viernes, 22 de noviembre de 2019

Netflix: El irlandés

La narración en clave retrospectivo en el cine de Martin Scorsese no es novedad. La intención de que uno de los protagonistas de la historia se comporte como un guía de los acontecimientos garantiza el entendimiento de un panorama que es muy amplio y frondoso, aquel que no solo implica una compleja red de sucesos y pormenores, sino que también demanda a la introducción de todo un colectivo de personajes, cada uno con sus propios credenciales –que a veces invitan al narrador a hacer pausas que encausan a los típicos flaskback–, que son los responsables de echar a andar un entorno muy bien articulado. Las historias de Scorsese son exigentes en la materia de información y antecedentes, y, por tanto, exigen además a un conductor que la pega de cronista, historiador y, ocasionalmente, soplón. El irlandés (2019) se sostiene de un narrador con mismas pretensiones, aunque con un particular esencial.
No es gratuito que Scorsese en esta ocasión simplemente no suelte la lengua de su orador. La historia central comienza minutos después. Antes, la cámara circundará los espacios de un territorio en busca de su narrador y protagonista principal. ¿Desde dónde habla este narrador? ¿En qué momento de su vida decide narrar su historia? Son preguntas a atender y que se aclaran su propósito recién en la última etapa del filme. Así como en Silencio (2016), es muy significativo el modo cómo se concibe el narrador en primera persona. ¿Con qué intención los protagonistas de Casino (1995) comienzan a dar detalle de la industria del casino, además de su inmersión en un triángulo amoroso? El simple goce de revelar lo que pocos saben y muchos imaginan. En tanto, el caso o motivación del jesuita Rodrigues es distinto. Para él, el narrar su historia, es un acto de depuración. No en vano lo que cuenta se escribe sobre el papel de un diario, desde lo intrascendente hasta sus pensamientos más impronunciables. Silencio es un filme confesional y El irlandés parece perfilarse a esto.

Frank Sheeran (Robert De Niro), un irlandés veterano de la Segunda Guerra, nos cuenta sobre sus labores como sicario dentro de una mafia italoamericana. En toda esta discursiva, vemos mucho del clásico Scorsese. Es la presentación a la estructura de un escabroso negocio que se robustece mientras va generando titulares, pugnas externas e internas, y, posteriormente, vínculos políticos, ese detonante que pondrá un tope a la escalada –y que en Buenos muchachos (1990) fue el narcotráfico–. Es una nueva historia dentro de un similar universo que el director antes haya realizado. En definitiva, aquí lo más novedoso es la asistencia a la tecnología del CGI, aquella que permite –sobre todo en el principio– rejuvenecer o envejecer a los actores, según la pauta del narrador; por lo resto, El irlandés resulta familiar y, en cierto extracto, agotador; en mayor parte, consecuencia del enrollo político que parece mimetizarse con la coyuntura de la Guerra Fría. Más tensiones, pocos instantes de enfrentamiento. Y este rasgo, incluso, parece generalizado. Este filme, en distinción a otros del director, no está presionado a ser sórdido. La violencia aquí está calibrada.
Lo atractivo de la película comienza desde el momento en que se revela el gran dilema del protagonista principal. Es Frank, el sicario, convirtiéndose en mediador y, posteriormente, en mensajero de un enfrentamiento. Es la resistencia a ser el ejecutor de la situación en cuestión. Scorsese alarga el drama para alimentar la angustia de su personaje. Son escenas que se manifiestan en el orden de un calendario, el acortamiento de una fecha a punto de llegar, que no es nada más que la aproximación al momento del clímax. Mientras más se acerca la acción al momento crucial, el tiempo de duración parece extender su alargue; y eso lo convierte en una estrategia soberbia. Scorsese combina escenas de tensión con otras que aparentan no serla. Frank se desplaza entre entrevistas con diálogos puntuales y secos, y las extendidas y con reacción dramática. Fundamental hacer un comparativo entre la personalidad calmada y hasta protocolar de Russell Bufalino (Joe Pesci) y el temperamento impetuoso y, en cierta manera, desafiante de Jimmy Hoffa (Al Pacino). No solo es el disentimiento de propósitos, sino también el de caracteres.

