jueves, 11 de abril de 2013

¡Asu Mare! La película

Artículo publicado originalmente en: Cinespacio

Cual tanque de Hollywood, ¡Asu mare! La Película, dirigido por Ricardo Maldonado, se aproxima a la cartelera limeña a paso seguro. No está demás mencionarlo, dicho gracias a una gran labor de marketing, pero sobre todo al perfil carismático de Carlos Alcántara, showman a quien se le hace una especie de biopic en esta película, a la vez que se sigue la ruta de una comedia en secuencias que van de su infancia hasta un supuesto presente. Basado en el guión de su stand up comedy (y a la vez, el de sus propias vivencias), los personajes y los sucesos del filme están sujetos a lo paródico, esa necesidad de distorsionar levemente la realidad a un nivel que tampoco no alienta lo grotesco ni lo grosero, a lo sumo, un estado de ánimo algo extravagante, como si se tratara de algún sitcom u otro programa familiar light.

La historia de “Cachín” es la del pequeño hiperactivo que va reconociendo su lugar, la del adolescente palomilla de barrio que ya ha ganado un perfil y anda de arriba para abajo junto a su collera, la del hombre que se camufla al ritmo de los prejuicios sociales, que va buscando ahora un oficio mientras tropieza, reflexiona y se levanta. ¡Asu mare! apunta a la construcción de una figura humana, ello junto a la comedia pícara y redundante, crean una buena estrategia de entretenimiento, que si no atrapa por las risas, podría hacerlo por su misma trama, una que lleva incluso leves cargas de dramatismo. Son en esos momentos en que se percibe que la película no está limitada al lenguaje de las bromas de auditorio. La estructura de ¡Asu mare! sigue la de un formato clásico sobre un héroe o antihéroe que a mitad del camino se encuentra con una valla.

El filme, por el mismo hecho de saltar épocas, se esmera en remarcar el estilo o la moda de su entonces. Es la recolección de afiches o utensilios para crear la escena o la etapa. El diseño artístico y el de fotografía van aquí de la mano, mejor explotados en espacios cerrados que en localizaciones abiertas. ¡Asu mare! no está mal. Existen etapas que duran menos que otras. Algunas pasan más rápidas, otras simplemente cumplen con seguir su ruta. La etapa escolar secundaria es fugaz, al igual que la temporada en que el personaje principal escala a la cumbre artística. Momentos que caen simpáticos del filme ocurren en dos escenas. Una en que el pequeño niño visita el show de un reconocido programa local, y el otro en un bailoteo a mitad de un callejón. En ambos casos el tiempo parece estar suspendido. Es ese cliché que sabe a “Entonces sucedió…”

El talón de Aquiles de este filme apunta directamente en la frente de los seguidores acérrimos a este cómico.  A los casuales no nos pasará nada ya que ni hemos gozado de sus improvisaciones ni de sus shows. Vale recalcar que la película está basada en su stand up comedy, es decir, el público está a riesgo de venir cargado de spoilers. Claro que se dirá que una cosa es el show y otra la historia en ficción, más actores, mejor puesta escena, localizaciones reales y no banda sino pistas musicales. Lo cierto también es que el filme está intercalado de extractos del show de Carlos Alcántara, es decir, menos película. Punto aparte, lo probable, y hasta casi cierto, es que ¡Asu mare! La película apunta a convertirse en el filme peruano (no hablemos de recaudación) con mayor asistencia. Dado el caso, destronaría a Pantaleón y las visitadoras (1999), película que entonces obtuvo un promedio de 475 mil espectadores, muchos de los cuales dejaron de ir a ver cine nacional por reconocerlo como “pura lisura y calatería”. Si bien ¡Asu mare¡ La película no es un tanto original, al menos será una evidencia más que romperá con dicho prejuicio. Bienvenido sea.

