lunes, 27 de febrero de 2023

El triángulo de la tristeza

“Vendo mierda”. “Sí, señor”. Sí, señora”. Esas frases son una suerte de mantra para los personajes de El triángulo de la tristeza (2022). Citando su secuencia introductoria, todos los mencionados de esta película en algún momento de sus vidas parecen haber caminado por algún tipo de pasarela obligándose a fingir —borrar su gesto triste e inconforme— para someterse ante alguna industria, política o filosofía con el único fin de adquirir el éxito o el poder. Se vuelven mercaderes de mierda y no dejarán de asentir su condición de súbditos. Ante ese panorama, Ruben Ostlund se imagina muchas situaciones o escenarios. En el mundo de la moda, las relaciones amorosas, dentro de un sistema náutico o insular vemos cómo siempre existe un impulso del individuo por adquirir o reafirmar un estado de dominación, sea a través de la impostura del modelaje, la sentimental, la económica o autoritaria. Podríamos tentarnos a pensar que los personajes en cierto punto del relato cambian de bando o parecer dado que su perspectiva de vida o ambición madura o se reformula. Nada de eso. Sus deseos siempre se reducen a ser mercaderes de eso que consideran es una mierda, pero que saben les asegurará una trascendencia dentro de cierto contexto o circunstancia. Perder su grado de dominación es para ellos cuestión de vida o muerte. Lo asumen como una selección natural.

En cierta forma, la relación entre Carl (Harris Dickinson) y Yaya (Charlbi Dean) crean una pauta para entender la mentalidad del resto de protagonistas. Tenemos a este hombre enamorado de esta mujer. Él cuestiona muchas cosas de ella. Ella es consciente de su postura de mierda. Cuando se podría decir que están dispuestos a emprender un complicado, aunque no imposible, divorcio hacia ese estado de servilismo —él servil hacia ella, ella servil al modelaje—, lo siguiente será un diferente escenario, misma actitud de esclavos. Más adelante se repetirá eso, y ya para entonces estaremos convencidos de que este es un mercado en donde los personajes siempre estarán con un precio en la espalda, dispuestos a negociar su integridad, cambiar de parecer para venderse al mejor postor, aquel que los sacará de un vertedero para meterlos a otro, ese el que es tendencia y todos ansían y pugnan para ser socios. El triángulo de la tristeza es una sátira a los impulsos de la modernidad que ha generado a una sociedad abyecta, rastrera, siempre acariciando alguna fantasía. La idea romántica de enderezarse o salir de ese fango para bañarse en agua limpia es utópico. Aquí los personajes ni por un golpe de suerte se redimirán. Eso queda tan claro como la comedia, la ironía y el estado de vejación que Ruben Ostlund reitera. El circuito de la historia es impredecible, muy a pesar, su humor y mensaje reinciden, se desgastan.

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