Este encuentro, y en medio la figura de Frank, recuerda, en una versión menos violenta y caricaturesca, al choque entre el cargoso negociante de pelucas Morris y el alto de la mafia James Conway, y entre estos Henry Hill, en Buenos muchachos. Estas dos esperas estimulan la ansiedad; ¿qué pasará con este sujeto al que la mafia le ha puesto la mira? En tanto, existe una diferencia abismal entre el dilema de Henry y Frank. Sin que lo mencionen, hay un punto de inflexión en la larga cadena de servicios que estos personajes han efectuado sin titubeo dentro del sistema al que sirven; sin embargo, el tono dramático con que Frank narra las circunstancias en las que está implicado, lo delata como un individuo que está siendo sorprendido por un conflicto moral pronunciado. Es a propósito de la fidelidad que tiene Frank hacia su amigo Hoffa que se alienta la ansiedad a un nivel superior a la situación de Henry en Buenos muchachos. El clímax de la disyuntiva de Frank desembocará en una larga y formidable secuencia que equivale a un vía crucis para el protagonista. Formidable, pero no lo mejor del filme. Lo siguiente es magistral.  
Posterior al clímax, después de la prolongación de la acción, todo sucede de una manera rápida e intempestiva. Como si se tratase de un sueño, en un abrir y cerrar de ojos, el narrador concluye su historia, lo que a su vez es la conclusión de una era. Entonces inicia otra película. El irlandés, desde un plano apartado, es la historia de un ex miembro de la mafia en clave confesional, un acto de remordimiento provocado por la propia conciencia y el advenimiento de lo decadente. La fugacidad con que termina el narrador su historia parece ilustrar a una sociedad desaparecida, no tanto por las condenas impuestas, sino por una cuestión natural; el juicio inevitable. Por encima del testimonio del hampa, Martin Scorsese compone un testimonio desde y sobre el ocaso. Vemos al protagonista de El irlandés extinguiéndose en su propia ley. Son las consecuencias lapidarias de una lealtad férrea, un cuadro totalmente contrario al que es merecedor en su final el cínico protagonista de Buenos muchachos, quien ha extraviado la moral o simplemente no es presionado por esta. Por su parte, Frank tiene consciencia y tiene a su frente la mirada silenciosa y acusante de su hija Peggy (Anna Paquin).

viernes, 8 de noviembre de 2019

5 Semana del Cine ULima: Parásitos

El mejor Bong Joon-ho desde Madre (2009). Por un lado, la genialidad del director surcoreano radica de lo imprescindible. Desde su ópera prima, Barking Dogs Never Bite (2000), hasta su anterior mencionada, descubre tramas que están en un pleno ejercicio de lo inesperado. Pero no estamos tratando de simples giros engañosos o que solo buscan emerger despegues dramáticos. Sus giros son quiebres inconsecuentes y que incluso, ocasionalmente, rompen con la lógica. Ahora, este tipo de argumentos no resultan ser incoherentes dentro de su típico ánimo inclinado al humor negro. Los personajes de Bong neutralizan el marco dramático o trágico que envuelve a sus historias a partir de su naturalidad cómica y caricaturesca. Son, por ejemplo, los detectives distraídos y torpes, aunque bien intencionados, de Memorias de un asesino en serie (2003) –de lejos, la mejor película del director– enfrentando una ola feminicida, o el padre en El huésped (2006) que intenta rescatar de un monstruo a su pequeña hija, mientras reproduce una serie de gags durante su búsqueda.
Sin embargo, Bong está lejos de estancarse en la comedia. Sus películas hacen un avistamiento al panorama social o coyuntural, lo que invoca a un cuestionamiento o reflexión urgente de lo representado. Es de esta forma que lo ridículo o grotesco, se convierte en sátira, y Parásitos (2019) es un gran ejemplo de esta construcción buñueliana. Todo empieza desde que el hijo de una familia menesterosa logra un puesto de trabajo dentro de una familia adinerada. Es a partir de este “golpe de suerte”, que el adolescente, fruto del pillo ingenio, comenzará a persuadir a sus jefes a que contraten uno por uno a sus familiares bajo embusteras modalidades. De plano, Bong provoca la comedia excéntrica como mecanismo de crítica. Las prácticas de supervivencia con las que se presenta esta familia pobre rozan con lo burlesco y lo alarmante. Se identifica de inmediato a un círculo que se alimenta del conformismo, a pesar de sus destrezas, tanto físicas como intelectuales; capacidades que explotan únicamente para fines oportunistas.

