso en personas dirigiéndose con fotografías de sus bisabuelos para que sean colorizadas, no en un acto de preservar, sino como algo lúdico, rutina o para matar aburrimiento, casi como aplicar uso de un filtro en Instagram. ¿Pasa esto en el documental? No lo creo, o tal vez no quiero pensar lo suficiente al respecto. En su lugar, comienzo a asumirlo como un deseo de exploración de la imagen, un experimento que da pauta de cómo el cine es trasformador, “ficcionalizador” de lo real. Es el poder del cine de recrear hasta el material más verídico, por así decirlo. Hacerlo suyo y crear un segundo registro cercano aunque distinto del original, sin necesidad de ultrajarlo, sino de revitalizar los principios. Es como King Kong.

Es la misma labor que asumen directores como Yervant Gianikian y Angela Ricci Lucchi, documentalistas que trabajan en base al found footage. Por ejemplo, en Prigionieri della guerra (1995) vemos también registros de la IGM, fuentes históricas igualmente expuestas a la experiencia fílmica, colorizaciones en un solo tono, el uso del slow motion –incluido además en el documental de Jackson– , la inserción de una banda sonora. Es la historia contada desde el cine, curada bajo una ficcionalización controlada y la revelación de un distintivo visual. Los directores italianos son por su lado más incipientes. Ellos no restauran. La terrosidad, los arañazos de la imagen, que son propio de los rollos de película, provocan una sensibilidad y estética original. Es posiblemente un signo de respeto por la fuente original o ese aval que mencionaba sobre cómo el cine establece cambios y limitaciones de cualquier registro que caiga en su jurisdicción.
Pero Jackson no piensa como los italianos. Lo suyo es la fabricación de lo llamativo, el remake sostenido por los utensilios de hoy. No en vano They shall not grow old se ha estado proyectando en algunos cines del mundo en 3D. Un dictado de historia en tres dimensiones; eso solo es posible en una sala de cine. Según imágenes vistas y  testimonios escuchados en el filme, una versión histórica que, irónicamente, nos da una mirada distinta a la mirada “oficial” fabricada por una mayoría de películas de corte de ficción que también trataron sobre la IGM. La línea argumental de este documental está direccionada por las voces de un grupo de soldados británicos sobrevivientes. Ellos hacen remembranza desde su alistamiento a las filas hasta sus días como ex combatientes, el tránsito de la inocencia a la madurez, del romanticismo o impulso juvenil al desencanto o estado adulto, convirtiéndose en víctimas del desempleo, la postergación y la posterior resignación. They shall not grow old por momentos tiene un aire a comedia, la de muchachos ingenuos creyendo ir a un día de campo. Peter Jackson selecciona con tino aquellos registros de adolescentes torpes, sonrientes, jugueteando, sin enemigos qué temer, pero que a pesar de eso fue uno de los momentos más terribles que les tocó vivir.

miércoles, 20 de febrero de 2019

Una amistad sin fronteras (o Green Book)

Junto a su hermano Bobby, Peter Farrelly se crio en el género de la comedia. Filmes como El tonto y el más tonto (1994) o Loco por Mary (1998) son sus películas más conocidas. Pueda por eso que Green Book (2018) posee ese rasgo de comedia apacible, muy respetuosa, en lugar de una conducta dramática, que es la acostumbrada a proceder si el tema central de la historia es el racismo en el EEUU durante la lucha por los Derechos Civiles. Se podría decir incluso que hasta es complaciente, siempre evadiendo el estado de tensión que sufrían los afroamericanos que se atrevían a circular por los estados sureños. Los protagonistas son Tony Lip (Viggo Mortensen), un impulsivo italiano, y Don Shirley (Mahershala Ali), un célebre pianista de aire flemático. Ambos fabricarán una road movie, siendo el italiano contratado como el chofer y “guardaespaldas” del artista, mientras se embarcan a una gira musical en el sur de EEUU.
La sola personalidad de Tony bien podría predecir que habrá más de alguna escena de confrontación. De hecho, los hay, sin embargo todas tendrán un efecto de contención. Farrelly le pone el freno a los momentos más críticos o simplemente decide resolverlos con rapidez. Se entiende que el sosiego de Don sirva como voz de conciencia o reflexión, pero este comportamiento también se extiende en Tony, personaje que se presentaba arrebatado, aunque en el camino se inclina ocasionalmente al diálogo, la persuasión, que es la evasión al caos. La dirección no tiene deseos de dramatizar las acciones. Por ejemplo, se opta por editar un encuentro violento tanto en el interior como en la salida de un bar. Evade incluso polemizar las posturas ante los prejuicios sociales. Don se libra de un encierro bajo cargos que Tony en ningún momento demanda explicación o recrimina al pianista. Las opiniones o conceptos no se exponen, se dejan sobrentendidos.
Green Book tiene mucho de convencional. Lo más auténtico es lo mencionado: un panorama que no está en ritmo del momento de convulsión social en cuestión. Más que mostrar la crudeza del racismo, Peter Farrelly se inclina por mostrar a personajes que se van contrastando con lo que se piensa de la época. No todos los blancos eran racistas, no todos los afroamericanos comen pollo frito, no todos los italoamericanos desenfundan sus pistolas por puro antojo. Dicho esto, se siente más interesante analizar a Green Book y su rol como candidata para los Oscar. Si BlaKkKlansman (2018) asume el papel de una postura contraria y frontal respecto al racismo como política anticuada y violentista, Green Book se compromete a dignificar o reivindicar a sectores sociales que repelen el racismo sin caer en una acción violenta. Esto deja a Black Panther (2018) como un filme que simplemente pondera a la comunidad afroamericana, a propósito de su elenco. Es decir, su trama no tiene discurso ni mucho menos ideología racial. Estas tres candidatas son una suerte de coalición que extiende una demanda –canalizada por la Academia– contra lo que impulsa el gobierno estadounidense hoy.

