viernes, 10 de febrero de 2017

IFFR 2017: All the cities of the north

Enigmático filme de Dane Komljen, director de origen yugoslavo que hace una suerte de elegía a esa nación que ya no existe, pero que aún conserva sus vestigios. El filme en principio no parece querer representar una historia. All the cities of the north (2016) es más la aproximación a una rutina; la de dos hombres habitando en un espacio del que no se define geopolíticamente, pero se entiende algún día fue Yugoslavia. Del lugar reconocemos arquitecturas abandonas rodeadas de vegetación. Hay un abandono palpable de un contexto que no tiene dueño y que los protagonistas han tomado y reconocido como su hogar. En la película de Komljen el tiempo transcurre con sosiego, algo que parece también trasmitir los personajes que deambulan por el alrededor y por momentos llenan su itinerario con un oficio de peón. No son homeless, pero es como si la misma atmósfera los identificara como tal.
All the cities of the north es también una voz de poesía evocativa que tal vez es recitada por algunos de esos hombres. Son los instantes claros en que existe esa referencia al país que fue Yugoslavia, uno que proyectaba desarrollo, y que, al igual que cualquier otro país europeo, había heredado esa actitud colonialista al expandirse hacia lugares lejanos. Dane Komljen recurre a la fotonovela al estilo de Chris Marker y se traslada a las arquitecturas asentadas en el continente africano que fueron destinadas a ser centros laborales dominados por el ex gobierno yugoslavo, hoy en día edificaciones que apenas han servido como lugar de tránsito. Hay esa alusión a la no correspondencia hacia lo que no tiene dueño. Una suerte de estigma a lo inexistente. All the cities of the north es una mirada virtuosa en donde la fotografía otorga esa cuota espectral, un lugar fantasmal en donde los fantasmas habitan. Es un mundo aparte.


All the cities of the north podrá ser vista hasta el 20 de febrero en la plataforma de Festival Scope: http://bit.ly/2kcCP3s

IFFR 2017: Solo, solitude

Para cuando la dictadura de Suharto estuvo a vísperas de cumplir su tercera década, las protestas en Indonesia durante 1996 sumaron adeptos, y en reacción el Gobierno respondió con represión. Solo, solitude (2016) narra una historia de exilio, la del poeta Wiji Thukul (Maryanto Gunawan), quien tuvo que abandonar la ciudad de Solo para después peregrinar de ciudad en ciudad, de casa en casa, cambiando de identidad ante la persecución de la que fue presa. La película de Yosep Anggi Noen, en tanto, se sostiene de dos motivaciones. Una es el reconocimiento del estado de contención que por entonces se vivía en la nación, esto en base de un solo testimonio: el del propio poeta y su esposa. La segunda motivación es un descubrimiento y reconocimiento a la palabra de Wiji Thukul. Durante el filme se introducirá a su visión comprometida, algunos de sus poemas y la carga significativa que fue gestando para los que pertenecían a su círculo.
A pesar de ser una suerte de biopic sobre los pensamientos de un ideólogo, este filme no deja de ser sustancial en cuanto al retrato testimonial del vate y su esposa; y especialmente de la segunda. Un gran momento es, por ejemplo, para el reencuentro de estos dos. Solo, solitude entonces rebela ese lado doloroso de la causa, aquello que denota sacrificio y frustración. Es el instante más humano de toda la película. De pronto la doctrina queda apartada y vemos por fin a Wiji Thukul en un estado de relajación dentro de un lugar que no es su hogar, pero que, sin embargo, provoca esa rutina doméstica. Vemos a la pareja conviviendo; la intimidad como medio de olvido ante lo que acontece afuera. Todo ello, muy a pesar, es efímero, y es ahí cuando se manifiesta esa evidencia descarnada. Entonces el hombre pasa a un segundo plano para que la mujer pase a ser protagonista. Es esa mirada de cómo la Dictadura no solo golpea lo público, sino también lo íntimo. Hay una humillación literal en dicha escena.