domingo, 7 de abril de 2013

Los Croods

En una cueva, durante la era de la Prehistoria, el cavernícola Crug se niega a salir de su escondite. La regla es clara e impuesta para toda su familia, salir de la cueva implicaría exponerse a posibles peligros que provocarían su extinción. Las únicas salidas están dedicadas tan solo a las rutinas de caza o de comida. No hay otra razón para salir de la cueva. Lo que haya afuera es mejor ignorar, a que ser víctimas fáciles de un depredador o alguna otra cosa que es mejor tenerle miedo, afirma Crug. Y todos hacen caso, todos excepto Eep, la hija curiosa de la familia, quien un día al ver como un destello de luz surcaba en el exterior, decidió abandonar la cueva para verlo por sí misma. Lo que en principio fue una sombra, luego se convirtió en una silueta para, finalmente, tomar forma de algo que nunca antes la joven cavernícola había visto en su vida. Esto señores (no se asusten), es filosofía.

Los Croods (2012), último filme animado de la Dreamworks, narra la historia de un grupo de cavernícolas que temen al exterior, a lo desconocido o ignorado, al mundo real. Lo que ellos han visto, es apenas un mínimo fragmento de lo que en verdad es. Lo que Crug o su familia sabe, es de hecho una verdad a medias o una verdad imaginada. El padre cavernícola a diario narra cuentos, historias inventadas, es decir, eventos falsos que nunca sucedieron, pero que dentro de la cueva la familia (e incluso él mismo) toma por verdad. Crug a diario imparte el mensaje del miedo: temer lo que está afuera está bien. El miedo entonces los mantendrá alejados del peligro, a salvos en casa, eternamente ajenos al exterior, a la vida real; siempre cavernícolas. Los Croods es sin duda una lectura para dummies de la filosofía de Platón en base a su “Alegoría de la caverna”, esa que narraba como un grupo de hombres vivían encadenados en una cueva, dando la espalda al mundo, sin saber qué es exactamente lo que ocurría afuera.

El personaje de Eep no es nada más que el experimento de Platón, sobre cómo el hombre, liberado de sus cadenas, reconoce la verdad, reconoce el mundo de las “ideas”, palabra que redunda en el guión de este filme animado, y que lo motiva el personaje de Guy, el habitante que vive fuera de la caverna, aquel que ya ha visto el mundo tal y cual, pero que a pesar de todo no está satisfecho con lo visto. Él quiere llegar a donde ilumina el sol, astro que para la filosofía griega representó la verdad o la perfección misma. Guy es el alter-ego del filósofo griego. Los Croods sigue la trama sobre la hégira de un grupo de personajes que huyen del cambio global. A diferencia de La Era del hielo (2002), en Los Croods los personajes pasan por un proceso de aprendizaje. Al final de la película, Manny, Diego y Sid, no han hecho más que hacer nuevos amigos. El final de los cavernícolas es distinto. Su vida ha tenido un cambio radical, regresar a la vida cavernaria es inadmisible, no después de haber cruzado ese límite que divide el tránsito de la ignorancia a la curiosidad.

Punto aparte, Los Croods juega a un discurso peligroso. Eep, el personaje femenino, joven y aventurera, a primera vista nos podría traer a la mente a esa figura que está en búsqueda de la nueva heroína, imagen gestada por personajes como Katniss en Los juegos del hambre (2012) o Merida en Valiente (2012). Lo cierto es que Eep es más bien la aspirante frustrada a esta nueva heroína, una que en efecto es aventurera, masculinizada, más no partidaria de un libre pensamiento, transgresora, tanto familiar, social como íntimo. Eep se queda a medias, es la que se rebeló ante el mandato patriarcal, más no al mandato afectivo del enamoramiento. Eep es la típica adolescente que solo está mudando su protección paternal. Es el desligamiento a Crug y el encantamiento hacia Guy. Es entonces la desobediencia al padre y la obediencia al joven enamorado, y eso se refleja en una escena cuando el padre niega a su hija se acerque a las aguas de una laguna. Esa es otra historia, dominación masculina, más conocida como machismo, algo muy común en la Edad de Piedra.

viernes, 5 de abril de 2013

Roger Ebert (1942 - 2013)