lunes, 18 de febrero de 2019

Festival Insólito: La casa de Jack (o The House that Jack Built)

Lars Von Trier hace sus descargos sobre su cuestionada ideología en The House that Jack Built (2018). Estamos en la década de los 70, EEUU. Jack (Matt Dillon), el protagonista de su historia, testimonia momentos e incidencias que lo definieron como un asesino en serie, y no cualquiera, sino uno que tiene muy en claro el concepto de sus motivaciones, el sentido de su accionar, y las repercusiones que podría generar esa larga lista de pecados. Es decir; estamos tratando de un hombre razonando en base a su producción, elaboración de asesinatos que, según él, no deben ser banalizados, dado que tiene un corpus consecuente, teorizado, academizado, ese filtro que los occidentales asumen como lo que ha sido reglamentado, verificado, y por tanto lícito. Es también este autor de alguna manera preocupado por la recepción de esa producción. Explica y fundamenta para ser comprendido por aquel que lo banalizó. Jack no es mas que Lars Von Trier. Ambos creadores de una obra que enciende prejuicios, pero que según ellos no escapa del razonamiento.
No es gratuito que Jack relacione el arte cuando habla de su labor como asesino en serie. Él se autodenomina artista. El arte, además de una analogía, es también una licencia que frena cualquier signo de arbitrariedad que emerja de cualquier receptor. El traslado de lo indecoroso al terreno artístico es un blindaje a los ataques enardecidos dentro de un espacio en donde la moral no tendría que regir. Para Jack pueda que sea un acto tramposo, sin embargo, para Von Trier la estrategia se vuelve un acto concerniente. No se puede justificar una película sin razonar desde una postura artística. Y esto es básicamente lo que desarrolla The House that Jack Built. Jack conversa/debate con Verge (Bruno Ganz), se fabrica una dialéctica, se construye una filosofía, diría Sócrates. Es alterno a la conversación –las preguntas, respuestas y refutaciones– que desfilan los testimonios de Jack, sus “creaciones artísticas” que respaldan su “estilo”, en principio bien reglamentado producto del TOC (Trastorno obsesivo-compulsivo) que sufre el asesino, alusión a la etapa Dogma de Von Trier, temporada en que el director se limitó a seguir las normas del manifiesto. Ya después es la curación del TOC o el momento de la emancipación del artista ante la norma.
Más adelante The House that Jack Built le otorga más peso a la argumentación que al propio argumento. Tanto Jack como Verge, ese juez/espectador invitado, por momentos se ven sometidos a sus monólogos. Quién es más coherente. Cada uno viene con su propia artillería. La fotografía, la pesca, la historia y tantas otras materias occidentales se citan en busca de la aceptación. Es la alegoría a la actual fase del director, el Von Trier que nació con Anticristo (2009), el Mister Sophistication. El director por momentos parece parodiarse, pero no deja de hacer una limpia a su labor artística y, por qué no decir, a su ego que justifica. Es el fragmento más nutrido de la ideología del cineasta, y también el más agotador. Prolongación innecesaria del discurso, defecto que el danés ha repetido durante su filmografía reciente en su urgencia de ser comprendido. Su cine entonces se convierte en una palestra. Es la política por encima del arte. La eterna contradicción de Lars Von Trier, quien con humor se ve en un futuro descendiendo al Hades, y en su camino, cual Dante acompañado de Virgilio (Verge), justifica su arte en espera de salvarse de las brasas del infierno. El final, o la ironía, habla por sí sola.

