martes, 8 de febrero de 2011

Darren Aronofsky Gourmet (3 parte)

El crepúsculo de los dioses
Mickey Rourke para inicio de los 80’s hasta mediados de los 90’s significó ser, además de un actor con talento, uno de los sex symbols dentro del mundo en Hollywood. Sus apariciones involucraban ser la estrella del filme o bien estar incluido al set de los personajes principales. Para el año 2000, Rourke ya había desaparecido. Se comentó que cuestiones personales implicaron ese “receso”. El hecho es que nunca hubo tal; el actor seguía en carrera sólo que esta vez sus papeles fueron menores. Su estereotipo masculinizado de hombre rudo y sexy ya no cabía. El actor de buen tino se había apagado, estaba fuera del juego y la luz de su fama estaba en agonía; había sido incluido al ritmo perverso del mercado. Ni si quiera su participación en acertadas películas como Hombre en llamas (2004) o Sin city (2005) no lograron renacer la carrera de Rourke, en lugar de eso enfatizaba su personalidad estereotipada de actor desenfrenado.
El luchador es la sinfonía melancólica de un experimentado peleador desgastado por el tiempo; una leyenda viva. Randy “Ram” Robinson es un sujeto que recorre bastidores, bares, gimnasios y restaurantes, y no recibe más que elogios de distintas generaciones. Es toda una larga fama que fue ganada luego de una extenuada carrera como luchador profesional de wrestling, un arte en performance que para muchos como él es más que un deporte. Es un sentimiento, una pasión, una motivación. Toda leyenda, sin embargo, ha necesitado de un extenso recorrido. “Ram” si bien es leyenda, ha esperado por esta toda una vida. “Ram” está viejo, y su actual fama, dentro de todo, son todas las luchas que peleo durante sus temporadas en los 80´s, tal como él mismo menciona. Sus golpes, caídas y llaves están por colapsar. Su performance no parece ser la misma de antes. Su cuerpo sano y juvenil es al igual que su imagen, un mito, algo incapaz de volver a retomar. Con esto, se entiende por qué Darren Aronofsky eligió a Mickey Rourke como protagonista de este filme. Es mejor traer al personaje que crear al personaje.

El luchador es la autobiografía de un deportista en el límite del retiro y de su última actuación. “Ram” luego de una performance sádica en el cuadrilátero es víctima de un paro cardiaco que le ha prohibido ingresar una vez más a la lona. El hecho es que la otra vida de “Ram” es una que constantemente ha negado. Su verdadero nombre resulta ser más bien un seudónimo para él, uno el cual no se está orgulloso. Se perturba cada vez lo mencionan. Esa imagen además implica una serie de vivencias el cual cree no estar “en forma” para enfrentar. Es, por ejemplo, su relación con Stephanie (Evan Rachel Wood), su única hija, relación que en realidad nunca existió por una ausencia de parte suya que forjó una coraza aparentemente indestructible, difícil de enmendar a su edad, pero que, sin embargo, su condición ahora desquebrajada, parece haberlo fortalecido anímicamente.
El ser un deportista en el límite del retiro lo obliga a ser nuevamente Robin Ramzinski, un hombre más, uno que trabaja en el almacén de un bazar o detrás de un mostrador de carnes y ensaladas, lugar desde donde nadie lo reconocerá más que como un individuo más o a lo sumo, un deportista en retiro. De la fama a trabajar a un supermercado. Dentro de todo Ramzinski sigue siendo “Ram”. Cada día de trabajo, sea frente de una balanza o seleccionando la carne fresca, es una entrada más a la arena, un reto más, una batalla que conscientemente la relaciona con su verdadera vida, su motivación, la lucha, una actitud indesligable. Tal vez no bloqueará ni codeará ni aplicará su famoso “Ram Jam”, sin embargo, rebanará, empacará, recomendará, y si bien al final no recibirá un apoteósico aplauso de parte de su público, el agradecerá “las gracias” que recibe luego de sus despachos; un gesto de caballerosidad, ser fiel a su público. Es gracias a ellos por el que está, gracias a ellos tiene empleo o un oficio. Si bien “Ram” está alejado de su realidad, el camufla, muda su vida de la lona a los pasillos de un supermercado. Ello, sin embargo, no será suficiente, es momento de enmendar y, además, de llevar un vacío íntimo.