Ha fallecido Roger Ebert. Un rabioso cáncer reavivó su estado físico no suficiente con la larga temporada que convivió con él. Personalmente, comencé a leerlo a partir del 2007. Un año después, por qué no mencionarlo, las críticas de Ebert fueron uno de esos tantos alicientes que me empujó a fundar este blog. El crítico de cine que un día puso de moda la famosa frase “dos pulgares arriba”, tenía un estilo particular cada que se burlaba o celebraba una película. Acuñaba frases onomatopéyicas, preguntaba y se respondía creando la ironía, tumbaba una cuarta pared si era necesario, era un apasionado. Mientras veíamos películas que muchos creíamos tenían originalidad propia, Ebert en sus críticas retrocedía décadas atrás y nos citaba filmes de los que no nos daba oportunidad de rememorar y percatarnos de una similitud, en ocasiones, casi desvergonzada. Era simplemente una filmoteca andante, de memoria enciclopédica y gran cordura al momento, incluso, de presumir sus habilidades de buen conocedor de cine.

Para desconocimiento de algunos, Halloween (1978), de John Carpenter, sí, esa película que hoy todo el mundo conoce y que es para muchos el mejor clásico de terror, no hubiera tenido la fama que hoy goza si no fuera por la agudeza visionaria de Roger Ebert. En medio de su estreno, abucheado, marginado y ya casi en sus últimos días en las salas de cine, Ebert, quien por entonces ya escribía en el Chicago Sun-Times, escribió su crítica para la película. A los días el público invadió las salas para ver esa película de la que habían leído provocaba violencia sin mostrar gota de sangre alguna. A los meses, Halloween ya había programado estrenos para Europa. La palabra de Ebert siempre prevaleció en el mundo del cine. Casi enmudecido a causa de su penosa enfermedad, el crítico nunca cesó su oficio. El 17 de este mes se iniciaría un nuevo certamen de su Roger Ebert’s Film Festival en su 15va edición. Ganador de un premio Pulitzer en el 75 (entonces, era el Pulitzer). Hace algunos días, Roger Ebert escribió que el cáncer rebrotaba en él y tendría que retomar tratamientos en el hospital. “Ahora escribiré solo las películas que me gustan”, dijo. Dos pulgares arriba para Robert.

jueves, 4 de abril de 2013

Cosmopolis

“Hoy quiero un corte de pelo”, dice Erick Packer (Robert Pattinson), haciendo caso omiso a las advertencias de su guardia de seguridad, quien le informa que su vida corre riesgo en referencia a las continuas amenazas de muerte hacia su persona, además que su salida implicaría exponerse al caos social que ha comenzado a reinar en la ciudad de New York y que precisamente aquel día ha tomado efervescencia. Packer, un joven multimillonario de 28 años de edad, no duda ni un segundo en frustrar su viaje rumbo a la barbería y trepa sin titubeos a su nueva adquisición rodante, una limosina blanca dispuesta de un amplio compartimiento, lugar desde donde el empresario hará andar al mundo mientras que este mismo también andará por sí solo. Cosmopolis (2012), último filme de David Cronenberg, se convierte, sin dudas, en el filme más enigmático que haya realizado este cineasta.

Basado en una novela de Don DeLillo, Cronenberg adapta (fiel o no, no nos importa) el filme cual si fuera una historia de su propia creación. Cosmopolis encierra todos los discursos empleados por el director, desde sus orígenes hasta su películas más recientes. Eric Packer, de manera ocasional o planeada, se reúne con una serie de personajes quienes dan entrada a los razonamientos sobre el futuro autodestructivo, la tecnología errónea, el existencialismo frustrado, el goce sexual en sus distintas formas y maneras, la violencia innata, la deconstrucción de los conceptos, todo un bagaje de disertaciones que dan por centro de entendimiento al hombre y ese proceso de aprendizaje por el que ha venido asimilando desde su creación hasta una actualidad que pone en entendimiento que ha llegado a su tope. Hay una fatiga sobre el conocimiento, el universal o canónico. Es tiempo de las revoluciones y las nuevas indagaciones sensitivas, premisa que Cronenberg arrastra desde Videodrome (1983), respecto a los valores mediáticos, en Crash (1996), en referencia al placer sexual, o en Existenz (1999), sobre la invasión mental.