Sobre el Festival
Junto con el MUTA, el Insólito - Festival de cine de terror y fantasía tiene uno de los programas más arriesgados del circuito de festivales en el país. Si algunos festivales crean una sección dedicada a un cine transgresor, el programa íntegro del Insólito sigue esa línea. En su catálogo vemos una variedad de películas que salen de las convenciones, tanto en tema como en modo de producción. Las voces y las filias son diversas, algunas coincidentes, al margen del vínculo con el terror o la fantasía, otras con rasgos casi auténticos. Esto a su vez invoca otra característica que la diferencia del resto: existe una mirada democrática en su curaduría. No hay un rasgo de “selectividad”. No es un programa para un circuito limitado. Obviamente, esto tiene mucho que ver con el género en cuestión. El terror pueda que sea el género cinematográfico más democrático, y el Insólito comprueba ese panorama. Filmes que van desde la creatividad de un cine de autor hasta los que descienden al amateur. Este último grupo, genera una característica más: es un espacio a descubrir. Muchas de las seleccionadas no registran una base de datos. Existe la posibilidad que muchos nombres de estos filmes no vuelvan a ser pronunciados en este entorno o en el de los festivales símiles más ranqueados, y es eso mismo lo que hace de este festival algo seductor. La idea de la primicia, la proyección limitada, el cine del otro lado del mundo que no verás. De lo poco que he visto por ajuste de tiempo, más que títulos son un conjunto de estímulos lo que queda, y eso a fin de cuentas es lo que en gran parte crea el significado del cine como artefacto de culto.

jueves, 14 de febrero de 2019

La favorita

No es de extrañar que Yorgos Lanthimos se anime por realizar una historia ambientada en el siglo XVIII. Y es que el aludir a las cortes imperiales del Viejo Continente en aquel entonces nos remite a entornos y personajes frívolos y extravagantes, rasgos que son medulares en las películas que hasta la fecha ha realizado el director griego. Esto, mediante gestos reiterados –desde el comportamiento aparatoso de sus protagonistas hasta la malformación del campo visual provocado por los lentes en “ojo de pez” –, nos vincula a una realidad insalubre. La reina Anne (Olivia Colman) padece de la temible gota, pero además de un temperamento vulnerable, lo que resulta ser su verdadera cruz –y de paso la de su propio reino–. El cuerpo y la mente en el cine de Lanthimos están asociados a lo defectuoso. Ambos, de alguna u otra manera, emergen esa insalubridad. Las heridas en su fílmica, ciertas producto de la autolaceración, acentúan la personalidad de sus individuos dementes.
Así como en El sacrificio del ciervo sagrado (2017), en La favorita (2018) vemos también cómo la llegada de un intruso eclosiona el conflicto en la trama. El ingreso de Abigail (Emma Stone) al palacio inglés irá contrariando silenciosamente a Sarah (Rachel Weisz). La favorita de la reina comenzará a percibir un gesto invasivo en la presencia de la nueva sirvienta. Estas primas de sangre poco a poco se convertirán en enemigas, siendo la pugna o premio el cariño de la reina, o lo que representa el poder para estas mujeres. Lanthimos no relata una historia de amor y celos. Es más bien una historia sobre el arribismo y la supremacía, en donde vemos a sirvientes manipuladores y una ama sometida a estos, aunque en cierta medida. Pasa pues que la reina Anne, la protagonista menos presencial de la historia, nunca deja de ser el centro en un enfrentamiento de a dos, asumiendo su persona un rol de “dios” dentro de esta riña de humanos o lacayos. Su decisión desvariante es la que pone en jaque los triunfos independientes de sus acompañantes, al punto de reordenar la ley vertical del amo-criado.
La favorita preserva ese humor involuntario y sarcástico del cine de Lanthimos, los que son provocados por los achaques temperamentales o el carácter contenido de sus personajes. Pero, a propósito de esto, este su último filme es también el menos ambiguo de su filmografía. Desde Kinetta (2005), el director griego ha sembrado sigilosamente la comedia enmarcada en cuadros de intimidad dramática. Por el contrario, La favorita siempre posiciona en primer plano el desencuentro entre sus tres protagonistas, drama que no aparenta seriedad por mucho incluso que haya un marco de fondo bélico. Otro punto a atender, y que de paso esclarece la propuesta de este autor, es el diseño artístico. Este siempre ha tenido una personalidad característica a partir de Canino (2009): espacios blancos, arquitecturas amplias, mezclas que aluden a la modernidad y también a la frialdad. Esto, por obvias razones, cambia en La favorita. Las construcciones minimalistas son reemplazadas por el barroquismo victoriano. La misma fotografía –recurso que vigoriza el arte del diseño– determina el rasgo presuntuoso de los decorados, dorados y majestuosos. Dicho esto, Yorgos Lanthimos más que apegarse a un diseño artístico por razones estéticas, lo hace con intención de ambientar una “moda” que luce tan extraña y jactanciosa como sus mismos personajes.

