La película de Julian Higgins me
retrae al western del periodo crepuscular. Es decir, el reverso de las
historias del viejo oeste realizadas por directores como Raoul Walsh o John
Ford, las cuales narraban épicas triunfales sobre los primeros colonos que
resistían ante la hostilidad de las tierras aún no exploradas por las
comunidades procedentes del occidente, las que luego conquistaron y
“civilizaron” mediante leyes alineadas a sus ideales de nación. Ya después,
directores como Sam Peckinpah, Robert Aldrich o el mismo Ford en su etapa
final, nos representaron a ese mismo escenario en un estado lánguido al
expresar síntomas de una civilización que, dentro de sus principios de paz y
democracia, habían engendrado prejuicios y resentimientos, además de haber
provocado el genocidio de sus “no iguales”, los dueños de su “nuevo mundo”,
convirtiéndolos en sus enemigos. Es mediante esas evidencias que emergía el western
crepuscular dando señas del fracaso de una nación que se fundó entre la
violencia y el apoderamiento de tierras. God’s Country (2022) hace
alusión a esas secuelas desde un tiempo presente. Según esta película, el
actual carácter y ánimo de muchos ciudadanos estadounidenses no está lejos de
la personalidad conflictiva y desalentada de los antihéroes del contexto western
en pleno ocaso.
Basándonos en los antecedentes de
algunos habitantes de esta comunidad sin nombre, podríamos decir que este es paradero
de personas desterradas o que optaron por el autoexilio. Ahí está la historia de la protagonista,
Sandra (Thandiwe Newton), una expolicía dedicada a enseñar en la escuela de la
localidad en cuestión. Es clara la razón de que el retiro de esta mujer a ese
apartado lugar ha sido gestionado por algún desencanto que tiene que ver con el
ultraje a esa imagen idílica que ella tenía del cargo como oficial de policía. “No
hay forma de que me vuelva a colocar esa maldita insignia”; dice Sandra al
informarnos cómo es que una policía de ciudad terminó enseñando un curso para
hablar en público en una escuela pública en algún lugar que parece olvidado. De
hecho, incluso no importa tener detalles de ese incidente —o la serie de
incidentes— que llevó a esta solitaria mujer a pensar eso y recluirse a ese
lugar. Sucede que tanto el escenario como los conflictos que irán aconteciendo
en esta historia decadente nos irán dando ideas de las desmotivaciones de la
protagonista. Estamos en temporada invernal, la historia inicia con Sandra
cargando un luto, tenemos una escuela con pocos recursos, una estación de
policía que carece de refuerzos, un sheriff no habido, expresidiarios
hostigando a Sandra, un lugar en donde los mismos habitantes “arreglan” sus
problemas, personajes respetados, aunque con una ética cuestionable. Este es el
viejo oeste.
Pero como todo escenario poseído
por el ocaso, además de hostilidad, revela también un lado melancólico. God’s
Country está envenado por una aflicción que es jalada por el vínculo
familiar y el vínculo hacia el mismo lugar. La muerte de la madre de Sandra,
curiosamente, es abstemio de algún apunte dramático. Capaz algo tiene que ver
la relación áspera entre madre e hija. Muy a pesar, Sandra no deja de rebuscar
entre las pertenencias de su madre. Anuarios, fotos, prendas de vestir,
recuerdos de los que decide no deshacerse. Por otro lado, estaremos ante un
lugar sin ley, pero no deja de ser un lugar idílico y apacible para la
protagonista y, tal vez, para los otros habitantes. “Ver las montañas es como
ver el principio cuando no había gente y solo había osos”; menciona Sandra con
un aire casi poético y extasiado por eso que le provoca dicha naturaleza. Es
obvia la alusión hacia lo histórico. Hay un acto de fervor hacia aquello que
representaba el principio de las civilizaciones en Estados Unidos, una temporada
en donde todo era virgen, según palabras de la protagonista. Es interesante si
no deja de relacionarse esa idea con su posterior discurso, el del desencanto
hacia la ciudad que abandonó, el estado de desilusión hacia la ley o ante esa tradición
en donde se dice que la policía está para servir a la comunidad. De pronto,
para Sara el retirarse a ese lugar que le recuerda al viejo oeste en su estado
de gloria, le hace creer por momentos que es un espacio libre de esos pecados
que supuran en la gran ciudad, un lugar no virgen o no corrompido.
Lo cierto es que esa visión de Sandra
hacia esta comunidad es una fantasía. Sucede que ese lugar que supuestamente
debería ser un contexto lejano y ajeno a los problemas de la ciudad está igual
de pervertido. Aquí las carencias, los prejuicios y los resentimientos son
también parte de la rutina. Es por esa razón que God’s Country parece
una recreación del western crepuscular. En un lapso de sietes días —numeración
que no es gratuita, posiblemente, aludiendo que lo que vemos son circunstancias
cotidianas dentro del calendario habitual—, seremos testigos de una variedad de
desbalances que parecen justificar la no cordialidad entre varios de los
pobladores. A propósito de este pequeño universo alejado del mundo, Julian
Higgins nos describe el fracaso de una nación. La idea de unidad, democracia,
cuotas de género o diversidad son también parte de una fantasía. En cierta
perspectiva, este es un mundo de maravillas no concretadas. Vemos a personas
gestionando acciones puramente humanas, crean conciencia o generan aportes
hacia la comunidad, pero, por otro lado, desfogan una serie de complejos,
atentan contra la vida ajena o el patrimonio. Esta es una comunidad
contradictoria; en cierta medida, hipócrita e incapaz de poner en marcha una
autocrítica. God’s Country cierra su historia con rabia y pesimismo. Es
como si el último bastión o resistencia a repeler esos hábitos defectuosos cediera
a seguir la herencia de la discordia social. Entonces ya no es más ocaso, sino
escenario de consumación.
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