Erick Packer es la personificación del elemento generador de riquezas y ganancias, el comprador por interés monetario, el constructor a beneficio de expandir el mercado, crear y mejorar los recursos. Packer es el capitalismo. Un sujeto que para su edad reducida sabe mucho, lo que lo convierte en algo más que un mero representante. Packer es maquinal e inexorable, se comporta en base a sus conocimiento adquiridos, unos que parecen ser incluso innatos, heredados y generados desde tiempos memoriosos. El personaje de Pattinson a cada que dialoga con un visitante de su limosina reflexiona y expira sabiduría. Lo que sabe afirma y lo que no, está dispuesto a experimentar. El multimillonario no deja de hablar sobre cuentas e inversiones, hace direcciones empresariales desde un tablero de control de su auto mientras bebe lo que parece ser un vodka. Es decir, funciona a manera de piloto automático. El joven no tiene dificultad en mezclar el debate, la cháchara o incluso el sexo, con los negocios. Su ejercicio empresarial fluye de la misma forma que no se corrompe. Su empresa se inunda en una crisis financiera –una que parece ser su decadencia–, más nunca es presa del abatimiento. Parece incluso aguardar dicho debacle.

Cosmopolis tiene ese sentimiento vaticinador o visionario. Se dice, “el dinero ha perdido su narrativa”, lo que nos lleva a la coyuntura de entonces: son los últimos momentos de vida del capitalismo. El dinero ha extraviado su esencia y pervertido su concepto. Se piensa en un mundo donde el billete se representa como un elemento que un día significó ser vil y rastrero. Entonces tanto la forma como el significado no importarían. El mundo sería visto por los grandes como lugar de riquezas, mientras que las otras sociedades serían las únicas en percibir el colapso y la degradación. David Cronenberg se las ingenia para graficar esto en una serie de escenas que en gran parte suceden dentro de un vehículo, un espacio limitado pero que parece ser el eje del mundo. Dentro de este, Packer genera gastos y ganancias, tiene citas de oficina, otras amicales, dialoga y piensa sobre lo material y lo inmaterial. Su ámbito de conversación no tiene fronteras, lo que amplía el mundo en base a conversaciones, en muchos casos, profundamente existenciales. Packer bebe, duerme, defeca, tiene sexo, todo en el compartimiento de su auto. Mientras tanto, las lunas reflejan al otro mundo, uno que en ocasiones es opaco y, en otras, más visible.

La limosina es sin duda una extensión de Packer. Lo que podría funcionar como una oficina provisional, en realidad es una cúpula que lo mantiene subordinado del mundo. Packer es sumiso ante lo que ocurre a su alrededor. El auto rueda entre las calles atropelladas de manifestantes y demás rastros que manifiestan a un mundo derruido, el televisor encendido dentro de la cabina anunciando un asesinato en vivo, o la noticia de un músico conocido muerto. Apenas se puede observar en los ojos del multimillonario una lágrima furtiva que brota de forma mal actuada (tal vez meditado o simple obra de Pattinson). Ni la advertencia insistente y cronometrada de su guardia de seguridad anunciando el peligro que corre su vida al exponerse a la ciudad por un simple corte de cabello logra quebrar el entumecimiento de este personaje blanquecino y lechoso, de mirada inexpresiva, que conlleva sentimientos crápulas, que vive de las fuentes de riqueza y succiona la vida de las sociedades más vulnerables. Pattinson parece no haber colgado los colmillos en esta película.