Solo, solitude podrá ser vista hasta el 20 de febrero en la plataforma de Festival Scope: http://bit.ly/2l17fd4

jueves, 9 de febrero de 2017

IFFR 2017: The last family

Un detalle curioso en The last family (2016) ocurre para cuando uno de sus personajes confiesa padecer de claustrofobia. Irónico dado que este junto al resto de protagonistas se la pasan encerrados, y tal vez por eso que sucede tanto roce, hostilidad y distanciamiento, a pesar de que viven codo a codo y son familia. El director Jan P. Matuszynski hace un retrato familiar que predice su decadencia, aunque esta misma se alarga, ello incluso cuando por momentos sus miembros se esfuerzan por finiquitar su propia existencia, o “colaboran” porque el otro sucumba lo más pronto posible. Hay un comportamiento de relaciones que gesta negligencia como también mutuo desinterés. Matuszynski para ello encierra a sus personajes en uno de los edificios que la Varsovia de la posguerra (así como otras ciudades de la Europa del Este) engendró. Construcciones que aplazaron sus inauguraciones, muchas de ellas dejadas al abandono, pero que familias como los Beksinski tomaron como lecho de vida y de muerte.
Tenemos a un patriarca, reconocido pintor de mundos utópicos (muy sombríos, por cierto); un hijo neurótico, excéntrico DJ y traductor de películas en inglés; y una madre, abnegada y árbitro de las afrentas del padre provocador y el hijo explotando de nerviosismo. Existen evidencias de una familia disfuncional, pero curiosamente esta va caminando (o sobreviviendo) a través de los años. The last family transcurre desde la década de los 70 hasta los primeros años del Nuevo Milenio. Es decir, hay una larga temporada de convivencia, tiempo suficiente como para que los personajes sean infelices y vivan reprimidos el uno al otro. Jan P. Matuszynski emprende un relato perverso en el cual el correcto y ejemplar padre tiene una introducción en solitario descubriendo un lado que es invisible ante los suyos (aunque es seguro, ellos ya lo saben). Es en efecto el personaje más tétrico, creando universos apocalípticos, filmando a la muerte. Es como si conscientemente el patriarca absorbiera lo funesto. Su vida en resumen es esa rutina. Siendo el espectador de varios entierros, en cierto modo, trágicos, mientras va aguardando al suyo.


The last family podrá ser vista hasta el 20 de febrero en la plataforma de Festival Scope: http://bit.ly/2k8b4cl

IFFR 2017: Antes que cante el gallo

En la película de Ari Maniel Cruz observamos a un personaje conflictivo a propósito de su edad y su ambiente disfuncional. A puertas de la adolescencia, Carmín (Miranda Purcell) se encuentra en la cumbre de la rebeldía, animosidad que se intensifica a consecuencia de los lazos escindidos ante una madre que la desampara y una abuela con quien no mantiene una buena relación, a pesar de ser este familiar la única que la cuida. La llegada del padre, sin embargo, será un cambio que no solo le otorga un nuevo aire emocional al entorno de la niña, sino que además comienza a alimentar su curiosidad de púber. Antes que cante el gallo (2016) en cierto modo puede ser un relato ambiguo que evoca a un “complejo de Electra”, muy a pesar, su director desea llegar más allá del retrato sobre el descubrimiento sexual de una adolescente.
Este filme puertorriqueño es más una travesía la cual va hurgando y provocando el personaje de Carmín. Su necesidad y su curiosidad de pronto comienzan a descubrir ciertos temas o eventos que forman parte del imaginario coyuntural de ciertos espacios en Latinoamérica, tal como la migración o el fanatismo religioso. Pero están también otros temas universales. Es el propio descubrimiento sexual, familias disfuncionales, la violencia. No hay razón para atribuir a ese contexto rural como gestor de aquellos eventos. Simplemente estos acontecen dentro de la realidad que le tocó vivir a Carmín, quien es presa de la rabieta, el instinto, la provocación y el deseo de seguir mirando cuando no debe. Antes que cante el gallo está destinado a ser una historia de aprendizaje. Para el final, las cosas siguen igual como en el principio. Sin embargo, todo es tan diferente.


