Mediante un comunicado público, Robert Julca denuncia a Oscar Sánchez, ambos directores de Mataindios, haber incitado a que un reportaje televisivo omita su nombre y el de otros colaboradores de la producción. La película se encuentra actualmente en cartelera.
No es una película tras un filtro
en blanco y negro, sino más bien la representación de una comunidad decoloraba
que va recuperando la naturalidad de sus tonos a medida que van expurgando sus
dolores y, finalmente, declara su resentimiento. Mataindios (2018),
dirigido por Oscar Sánchez y Robert Julca, nos interna en una población de la sierra
peruana, un lugar sin nombre que podría ser cualquiera que estuvo expuesto a la
violencia de la guerra interna provocada por el terrorismo. A primera vista,
esta película tiene una impostación documental. Podríamos decir que es la
contemplación o intromisión -a propósito de ese modo de registrar casi invasivo-
a las rutinas de una sociedad que nos va extendiendo sus propios testimonios, o
los ajenos, fruto de su experiencia con el delirio armado e ideológico dictado
por los grupos insurgentes que fueron sembrando el terror en diversas
comunidades serranas a partir de finales de la década del setenta. Si bien su
introducción o su estructura en capítulos nos indica que estamos siendo
testigos de los preparativos de una celebración a un patrono cristiano, lo religioso
se percibe en un principio como un fondo, mientras que los testimonios asumen
un primer plano. Hasta entonces, no es en tanto un retrato etnográfico, sino un
retrato sobre una memoria que se manifiesta de forma tan natural y cotidiana
como el sembrar o tejer.
Es a través de pesadillas o conversaciones
comunes que el espectador identifica un trauma lo suficientemente adherido a
estos ciudadanos como para entenderlos como síntomas o expresiones habituales.
Ya para el tercer capítulo, la idea de que estamos viendo el preámbulo de una
celebración patronal asume el primer plano. Los testimonios se relegan y ahora
toda acción o comentario gira entorno a la imagen sacra de Santiago, ese patrón
al que la comunidad rendirá culto. Nada de esta ofrenda generaría extrañeza si tan
solo se ignorase los antecedentes de esta figura cristiana, apodada “El terror
a caballo”. Santiago Matamoros, el mismo Santiago al que esta comunidad se “inclina”,
para los tiempos de la conquista de América, ya era considerado como el patrón
de las milicias españolas, figura aguerrida que sembraba el cristianismo a
fuerza de hierro -tal como se sobrentiende en algún pasaje bíblico-. El genocidio
de los españoles en distintos puntos del territorio americano, en consecuencia,
tuvo como bendición a la figura del Matamoros. Mataindios es una
película que provocaría una reacción confusa si se ignora o no se presta
atención a las referencias del patrono cristiano en cuestión. Tener en claro
esto, por tanto, nos deriva a entender ese acto de culto comunitario como un efecto
irónico, una especie de revancha ante una ideología que en algún tiempo pisoteó
la serenidad de su comunidad. Sánchez y Julca tienen en claro
que no quieren hacer una nueva recolección de testimonios de deudos o ultrajes
hoy impunes. No lo descartan, pero lo retratan lo suficiente para dejar en
claro que está latente. Por otro lado, son conscientes que toda memoria merece alcanzar
una expurgación o liberación de ese trauma, al menos parcial, lo suficiente para
abrazar la paz, la vida o recuperar la coloración del espacio; replantear su
normalidad. Ante esa búsqueda, no se conforman con la ritualidad que hace
honores a sus muertos o la reactivación de la misma memoria a partir de la
oralidad, sendos actos entendidos como terapias comunitarias. Lo que sucede en Mataindios,
se podría decir que es la culminación de una tradición servil, el divorcio de
una sociedad hacia aquello que un día representó normalizar el rol de ser
colonizado. Tanto el terrorismo de los colonizadores españoles como el de
Sendero Luminoso, fueron ejecuciones en donde un invasor subyugó a todo un
territorio a fuerza de hierro con el fin de imponer su ideología. Es
prácticamente lo que avala el mito de Santiago, figura a la que más bien la
comunidad que representa Oscar Sánchez y Robert Julca le prepara su desquite en
lugar de hacerle una honra. Lo que acontece al final de Mataindios es un
ritual sobre la descolonización, un reclamo a la historia, a las autoridades, al
poder tiránico, ese que te vigila desde detrás de una cerradura, pero que las
nuevas generaciones, gracias a la concientización de sus mayores, cancelarán.
No habrá más sumisión o rituales.
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