Vale mencionar las grandes dotes de David Cronenberg como director, sobre crear movilidad, planos y profundidad en las localizaciones limitadas dentro de una limosina. Es la intencionalidad en dar amplitud a ese espacio estrecho, pero que a cada que sube su pasajero funciona a manera de un palacio, un trono y su rey, aplicando leyes, ordenando el mundo e incluso colapsando al mismo ritmo en que su reino se derrumbaría, es por ello que por el camino poco a poco Erick Packer se va autodestruyendo. En su ser reina una pulsión de muerte que lo encamina a una especie de orden natural. Un ser que ha vivido por años, miles, como un vampiro, pero que ya está llegando su hora de deceso, de salir a la luz, ser juzgado por el mundo hasta quedar echo cenizas.

viernes, 29 de marzo de 2013

El limpiador

Más que exponer una fantasía sobre una supuesta llegada de seres de otro mundo a la Tierra, Don Siegel en La invasión de los usurpadores de cuerpos (1956) hace retrato a la paranoia global de entonces, tiempos de tensión a propósito de la Guerra Fría, secretos de Estado, guardias nacionales activos, barrios suburbiales como fuentes de investigación, además de otras creencias implantadas o tal vez poco reservadas. Mito o realidad, lo mismo impulsó a George Romero recrear su culto al zombie que no era más que una alegoría a la negligencia estatal armamentista, intereses políticos de por medio, que traían como principal afectado a la humanidad, una que estaba al borde de la deshumanización, literalmente hablando. El limpiador (2012), ópera prima de Adrián Saba, es una película bajo similares circunstancias solo que presto a un idioma más sensible y anímico.

Eusebio (Víctor Prada) es de oficio limpiador en una Lima que sufre una epidemia que trae víctimas a diario. Su labor consiste en esterilizar y fumigar, tanto al cuerpo como el escenario del deceso, empacar y transportar el cadáver junto a sus pertenencias a un apartado lugar para su próxima incineración. Esto sucede una y otra vez, en distintas horas y distintos lugares. Para la peste no hay horario ni diferencia de vecindario, y, de la misma forma, para Eusebio no existe otra rutina, una que parece no poner fin incluso dentro de su misma morada. Desde el ingreso a su casa hasta la hora de acostarse, Eusebio es practicante de un ritual semejante que va desde la caída libre de un llavero al zapping televisivo maquinal e inexpresivo propio de su televidente. Adrián Saba hace práctica de tiempos que, en apariencia, parecen estar muertos, ya que en cierta forma lo que ocurre y lo que no, tendrá sentido.

El limpiador tiene algo de El ordenador (2012), de Omar Forero, filme donde toda expectativa es en vano, las acciones son planteadas por el espectador, sin embargo, estas son frustradas durante la trama. Saba nos dispone un filme que por un lado se estanca pero por otro alienta. Es en primera instancia, el mundo limeño que está colapsando, una enfermedad que se expande y de la que se conoce cuáles son sus síntomas y sus víctimas inmunes. Cuándo y cómo ha sucedido, no se sabe. Sí gran parte de la población ha muerto por causa de esta epidemia o simplemente ha causado el claustro masivo, se desconoce. ¿En qué consiste dicha enfermedad? ¿Es un virus que mata o que te empuja al suicidio? En una escena vemos el desplome de una víctima, mientras que en el principio de la historia somos testigos de un joven conducido por una pulsión tanática. Esto, ¿fue producto del contagio o la histeria? La prensa, la ciencia, el gobierno, la sociedad, ¿están pendientes o simplemente se dejan conducir rumbo a lo que la naturaleza les disponga?

En segunda instancia, Eusebio en una de sus tantas limpiezas, ha encontrado a un niño que ha quedado huérfano producto de la peste. Joaquín (Adrián Du Bois), al igual que Eusebio, no tiene a nadie. Ambos personajes se juntan en razón a las circunstancias. No hay nadie quien se haga cargo del pequeño, y Eusebio no halla excusa para no adoptar, al menos temporalmente, al niño. Es a partir de este suceso que se rompe la rutina del limpiador. Es el quiebre que desvía la atención de las acciones objetivas a las más subjetivas. Lo que ocurra o tenga que ver con la epidemia, en este ámbito poco importa. El limpiador es un relato que alterno a una Lima enferma, es testigo de una convivencia y afecto entre dos seres que tienen mucho en común. Tanto Eusebio como Joaquín buscan llenar un vacío paternal que, respectivamente, ha quedado expuesto por la senilidad de uno y por la negación del otro. Eusebio, al no encontrar el afecto de su padre que habita en un asilo, llena dicha ausencia asumiendo la imagen paternal que el desamparado Joaquín necesita.