viernes, 1 de febrero de 2019

Un ladrón con estilo (o The old man and the gun)

David Lowery se ha asentado como uno de los directores más estimulantes en el cine reciente de EEUU. A medida que su filmografía se ha ido tejiendo, el autor no ha hecho más que aumentar la valla de su creatividad. A esto se suma la versatilidad de su fílmica. Existe una gran distancia entre una película de corte infantil como Mi amigo el dragón (2016) y un filme también fantástico, aunque de tono existencial, como A ghost story (2017). En tanto, Ain’t Them Bodies Saints (2013), su segundo largometraje, y primer largometraje a la que se puede acceder, es un melodrama que bebe del western en su etapa decadente y trágica. The old man and the gun (2018), por su lado, tiene puntos que comparte con esa película, pero de igual forma manifiesta rasgos que la distancian de la misma. La historia de un prófugo de la ley es un tributo a diversos antihéroes del western, el hampa o cualquier fantasía criminalística que la cultura de Hollywood se dispuso a mitificarla mediante tristes baladas.
Sin embargo, vale precisar que este tributo expreso en la biografía de Forrest Tucker (Robert Redford), un septuagenario ladrón de bancos, no deja de provocar contraste respecto a historiales como el de Bonnie and Clyde (1967) o Butch Cassidy and the Sundance Kid (1969) –también protagonizado por Redford– . Tucker (como buen bandido, llamémoslo por su apellido), al igual que sus colegas, tiene esa conciencia intrépida que es irreversible. El peligro y el sentido irreflexivo forman parte de su naturaleza. Existe un momento para cometer la fechoría, ser atrapado, huir y renovar su círculo “gozoso”. Pero para él todo esto no tendría por qué tener un cierre trágico. Tucker no piensa en el final, sino en una nueva aventura que aguarda ser documentada en pie a trascender dentro del rubro. Tucker no especula una última misión o un acto suicida, tipo The wild bunch (1969), gran clásico de Sam Peckinpah, quien se convierte en referente para Lowery en este filme como en Ain’t Them Bodies Saints. Es como si sus años respondieran a una experiencia de vida, en lugar de un acto de arrepentimiento que urge por una redención o ponerle un cierre al bandolerismo.

The old man and the gun no es un filme sobre un ladrón en descenso. Su historia no tiene de decadente ni de trágico, sino todo lo contrario. Es una llena de vida que posee un aire jubiloso, esa personalidad que Tucker aplica al momento del atraco: siempre sonriente. Su caballerosidad para el robo, más que una estrategia, es un acto de compromiso con una labor que le apasiona. Es como llegar a la oficina para hacer el trabajo de tus sueños. Siempre cordial con sus compañeros y con los clientes. No hay razón para ser hostil. Claro que hay momentos de silencio. Instantes en que se asoma la duda o se abre la reflexión en Tucker, pero son apenas chispazos. Y aquí viene la habilidad de Lowery para ponerle esas pruebas a su antihéroe. ¿Qué tan reacio es a su esencia? Entonces fabrica un romance que tiene instantes deliciosos, un pasado o herida abierta, su encuentro tal vez con un rival digno; estos tentándolo a la exoneración de la que Tucker se sacude. Ese punto es fundamental en la película. Cómo la historia central, la del ladrón incorregible, deja abiertas o estancadas las historias secundarias. Por ejemplo, del pasado íntimo de Tucker nos enteramos y al rato no sabemos más de este.
La historia de Tucker en síntesis es la de un hombre que se mantiene fiel a sí mismo. Incluso en la etapa en que el protagonista parece darse la chance de sentar cabeza, asistiendo al cine, viendo a sus héroes (y no antihéroes) siendo ellos, mientras él lleva una rutina común, momentos tranquilos y hasta melancólicos, solo es una corta etapa ilusoria o, por qué no, parte del orden de la dinámica. Es de esa forma que se forma un mito: aquello que escapa de lo ordinario y no se deja persuadir o intimidar por convenciones como podrían ser las normativas públicas. El filme de David Lowery se nivela a The ballad of Cable Hogue (1970), de Peckinpah, un western con un aire cómico, pero asentado en un panorama que no deja de ser nostálgico y menguante. The old man and the gun no dejará de ser un filme sobre la vejez, lo equivalente a lo deteriorado, pero que presenta a un protagonista enérgico. Ambos son filmes que generan una antítesis entre el carácter y las circunstancias.