Así como en Un asunto de familia (2018), observamos que los menores han aprendido de las malas costumbres de los mayores, aunque a un punto de apropiarse de estas mañas como parte suya. Es por esta misma razón que es el hijo –y no uno de los padres– quien emprende esta sociedad de empleados farsantes que logra introducirse a una mansión, y es a propósito de esa premisa que Bong funda una metáfora a partir del título de su película. Parásitos trata sobre el ingreso de un agente a un espacio o cuerpo ajeno con una única intención: depender del otro. Literalmente, los huéspedes se alimentan de sus anfitriones sin que estos últimos tengan conciencia de la presencia de los primeros. Aunque eso no queda ahí. Lo que en principio de la historia resulta ser un cuento sobre el parasitismo, más adelante, consecuencia de la gesta de otras metáforas que aluden a la rutina laboral de los “aprovechados”, se comienza a revelar una paradoja.

El nuevo filme del surcoreano no solo es el retrato arribista de una clase baja, sino también el retrato esclavista de una clase alta. Es decir, es el encuentro entre dos clases de parásitos. Ambos, de alguna u otra manera, sobreviven en base a la existencia del otro. La preservación de uno de los lados de esa sociedad da sentido a su reverso. En Parásitos, reconocemos a antagónicos que a su vez son socios. Existe una relación simbiótica entre estas dos familias, una explotación recíproca, pero que se expresa de una manera totalmente distinta. Mientras que los pobres se aprovechan a conciencia, los ricos lo hacen inconscientemente. He ahí uno de los dilemas dramáticos de la realidad social que grafica Bong. A fin de cuentas, ¿qué es más perverso? ¿Es la indigencia aislada a un estado de resignación o el sometimiento involuntario que alienta la brecha social? ¿Cuál de las familias es más amoral? ¿Los que a diario fabrican nuevas formas para hurtar o los que han asumido la dominación del más débil como algo normalizado o congénito?
En definitiva, hay una lucha de clases, y, como era de esperarse, en un enfrentamiento simbólico, son los más pobres los que tienen las de perder. Lo curioso es que Bong ya va adelantando el resultado a partir de la puesta arquitectónica. En su película vemos a los pobres compartiendo la misma planta alta con los ricos, es decir, estando a un mismo nivel de hábitat fruto del puro genio. Pero el hecho es que esta imagen no deja de ser un fantasía, pues en la realidad –e incluso en el terreno de lo absurdo o metafórico de la historia– los pobres siguen viviendo y refugiándose en una planta baja. Parásitos es críticamente aguda desde su retórica mordaz. Bong Joon-ho, así como en sus mejores películas, promueve un estado hilarante en medio de lo trágico. Lo cierto también es que siempre hay un momento de seriedad literal. El final de esta y otras de sus películas son potentes por su alto nivel de frustración. Elemental entender el sentido del concepto de planificación dentro de un Estado desequilibrado. La planificación dentro de esta realidad por momentos no tiene sentido.

5 Semana del Cine ULima: Cinema Express

La película de Renzo Leyva inspira su historia a partir de la experiencia de unos cineastas nóveles. Un grupo de universitarios tendrá que realizar a contrarreloj un filme para postular a un concurso, y es consecuencia de esta eventualidad que se desmantelan las incidencias, dudas y conflictos que surge entre sus miembros durante su “corta” convivencia. Lo cierto es que previo a las secuelas, los protagonistas de este filme dejan en claro una vacilación o cuestionamiento frente al oficio que ejercen. Cinema Express (2019) inicia con la percepción de una inapetencia general. Más allá del cansancio producto del madrugar, la desmotivación está extendida en el ambiente. Desde cuestiones personales hasta banales, son las que invitan a repensar a estos jóvenes que tal vez el oficio de cineasta no compensa esfuerzos como el hacer una película en 24 horas. Entonces, ¿qué los retiene?
Cinema Express es un tributo al cine desde una perspectiva apasionada. De alguna forma, todos los personajes introducidos en este pequeño universo –al que se incluye el pesado director “consagrado”– se sostienen de su pasión por la ficción a fin de lidiar con los actos reales. Es su amor hacia el sentido artístico –sea de visión comercial o de autor– lo que los sostiene ante cualquier hecho precario, a veces incontrolable. Es decir, la historia retrata a un grupo de obstinados, personajes ejerciendo resistencia ante una serie de hechos que tienen que mediarse a fin de poder concretarse la película, la gran motivación de los protagonistas y del filme. Ahora, Renzo Leyva no se inclina al razonamiento discursivo, por ejemplo, obligando a que el director de su historia, al mejor estilo francés, se explaye justificando su visión del cine.
En su lugar, son las propias películas, la cinefilia, la que motiva, la que genera consensos y pone en marcha el proyecto o aventura fílmica. Un momento ejemplar es cuando un instante de anarquía, en lugar de provocar el caos o el derrumbe de la sociedad, encumbra en una serie de improvisaciones que emergen producto de las filias audiovisuales que hacen alusión al serie B, el policial o el subgénero zombi. Adicionalmente, y en paralelo al contenido del argumento, Cinema Express no deja de revelar marcas, tópicos e incluso clichés propios de una conciencia cinéfila. El blanco y negro, la alusión a Bob “el silencioso”, el testimonio muy de la nouvelle vague sobre primeros autores planificando en el proceso, son una serie de caminos y formalismos que dan pauta al gran estímulo de la película.