Adrián Saba contiene las respuestas o implicancias que podrían responder o solucionar al tema sobre la epidemia. En su lugar, centra la “acción” en la relación entre un hombre y un niño quienes han comenzado a dar indicios de lo que hasta ese momento se sentía indeleble o incluso ausente. La epidemia no solo ha causado muertes sino que también ha expandido la inercia, la apatía y posiblemente la insensibilidad de la población que apenas reacciona ante la muerte de un igual. Eusebio y Joaquín son el punto contrario a esta realidad, una que está satinada de colores muertos, fachadas gastadas, decoraciones tenues que simulan el patetismo lúgubre del Post mortem (2010) de Pablo Larraín, que huele a muerte por todos sus costados, pero que en medio de esto se asoma una reacción distinta y opuesta. El limpiador crea un contexto apocalíptico como excusa para dar entrada a un lado más íntimo, que se asoma tímido, dubitativo, como si la amistad entre ambas personas fuese más un ejercicio sobre el cariño o el afecto, algo que la memoria ya parecía arrinconar junto al olvido.

El limpiador tiene similares rasgos a Octubre (2010), de los Hermanos Vega, tanto temáticos como estéticos. En esta última, la historia rutinaria de un prestamista se ve irrumpida con la llegada de un niño. Dicho personaje se verá obligado, aunque con perfil bajo, a asumir su rol como padre. Los planos de este filme son estáticos, encuadran al personaje y encierran un fragmento de su contexto derruido. En el filme de Saba se suma a esto el ambiente desolador. Ambos filme, sin embargo, anímicamente son muy distintos. El limpiador no tiene comedia ni absurdo, a lo mucho puede confundirse lo curioso con lo tierno, pero sería casi en desacierto. El filme de Saba es inerte, lo suficiente al menos para verlo como una portada realista, más sintomático, casi rozando lo dramático. La última escena de la película posiblemente deja al descubierto este razonamiento. La cámara tambalea al son del personaje que ha estado aplazando su muerte con la intención de dejar en buenas manos a su protegido. El final es optimista, aunque no abandona ese sabor trágico.

martes, 26 de marzo de 2013

Magic Mike

En Boogie nights (1997), de Paul Thomas Anderson, el personaje encarnado por Don Cheadle era una especie de cordero vistiendo hábitos de lobo. Eso sí, un individuo que decidió vestirlas no con la intención de convertirse en un aspirante a lobo, sino por pura sobrevivencia, un proyecto a largo plazo que lo ayudaría a cumplir su gran sueño: convertirse en un reconocido vendedor de equipos de sonido. Esa era su verdadera pasión, su motivación, una que se vio frustrada luego que el banco le negó el préstamo para su negocio, solicitud que no podía proceder a pedido de un hombre que tenía como oficio real ser un actor porno. Magic Mike (2012), de Steven Soderbergh, parece rescatar la historia de este personaje secundario de Paul Thomas Anderson pero adaptándolo al mundo del stripper, un contexto también plagado de sexo y otros excesos.

Mike (Channing Tatum) es el Don Cheadle de la historia, el tipo de buen corazón digno de ser subestimado al verlo untado de grasa y brillo, vistiendo disfraces de cuero, haciéndolas de policía o marinero, un nudista andando con billetes estrujados colgados de su trusa, danzando una coreografía repasada, presumiendo bíceps y pectorales, alicientes que responden a la vida desordenada y libertina propia de un stripper. Soderbergh, al igual que Thomas Anderson, ambienta un mundo aplastantemente superficial, donde el alcohol, las drogas y distintos frutos prohibidos dominan y opacan cualquier indicio de superación o proyecto ajeno al espacio al que pertenecen. Es así como Mike, un hombre treintañero que sueña con crear una empresa de muebles, se ve engullido por el estancamiento de su principal oficio, uno que si bien no deja de darle buenas creces, ha comenzado a corroer sus sueños, a facturarle comportamientos y rutinas que tal vez nunca fueron la suya. El personaje protagonizado por Tatum es un hombre que está siendo arrastrado a una fosa a la que no pertenece.