“Cassidy” (Marisa Tomei) es una bailarina de un nightclub. Ella tiene un hijo de nueve años. Hace la labor de madre en las mañanas, mientras que en las noches se dedica a ese "otro" oficio, bailes en público o en privado. Ella, así como “Ram”, performatizan, actúan, tienen un público, una clientela, una fama, un apelativo. El verdadero nombre de “Cassidy” es Pam. Fuera de su oficio es llamada así, no por clientes ni por su jefe ni por el mismo “Ram”. Ella afuera de su labor es otra persona. Ninguno de sus clientes debe tener el mínimo contacto con ella fuera de su “segunda” vida. Lo que ocurre con “Cassidy” es más bien algo distinto. Ella, por su mismo oficio, no puede escalar una fama similar a la que ha obtenido “Ram” con el wrestling. La primera escena de “Cassidy” es la de una mujer despreciada por un grupo de adolescentes, deseosos de “carne fresca”, y no de una mujer madura. “Cassidy” sabe cuál es el límite de su oficio, algo que posiblemente no puede percibir o aceptar “Ram” dentro de su oficio, tal vez, por algún tipo de fijación machista, en el sentido que los músculos y el orgullo masculino no se amilana a cualquier adversidad natural como, por ejemplo, un paro cardíaco. El caso de “Cassidy” se puede entender más bien desde dos sentidos: la negación a seguir conviviendo con la realidad machista donde la mujer participa como un objeto sexual, o más bien entendido a la inversa, el retiro de “Cassidy” como una aceptación que su ruta como bailarina ha acabado, aceptando que su cuerpo ha dejado de ser sexualmente un atractivo masculino. Sea cual sea el caso, “Cassidy” y “Ram” parecen tener la misma realidad, ambos son dueños de dos vidas donde su actual decisión implica escoger una de ellas, quedarse con aquella que han adoptado por años o volver a su vida natural la de Pam o la de Robin Ramzinski.
“Ram” ha decidido acercarse a su hija Stephanie. Las escenas cuando el padre intenta hacer las paces con su hija son los momentos más dramáticos. Se observa la vida de un sujeto envejecido, una lección que recibió luego de haber dejado de lado sus días como luchador, un sacrificio enorme que, como se mencionó, revive en su vida como un sujeto normal. “Ram” parece haber decidido ser un buen padre, ser capaz de desear llevar una relación con una persona, de someterse a un vida común, sin embargo, sigue llamándose “Ram” y sigue comportándose como tal. Es natural que luego las cosas se inviertan como estaba en un principio. La naturaleza de “Ram” es inquebrantable. Nadie podrá bajarlo de la lona, sólo el público. Sin intención, ha roto una vez más el lazo de confianza con su hija. Ha entendido que la persona a quien ama no lo incluye en sus planes, y lo que es peor, fuera de la arena, “Ram” ha sido reconocido, no como el luchador, sino como el ex luchador. No ha perdido el juicio, ha perdido una batalla, ha sido noqueado. Un dedo amputado detrás de un mostrador es lo que menos importa. Es su orgullo, su vida, el no debería estar allí atendiendo a la gente, fingiendo ser alguien que no es, no después –dice él –que la vida le ha dado la espalda. Lo real está dentro de la lona.

Darren Aronofsky ha perdido totalmente ese halo estético, su estilo fílmico es distinto a lo que fue en Pi o en Réquiem por un sueño, apenas ha logrado conservar esa mirada objetiva, una cámara a espaldas de su personaje principal, uno que lo inmortaliza cada vez que recorre un pasillo, sea camino al cuadrilátero o en un hospital. Los enfoques son cerrados, de espaldas o de reojo, interfiriendo biográficamente en la intimidad de un luchador a vísperas de su último show.

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