5 Semana del Cine ULima: El hotel a orillas del río

Dos detalles en la nueva historia de Hong Sang-soo que hacen una variación de lo que ha venido realizando durante estos últimos años. En El hotel a orillas del río (2018), el director se inclina por una narración lineal. Distintas han sido las formas en que el realizador surcoreano ha abordado una historia. Acá, sin embargo, la trama no se ve alterada por el orden temporal. Respecto al contenido, su protagonista principal pertenece a una generación atrás de la usual. Hasta su anterior película, Hong retrataba historias sobre adultos expertos y aclamados –en cierta medida, narcisistas– en su oficio, aunque inmaduros cuando se trata del amor. Ellos son los eternos infieles, egoístas, frágiles y dramáticos. En su última película, vemos en primer plano a una versión veterana de esa personalidad fetiche.
Luego de años de distanciamiento, un prestigioso y curtido poeta cita a una reunión a sus dos hijos. Recientes pesadillas en la que presagia su muerte lo han motivado a convocarlos. Esta es la premisa de un reencuentro que revelará una serie de resentimientos. Hong parece ingresar a una etapa en la que comienza a preguntarse por la naturaleza de sus personajes: cuáles son sus antecedentes, a qué se deben sus desequilibrios románticos. En El hotel a orillas del río, los conflictos personales de los personajes de Hong responden a un síntoma hereditario. En esta historia, observamos cómo los hijos remedan los defectos del padre. Es decir, la filmografía del director pone en evidencia que este es un drama que además de no tener enmienda, trasciende a los descendientes.
Esto ya de por sí implica una conclusión trágica, aunque Hong Sang-soo desea que esto sea textual a partir del caso de un padre que en pleno clima gélido se observa a puertas de la muerte. Es curioso cómo a pesar de esta posibilidad, el poeta no deja de aflorar ese lado imperfecto que para sus hijos ha resultado ser en sus vidas un patrimonio del que reniegan. La tragedia no solo ronda a estos familiares ante el probable deceso del patriarca, sino por la propia condena que cargan los sucesores. El divorcio o la imposibilidad de mantener una relación perpetran ese sentido trágico en el historial familiar. De alguna manera, el fracaso romántico encausa a un estado dramático crítico. Basta relacionar esta idea con la segunda historia que se cruza. Unas mujeres, quienes revelan similares debilidades de los hombres, se ven terriblemente implicadas a la principal tragedia. Tal vez no por efecto de una coincidencia, sino una sanción correspondiente.

lunes, 4 de noviembre de 2019

5 Semana del Cine ULima: La migración

El cine de Ezequiel Acuña nos presenta a personajes que a vista general poseen un ánimo inapetente; por un lado, producto de una personalidad nata, por otro, a causa de una conmoción emocional. En La migración (2018), Guillermo (Santiago Pedrero) es un argentino que ha llegado a Lima en busca de un amigo de su pasado y, definitivamente, de una añoranza que de alguna forma lo ha mantenido suspendido. Es decir, es una doble búsqueda. Lo curioso es que, a diferencia de otras películas que hacen retrato de personajes reencontrándose con su pasado, aquí vemos a un hombre que parece no reencontrar o reconocer lo necesario. En efecto, hay huellas de una trascendencia del pasado de Guillermo; muy a pesar, no percibe lo necesario para aplacar su búsqueda. Es a partir de esto que se sugieren las otras constantes de Acuña.
La nostalgia y el aferramiento o estancamiento a una etapa de la juventud se plantean también en La migración. Guillermo, un músico frustrado, observa en este viaje la alternativa de retomar lo que hace más de diez años atrás no llegó a concretarse. Lo cierto es que esta lejanía es imposible renovarla y no es más que un invento o consuelo del protagonista. En base a este conflicto, Acuña retrata a personajes que se sienten no correspondientes a su entorno y temporalidad. Guillermo, en lugar de encontrarse o retomar su pasado, conoce a nuevas personas, vive nuevas experiencias distintas a su iniciativa, y es en base a eso que va enmendando su inquietud. Por muy depresivo que luzcan los ambientes o la misma personalidad de sus personajes, las películas de Ezequiel Acuña reservan un lado alegre y optimista.