Magic Mike es el universo que germina en los hombres una rutina llena de apariencias, seductora y glamorosa a primera vista, peligrosa y embaucadora luego que avanzas, algo imperceptible para el joven “The Kid” (Alex Pettyfer), quien gracias a Mike ha ingresado al mundo del stripper, pasando de ser un vago e irresponsable a ser un stripper e irresponsable, solo que este último rasgo, se ha duplicado. “The Kid”, en Boggie nights, sería la representación de “Dirk Diggler”, ese personaje protagonizado por Mark Wahlberg que luego de probar el fruto del éxito terminó arruinado por su orgullo y su mala cabeza. Por nada de esto pasa el joven “The Kid”, sin embargo, está camino a ello. Soderbergh parece seguir esa misma ley aplicada en el filme de Thomas Anderson, corromper al bueno y acelerar el exterminio del que ya está corrompido. Son las dinámicas del éxito, sus pro y más son sus contras.

A esto, la trama del filme consta en el paternalismo adoptado por Mike frente a “The Kid”, hermano de Brooke (Cody Horn), la “mamá gallina” del joven extraviado, una mujer centrada de la que Mike siente un atractivo que le parece lejano pero que no deja de llamar su atención. Magic Mike no tiene pretensiones de ser una película sobresaliente en la amplia filmografía de Steven Soderbergh, director que ha hecho de todo, filmes de visión comercial como de interés personal, que van desde remakes de grandes clásicos (Solaris, 2002), biopics (Che, 2008), cine negro (El buen alemán, 2006) o incluso de corte erótico (Sexo, mentiras y video, 1989). Muy a pesar, dicha película resulta ser un nuevo tema al bagaje temático de este director que parece no tener más línea que su pasión por el cine, del que habla bien como arte, pero desdeña como industria, y eso ya lo dejó en claro luego de (re)anunciar su próximo retiro de la pantalla grande.

jueves, 21 de marzo de 2013

Cloud Atlas

Una gran regla de todo guión es que la historia sea capaz de llamar la atención del espectador, por lo menos, dentro de sus primeros quince minutos de desarrollo. Pasar este límite sin que el auditorio entienda o, por lo menos, se haga la idea de a dónde se dirige el relato, implicaría el fracaso de la película. En efecto, existen los recursos inesperados, los giros dramáticos, pero ya para entonces una ración del filme habrá sido apatía para el público o simple reciclaje para su memoria. El gran riesgo que presenta Cloud Atlas (2012) es la de componer e introducirnos a sus seis historias antes que el mismo espectador se percate que el tiempo ha corrido en vano. El reto de la sociedad de los Hermanos Wachowski y la de Tom Tykwer es entonces la de ganarle al reloj, provocar el interés, no de una, sino de seis historias, antes que la manija marque los quince minutos.

Cloud Atlas tarda en promover la atención al no hallar con ingenio la manera de ajustar sus secuencias que van narrando parcialmente cada historia. Es también la poca prontitud con que se suelta el detonante en cada una de ellas. El principio de Cloud Atlas de lejos se confundiría con una versión extendida del filme, no por el hecho de exponer detalles que no son prescindibles o puntuales para el filme, sino porque el guión se toma la licencia de dilatar la acción en cada relato, algo que podría pasar desapercibido en la narración de una sola historia. Es recién en la cuarta parte de la película que todos los relatos toman un interés, uno que en cierta manera tiene mucho que ver con la premisa principal que irrumpe en escena, la misma que ya antes había sido citada en películas como Matrix (1999) y V de venganza (2006). Los Hermanos Wachowski nuevamente retornan al relato sobre la transgresión al orden social, la no obediencia a los cánones manipuladores que van desde los padres de familia a los padres gubernamentales. Cloud Atlas, al igual que los filmes mencionados, es una especie de panfleto político y humanista.

