Tenemos a un joven Elvis que acaba de ser víctima de bullying en un baño de su escuela a manos de un grupo de rufianes. Acto seguido, lo veremos salir a las afueras del centro educativo no sin antes recoger su guitarra y atravesar un largo pasadizo al compás de un plano secuencia, recorrido que hace en solitario, aún con la cara desaliñada, tal vez aun pensando en las ofensas que recibió por la forma en que viste y se peina. Es un instante que conmueve. Estamos ante un adolescente que necesita un abrazo. Pero lo hermoso viene después. A la salida del recinto, el plano secuencia termina y la cámara lo espera a distancia. Un ligero paneo lo ve caminar desde la salida hasta el pie de un árbol. El muchacho se recuesta y comienza a cantar mientras acaricia las cuerdas de su guitarra. La calidez de luz natural lo favorece. Es un instante bucólico. De pronto, sucede la magia. Su música atrae compañía. Se manifiesta entonces un gran contraste entre el chico que caminaba solo en los corredores y el que convoca a otros de su generación mediante la particularidad de su voz. Esa es una secuencia de Elvis (1979), de John Carpenter, el maestro de terror y suspenso, quien para un año después de su magistral Halloween (1978) se le asignó realizar un telefilme en donde retrata la biografía del cantante de culto. Es una película entretenida y además impecablemente filmada. Ciertamente, una propuesta totalmente distinta a la de Baz Luhrmann; muy a pesar, ambas, a su manera, son fieles biográficamente hablando.
lunes, 25 de julio de 2022
Elvis
Mientras que Carpenter se inclina
por una narración tradicional que apenas introduce un flashback inicial;
Luhrmann fabrica varios saltos al tiempo, cambia los tipos de narrador, explota
la iluminación y el montaje para robustecer la espectacularidad de su
representación. Carpenter se concentra en la figura de Elvis, este
personificado como un sujeto talentoso, muy sensible a la soledad y que además
nunca supera su complejo de Edipo. Luhrmann mira al cantante, aunque siempre
desde el punto de vista de su representante, esa figura que en principio era
sombra y luego chupasangre del genio musical. Carpenter apenas menciona al
manager y, en su lugar, carga responsabilidad al cantante de su ocaso, damnificado
de su propia fragilidad, ego, fatiga laboral y una paranoia provocaba posiblemente
por la suma del abuso de las drogas y la coyuntura social. Luhrmann, en cambio,
convierte a Tom Parker (Tom Hanks) en el promotor del ascenso y posterior
descenso o degradación de la estrella de rock. Es creador, pero también
destructor. Un equivalente al doctor Frankenstein. Elvis (Austin Butler) aquí es
personificado como una víctima de su agente, y además un cantante sensible a su
contexto social al reconocer el racismo y la violencia de una “América” en
estado de paranoia, anarquía y caos. Es una película que atiende a los tópicos
que el Hollywood y el público de hoy demandan.
A esto se suma la intención de
Luhrmann de crear una historia que no deja de estar concebida como un musical,
género que el australiano conoce, aunque no desarrollado de forma tradicional.
Es un cine chispeante y aparatoso como cualquier show de Las Vegas, aunque con
aleaciones que lo hacen lucir como un pastiche o un espectáculo circense, tal
como lo observa el “monstruo” de esta historia. Como buen villano, Parker es
descrito con complejidad. Se le da palestra para dar su perspectiva, lo que
pone en jaque a un juicio moral frenado por las dinámicas de la industria
artística. Eso que muchos miran como explotación, para el representante fue un
acto de beneficio recíproco y consentido. Estamos ante un cínico dentro de su
oficio. No llega a lo perverso, pues sus víctimas son sumisas hasta cierto
punto. Él es como un lobo que convence a los cerditos de que les abra la puerta
para comérselos enteros. Fascinante el principio de Elvis, cuando Parker
va reconociendo a su presa para después estudiarla. Lo hace sin exponer su
presencia, siempre a distancia. No hay un acercamiento apresurado. El tipo es
cauto y paciente. En contraplano, vemos al joven Elvis en tomas picadas. No se
le ve la cara. Eso aumenta la fascinación del observador. Al igual que muchos,
sabe que tiene el rostro del talento, pero aún nadie lo ha visto de la forma como
él lo ve: Elvis es toda una atracción en bruto.
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