Antes que cante el gallo podrá ser vista hasta el 20 de febrero en la plataforma de Festival Scope: http://bit.ly/2k4YURF

viernes, 3 de febrero de 2017

IFFR 2017: Kékszakállú

Algo me dice que lo valioso en el primer filme de ficción de Gastón Solnicki no radica en su influencia o inspiración (o cómo quiera llamarse) a cierta ópera de origen húngaro. Lo que a continuación se mencione en esta crítica es fruto de una interpretación que rehúye de esa relación o relectura que quiera manifestarse en Kékszakállú (2016) respecto a cierta obra musical. El director argentino Solnicki, a grandes rasgos, manifiesta una película que podría ameritar una segunda mirada, a consecuencia de una irregularidad argumental. Se podría decir que recién más allá de la mitad del filme se descubre una historia. Lo resto no es más que eventos de apariencia incidental, meros accesorios que nos distraen; ya bien sea hasta que suceda esa historia o haciendo posta a esta misma. Lo cierto es que fuera de lo argumental, algo comienza a madurar con premura apenas inicia la película. Estamos en lo que parece una zona de balneario vacacional. Los niños son sus protagonistas, pero algo no funciona, y esto tiene mucho que ver con el espacio.
Estos primeros personajes de Kékszakállú se postran por delante de paredes o superficies lozanas. Los colores pálidos reinan, especialmente el blanco. En tanto, se forja una punción visual que pone al sujeto en relación con su espacio. Es partir de ese rasgo que de pronto esa decoloración comienza a tener sentido o correspondencia respecto a ese aturdimiento comunitario de muchachos –claramente, correspondientes a una clase alta– que no disfrutan el momento, a pesar de encontrarse en un espacio recreativo. Me viene a la mente un director como Michelangelo Antonioni, quien sí parece una influencia inmediata para Solnicki. En este filme argentino la arquitectura es protagonista, la cual sugiere un patetismo que parece afectar o relacionarse a ese personaje colectivo. Estos lucen extraviados. No hay evidencia de un goce. Y esto sucede a profundidad con ese personaje que promoverá la única historia dentro de este largo.
El personaje interpretado por Laila Maltz es la síntesis de ese colectivo que ha ido desfilando desde el inicio de la película, y al igual que ese resto, parece no encontrar su lugar o un sentido satisfactorio de las cosas. La vemos entonces ir de un lado a otro, siempre desencajando, siempre con ese rostro interrogante, siempre frenando ante lo que luce como un reto. Kékszakállú es como un manifiesto sobre una comunidad que tiene un conflicto con la madurez o la adultez. El personaje de Maltz es como esa niña de principio de la película que duda en echarse a la piscina. Gastón Solnicki crea una película atractiva debido a esas incógnitas que nos contagian sus encuadres y pláticas en su mayoría planos. Formula diálogos intrascendentes que a fin de cuenta parecen complementar esa idea de que la película, en efecto, retrata a personajes inconclusos. Kékszakállú es difuso como esa escena fantasmal de un puerto flotante, en donde su personaje emerge de entre la penumbra. Tal vez esa era la idea a que quería llegar su director: el tránsito de la claridad a lo incierto.


Kékszakállú podrá ser vista hasta el 20 de febrero en la plataforma de Festival Scope: http://bit.ly/2jL8ucm