Los Wachowski y Tykwer construyen de tal manera el orden narrativo de su filme con la intención de otorgarle un sentido lógico correspondiente a dicha premisa central. El orden cronológico que sigue Cloud Atlas es el acercamiento al proceso involutivo y cíclico al que podría encaminarse la existencia. La primera historia de la película se asienta en un contexto esclavista, mientras que la última historia es la de un mundo donde luego de la decadencia de la tecnología, la humanidad se ha reducido a un puñado de habitantes divididos en tribus. Es entonces el retorno al estilo de vida del “buen salvaje”, la prueba infalible de que el hombre en algún punto de su historia ha fracasado. Obviamente, referente a dicho momento, los directores nos dan señas cuándo y de qué forma sucedió. Lo cierto también es que en medio del desorden o el caos, siempre existirá una brecha esperanzadora. Los últimos habitantes, nuevamente, han creado sus propias y nuevas deidades, es decir, nuevas razones para dar fe a algo, que son indicios de sobrevivencia. Pero, ¿sobrevivir a qué? Al control, a la manipulación, esa voz que murmura al oído y que incluso actúa como una especie de subconsciente subordinado. Esto, en la última historia, se representa como un dios malvado, mientras que en las otras dicho “agente” controlador tiene distintos rostros y oficios.

Hugo Weaving es nuevamente el agente Smith. Ese infiltrado de la “matrix” que cambia de apariencia y rostros, toma formas, asalta cuerpos, invade la integridad física y mental. Cloud Atlas tiene como protagonistas repetitivos a Tom Hanks, Halle Berry, Jim Broadbent y otros más, quienes van asumiendo personajes y personalidades que se contrastan en cada una de las historias donde aparecen, haciéndolas en ocasiones de buenos o haciéndolas de malos, a veces protagonistas principales, en otras simples secundarios. Caso contrario, los personajes de Weaving siempre están alineados a una misma naturaleza: son los sedientos de poder. Siguiendo la cronología; en la historia de un viajero en altamar, Weaving interpreta a un padre autoritario; en la historia de un compositor, encarna a un miembro de la Alemania Nazi; en el relato de una periodista, el ex agente es ahora un socio de una corporación nuclear; en las cuitas de un publicista editorial, es la viva imagen de la enfermera de Alguien voló sobre el nido del cuco (1975); en el mundo futurista de una empleada de comida rápida, es el verdugo de los miembros insurrectos; y, por último, en la última historia sobre el mundo en escombros, es el dios malvado, el instigador del autoritarismo, el agente del mal.

Cloud Atlas trata entonces sobre cómo los protagonistas de cada historia de pronto se ven envueltos por una serie de sucesos trágicos provocados desde lo lejos por los rostros de Weaving, que no son más que la mera representación del orden impuesto que reclama y exige obediencia y que representa incluso al poder en sus distintas escalas. Ver los oficios de Weaving es observar como esa fuerza manipuladora ha escalado del círculo familiar al círculo omnipotente e intangible. Es el miedo e inclinación al jefe en su mínima expresión como en su máxima. Cloud Atlas razona sobre la ilación entre el pasado, el presente y el futuro, tres momentos que no tienen principio ni caducidad exacta. Lo que se hizo en el pasado, sigue trascendiendo en el futuro. Esto se manifiesta, por ejemplo, como cuando el compositor de los años 30 tiene póstumo reconocimiento durante los años 70. Las seis historias tienen en cierta forma una misma intencionalidad, solo que bajo un estilo o relato distinto, sea adaptando un melodrama entre un compositor y su amante, la comedia de un anciano encerrado en un asilo o el género sci-fi y futurista de un empleado revelándose ante un Imperio. 

Si bien los Wachowski y Tykwer logran solventar el eje central del filme mirando a sus historias como un todo, cada una de estas al verse independientemente no poseen el atractivo suficiente para sobrevivir por sí solas. Esto sin duda es el gran punto débil de Cloud Atlas. Exponer una serie de relatos que son perezosos y predecibles en solitario, aquello que de hecho complicaría la asimilación de la meta en esencia, que es la de exponer con lógica una serie de secuencias en clave Matrix u otros filmes sobre el individuo, en esta ocasión, común, revelándose ante un gran Padre, en casos, inútilmente, pero al menos creando un hito o dejando un aliento para el próximo revolucionario.