Tras su tercer largometraje, Robert Eggers confirma su fascinación por relatos que combinan lo legendario con lo mítico. Tanto La bruja (2015) como El faro (2019), son historias que hacen bosquejo a un contexto histórico, pero que no dejan de asistir a simbolismos sobrenaturales a fin de aleccionar a sus personajes sobre las leyes de la naturaleza y la humanidad misma. El bien, el mal, la envidia y la locura son algunos de los tópicos que gravitan entorno a sus protagonistas, ignorantes de esos conceptos. El conflicto será fruto de la reacción sumisa u obstinada de estos héroes destinados a doblegarse ante esos fenómenos desconocidos y superiores a la condición humana. Al igual que en las tragedias griegas, vemos a los personajes de Eggers sucumbiendo ante la poca comprensión de su entorno. El hombre del norte (2022) está a esa misma línea, solo que esta vez el director decide dejar de lado el género de terror y orientarse por lo épico. El tránsito de Amleth (Alexander Skarsgard) es el seguimiento de una ruta de aprendizaje o la búsqueda del sentido del yo; según lo definiría Carl Jung. Ese es el destino de todo héroe. Salir de su estado de confort y descender a los infiernos para ilustrarse ante la vida.
No es gratuito que la historia inicia con un reino celebrando una nueva conquista. Seguido veremos a un rey reconociendo la inexperiencia de su joven príncipe. Ese es el detonante del advenimiento de una línea de aprendizaje o tragedia heroica, y no el magnicidio que ocurrirá posteriormente. Eggers hace una versión libre de Hamlet, o el heredero al trono nórdico que jura venganza ante su tío traidor. Ahora, si bien El hombre del norte se aparta de los monólogos, el director no deja de asistir a las fuentes míticas para ayudar a su protagonista a reflexionar sobre su destino, cuestionar su yo (el “ser o no ser”) y así poder dirigir sus decisiones y advertir los peligros que el escenario cobija. Ahí está esa lección, me parece la última, que le hereda el rey a su hijo, sobre la naturaleza de la mujer: representación del amor o del caos. He ahí una deriva mítica que evoca a los estereotipos de la cristiandad. La mujer aquí es abnegada o es egoísta, hace de guía o pervierte, es virginal o la serpiente misma. No hay mucha novedad en la tercera película de Robert Eggers, algo que no nos hayan enseñado antes los cantares griegos o la literatura de William Shakespeare, además de las tantas versiones correspondientes. Visualmente, es también su película menos lograda. Ciertos trucos de La bruja se repiten, sin contar que estos tenían más sentido bajo una sensibilidad del terror.
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