5 Semana del Cine ULima: Retrato de una mujer en llamas

A diferencia de otros pintores representados en el cine, el acercamiento de Marianne (Noémie Merlant) hacia la mujer que pinta no es a propósito de un embelesamiento por su rostro o su cuerpo, sino por la personalidad que únicamente se percibe fuera de la pintura. Héloise (Adele Haenel) no juega a ser una fantasía pictórica como en El retrato de Jennie (1948) o un objeto del deseo como el cuadro de la protagonista en Laura (1944). Más allá de una obsesión de la pintora hacia su modelo, existe una admiración, la misma que abrirá paso a un afecto. Retrato de una mujer en llamas (2019) es el encuentro entre dos mujeres que de alguna forma retan a su época. Lo que vemos no es la historia de un empoderamiento femenino, sino el de mujeres negándose o rehuyendo de las costumbres que somete y arrastra a las mujeres a un destino forzoso.
La directora Céline Sciamma ha retratado una historia sobre el despertar sexual lésbico (Lirios de agua, 2007), la transexualidad temprana (Tomboy, 2011) y la predominancia de lo femenino dentro de un entorno adjudicado a lo masculino (Banda de chicas, 2014). En las tres historias, vemos a la femineidad en construcción asumida desde una postura lésbica y experimentada por adolescentes. El destino de sus protagonistas es siempre el mismo: ellas están sometidas a un estado de opresión. El lesbianismo es visto como un estigma social, lo que, usualmente, obliga a sus protagonistas a contener sus deseos. En Retrato de una mujer en llamas no se imparte eso, pues no existe una cacería hacia lo lésbico y tal vez porque la propia historia no da oportunidad a que se pronuncien los detractores. Por otro lado, y también a diferencia de sus anteriores películas, la presencia del hombre es casi nula. Lo femenino no solo es predominante en el filme, sino que es lo que conduce la dramática.

La figura de un pretendiente milanés es lo más cercano a una presencia masculina que interfiere en la trama, aunque lo cierto es que su existencia no resulta ser impedimento para que la pintora y la futura esposa emprendan su propio romance. A lo máximo que aspira la figura del milanés es a convertirse en un pretexto que aflorará un descuerdo entre las mujeres, uno que será fugaz aunque elemental para comprender el concepto que estas tienen en cuanto a la idea de emancipación. Es a partir de ese instante, momento cuando se separan los deseos de las ideas, en que se hace una aproximación al discurso feminista. Y lo curioso de esto es que no fue un hombre, sino una misma mujer la que provocó el cuestionamiento a partir de un gesto de recriminación. Es decir, si bien Retrato de una mujer en llamas se asienta en un espacio “tomado” por lo femenino, esto no necesariamente garantiza una autonomía de este género, pues las mismas mujeres están dando forma al pensamiento autónomo.
Céline Sciamma parece imaginar su película como un entorno en donde las mujeres están comenzando a reconocer/comprender el feminismo a expensas de lo masculino –esa normatividad que las oprime–, aquello que todavía no concientizan, pero que sin embargo revelan intenciones. De ahí por qué es significativo que la historia se desarrolle en el siglo XVIII, tiempo en que si bien había reflexiones y demandas sobre la desigualdad de género, todo era propagado a un nivel encubierto o no oficial. Y es en ese plano en que se desarrolla la relación lésbica de las mujeres, los métodos de abortos o la misma convocatoria de mujeres por la noche, cuadro que indudablemente hace alusión a la fantasía de las brujas, esa imagen que hoy se ha convertido en emblema feminista. Retrato de una mujer en llamas es interesante, y por varios momentos visualmente atractiva, aunque no sobresaliente en relación a tantos filmes que ya antes le han otorgado ese rasgo pictórico a un contexto de época.