jueves, 2 de febrero de 2017

IFFR 2017: Park

Fue a consecuencia de la crisis europea que el cine comenzó a gestar una serie de películas residentes del Viejo Continente (especialmente de la zona Este) que contemplaban a personajes y espacios vulnerables ante las secuelas de la ruina económica. Temas como el desempleo y la violencia comenzaron a ser eje medular en sus argumentos. En Park (2016), la directora Sofia Exarchou aplica mismos referentes para su historia, poniendo además a la adolescencia como protagonista, otra constante de este tipo de dramática social que pone en evidencia una degeneración latente. Dimitri (Dimitris Kitsos) parece estar atado al desgano. Cuando no está “pasando el rato” junto a su collera de amigos, se entretiene saliendo con Anna (Dimitra Valgkopoulou) o criando a su perro a quien usa como semental. Esa es la rutina del muchacho desde que perdió su trabajo.
Park no tiene una visión trágica de la realidad en la que está inmerso Dimitri o alguno de sus colegas. Su historia, sin embargo, evoca quiebres en que la situación de sus personajes está al borde de la adversidad. Dicho esto, la película de Exarchou es más bien una antesala a lo trágico. Dimitri parecería un adolescente inofensivo, de no ser por esos instantes en que su ser es poseído por impulsos de una violencia o perversión injustificada. En respuesta, hay una norma o ley ausente que pueda enderezarlo. La figura adulta poco es protagonista del filme, y si está presente, este estimula a esa desidia.
Lo mejor de Park son esas alusiones que complementan la realidad que está carcomiendo a la sociedad griega. Sucede, por ejemplo, para cuando los adolescentes usan un exrecinto olímpico como lugar de recreación, o para cuando la pareja de jóvenes visita un balneario turístico de poca convocatoria. Es la visión agónica de un país que ha extraviado su atracción, tanto histórica como geográfica. El tiempo parece haberlo convertido en cuna de borracheras, aglutinadas por la juventud y respaldada por los adultos. Al final de la película, el protagonista principal no aparece entre su grupo de amigos. Más que un cierre, este luce como una coda, en donde cualquiera de los adolescentes tranquilamente podría aspirar a convertirse en el próximo protagonista.


Park podrá ser vista hasta el 20 de febrero en la plataforma de Festival Scope: http://bit.ly/2kY1Z6V

miércoles, 1 de febrero de 2017

IFFR 2017: The man

La trama que se gesta en la película de Charlotte Sieling es síntoma de una perversión que ha madurado, aproximadamente, desde la década de los ochenta, temporada en que la superficialidad y el arte fueron íconos de rentabilidad. En este filme los personajes no son yuppies ni modistas, sino agentes del arte industrializado. En The man (2016) el personaje de Simon (Soren Malling) es una especie de “Andy Warhol” de nuestros tiempos. Al menos en Dinamarca, el arte es equivalente a Simon, amo y señor de su propio estudio en donde laboran los artistas más talentosos del ambiente. Aquí, sin embargo, no existe la pugna por derrocar al director de esa orquesta. Es como si hubiese una especie de dejadez de parte de toda esta compañía por que permanezca Simon a cargo. Lo cierto también es que esa norma cambiará para cuando entre en escena un personaje no invitado: el hijo de Simon.
Que quede claro que The man no aspira a convertirse en una comedia dramática en donde padre e hijo se esfuerzan por recobrar el tiempo perdido. Nada de eso. La película de Sieling podría coquetear con el sentimentalismo, mas su intención es clara: esta es una historia llena de egoísmo y muchos golpes bajos. La llegada de Casper (Jakob Oftebro) es la piedra en el zapato para Simon. La hostilidad del hombre maduro es irreparable. Poco le importa saber qué fue de su hijo o de la esposa que abandonó años atrás. La presencia de Casper para el padre es una especie de intromisión a su éxito y universo artístico. Lo irónico es que el joven, además de su presencia, trae consigo su propio nombre. Él es “El fantasma”; muy conocido artista grafitero en toda Europa. Es con esta evidencia que parece irse perfilando una guerra fría.
Lo interesante en The man es el juego de relaciones, algo que no solo se gesta entre padre e hijo, sino también entre estos mismos protagonistas respecto a los secundarios. De repente, los protagonistas principales comienzan a relacionarse con las mismas personas, y la rivalidad se hace implícita en la trama. Por encima de esa competencia de carisma o simpatía, está también ese enfrentamiento creativo. Es por este doble duelo que tal vez los personajes de Charlotte Sieling lucen irreconciliables. Justo para cuando padre e hijo comienzan a obtener química entre sí, algo acontece y el combate se renueva. The man podría resumirse en su final. Simon y Casper en medio del escenario artístico descubren sin pudor sus rostros perversos. Ambos son de la misma casta: frutos del canibalismo contemporáneo.

The man podrá ser vista hasta el 5 de febrero en la plataforma Festival Scope: http://bit.ly/2jD6SkA