domingo, 3 de noviembre de 2019

5 Semana del Cine ULima: La virgen de agosto

El cine de Jonás Trueba hace tributo a las generaciones adultas en plena deriva. Sus personajes son los indecisos ante la vida o desencantados con su rutina asumiendo un desvío a fin de identificar alguna motivación o (inconscientemente) reparar algo que ha quedado pendiente. La virgen de agosto (2019) se desarrolla durante la temporada más calurosa del año en Madrid, y mientras todos optan por abandonar la ciudad, Eva (Itsaso Arana) decide quedarse. Así como en Los exiliados románticos (2015), la protagonista de esta historia toma la vía del retiro, en donde el cambio de espacio jugará un efecto importante para el reposo. Dicho esto, es importante notar que, si bien Eva no ha realizado viaje alguno, el Madrid al que se expone a diario es distinto al habitual. Eva cambia de casa, visita ferias y museos, explora las calles, conoce nuevas personas o se reencuentra con conocidos. Es decir, asume las rutinas de un turista que veraniega en un área desconocida y que se le hace apasionante.
A propósito, los personajes de Trueba son románticos natos. De ahí por qué resulta estimulante para esta mujer pasear por la reinterpretación de su propia ciudad, aquella que le dispone una serie de situaciones inconcebibles en una temporada en que los madrileños permanecen en la ciudad. Eva experimenta con lo extraño y la casualidad, aportes que de alguna forma son curativos o reveladores para la mujer. Es curioso ver cómo sus paseos la hacen coincidir con personajes que proyectan sus mismos miedos y frustraciones; en tanto, ella dialoga con estos, los reconoce y luego los cuestiona a modo de descargo por el hecho de que la recuerdan a ella. Esto en parte la diferencia de una simple turista. Su búsqueda va más allá del deseo de experimentar con lo novedoso. Hay una exigencia por buscar “eso” que le permita reconstruir o recomponer su lado íntimo o espiritual, aunque para ello no tendrá que irse hasta la Toscana.
A partir de esto, se podría asimilar el hecho de que La virgen de agosto, luego de tantos hechos inusuales, termina con una escena de aire cotidiano. Jonás Trueba en sus historias dispone un trayecto a sus personajes que contienen escenarios y situaciones que enmiendan sus conflictos. Dicho esto, el fin de la historia de Eva, o el fin de sus vacaciones, es el fin de una serie de dudas o vacíos que en un principio sentía y la habían motivado a realizar ese viaje en solitario. El final de la película, que genera una sensación a cierre abierto, no es más que una seña de su rehabilitación, una evidencia de que ha concluido con su búsqueda. Esa fertilidad “imaginada” que Eva afirma sentir y que fue provocada por un estímulo espiritual, se interpreta incluso como una complementariedad a nivel psíquico o místico.

5 Semana del Cine ULima: Expectante

Desde el 1 hasta 9 de noviembre se está realizando la 5 Semana del Cine Universidad de Lima. La programación es altamente atractiva. El ingreso es libre para todas las funciones. Vamos comentando lo visto.

En relación a las anteriores películas de Farid Rodriguez, en Expectante (2018) se crea un consenso entre el estilo del autor y el de un argumento convencional. Es la primera vez que el director le otorga una mayor amplitud a una historia. Es decir, vemos a más personajes dentro de la acción, cada uno enriqueciendo o despistándonos del conflicto en cuestión. Muy a pesar, no deja de estar latente la argumentación sugerente del director, acto que se estimula, por ejemplo, mediante su frecuente introducción –o preámbulo– de planos estáticos, la inserción de tiempos muertos y escenas que parecen estar fuera de lógica; o sea, artificios que abren las puertas a la interpretación. Lo cierto es que hay un equilibrio entre lo subjetivo y lo objetivo.
Rodriguez alerta sugestivamente la inseguridad de un distrito desde su mirada a la nocturnidad, la presencia de un vehículo de guardianía en una esquina, el registro de posibles acechadores observados desde una profundidad de campo o mediante la ilusión de un invasor de hogares, pero además alerta desde el testimonio evidente de una recién asaltada o el mismo ruido y gestos de inquietud del protagonista. Expectante alimenta la paranoia mediante lo preconcebido y lo incuestionable, y, en consecuencia, se vigoriza el grado dramático de la historia. Dicho valor no solo provoca un ligero cambio en la fílmica de Farid Rodriguez, sino que además la hace su película más lograda. El hecho que el director no haya perdido su estilo, Expectante no se trata de un filme que exige a que el espectador digiera una trama en donde pondera lo insinuante.