martes, 20 de septiembre de 2022

Moonage Daydream

Lo mejor del documental de Brett Morgen es su edición. El poder visual y auditivo ejercido por el combinado de referentes al ídolo musical es un bombardeo a todos los sentidos. Ahora, lo interesante es que el ritmo del montaje no se queda en el mero deseo de crear una portada plástica o excéntrica. Es según la duración de los cortes, la línea temática de las imágenes que se convocan o las técnicas visuales adoptadas —desde sobreimpresiones hasta un estilo Stan Brakhage— que se define y respalda un imaginario específico dentro de todo ese escenario llamado David Bowie. Y es que existe un Bowie en modo Ziggy Stardust, según una década o su lugar de residencia. Es por esa razón que la edición es más radical durante toda la década de los 70, una pauta que más bien se calma a su ingreso en los 80. En esta temporada el montaje es más convencional o menos retador a la sensibilidad del espectador. Entonces, lo que acabo de mencionar es básicamente lo que por entonces sucedía con la ruta creativa de Bowie. Moonage Daydream (2022) habla del artista británico a través de metrajes encontrados, fotografías, audio entrevistas, pinturas y el carácter de la edición. Este todo es el que define una cronología, modela los conceptos y encadena una diversidad de patrones proyectadas por un individuo que es el origen de un multiverso.

Además de ser un lienzo en blanco, Bowie puede ser interpretado como un ser que salta universo tras universo, viaja en su nave espacial a épocas distintas y las “todavía no inventadas”, se adapta a ellas para luego poner en marcha la razón de su travesía. Es un destinado a producir en base a su experiencia dentro de ese nuevo hábitat. Este impulso lo ha convertido en un sujeto atemporal, camaleónico, aunque definible en temporadas o ámbitos puntuales. Existe un Bowie para cada universo, lugar o tiempo; muy a pesar, eso no significa que estamos tratando con diferentes personas. Bien nos ha instruido el MCU el concepto del multiverso. Misma persona, diferente representación, ello producto de un imaginario distinto. Eso es Bowie, aunque no siempre sus imágenes fueron producto o síntoma de su alrededor. Para su época máxima, los 70, la música de Bowie fue una expresión interna, mas no externa. Fue internamente en donde creaba una o varias realidades. Desde un punto artístico, es un reto a la mímesis dado que se cancela el acto en donde el creador se inspira de algo real, concreto o preconcebido. Pero, claro, es un punto de vista muy romántico o iluso la idea de crear de la nada. El hecho es que Bowie rompió esquemas, transgredió, fue rebelde e inconformista. Ya después, sucedió todo lo contrario.

Ciertamente sería un tanto injusto e irreflexivo calificar a Bowie como un teórico contradiciendo su propia teoría. Es decir, su idea de eterno transgresor en algún momento lo hubiera encasillado a ese trono de la complacencia que tanto había evitado. Ese es el destino trágico y paradójico de los revolucionarios. Luego de alcanzar el podio no queda más que la estabilidad o lo equivalente a un descenso creativo según cualquier espíritu artístico. A eso suma el reconocimiento a un universo del que sí o sí su nave tenía que descender en algún momento. Los fans de Ziggy lo llamaron entonces otra víctima de la industria comercial. Mientras tanto, para Bowie era la expedición a un nuevo territorio que hasta ese momento no había pisado y, por tanto, le complacía experimentar. Bowie aprendió a correr cuando todavía no sabía caminar, así que entonces tuvo que aprender a caminar cuando ya sabía correr. Bowie nunca había dejado de ser un inconformista, otra cosa es que se sintió vacío en ese territorio que implicaba llevar una rutina adecuada a la demanda del planeta al que había llegado. Para comprender mejor las cosas, me pongo a pensar en The Man Who Fell to Earth (1976), debut actoral de Bowie en el cine. En esta película de Nicolas Roeg, el cantante interpreta a un extraterrestre que llega a la Tierra para hallar recursos que puedan salvar a su planeta originario. El hecho es que le gusta la vida de los humanos. Se conforma, se aliena, se olvida de su propósito. Es el inverso del ser espacial de The Day the Earth Stood Still (1951).

En The Man Who Fell to Earth, Bowie es absorbido por una coyuntura tan persuasiva como la de los 80. Le gusta, pero a medida que adopta las costumbres de ese mundo ajeno se va degradando. El enclaustramiento es significativo. Hay un colapso existencial, desmotivación general, un rechazo por todo y solo queda la consumación. Era una película de mediado de los 70, premonitoria para el Bowie de los 80, una suerte de advertencia contra los efectos de los circuitos o planetas específicos que podían vulnerar su esencia emancipadora. De ahí por qué en ese instante el documental de Brett Morgen parece menos impresionante, luego se vuelve depresivo, aislado de lo que habíamos visto antes de eso. Es la indagación a otra etapa en la vida de David Bowie, un conflicto similar a The Man Who Fell to Earth, solo que aquí el protagonista logra recordar su finalidad o motivación básica, lo que lo ayuda a reorientar sus conceptos y no regresar a estos, porque la idea no es retornar a Ziggy, sino seguir el viaje con una nueva experiencia encima. Moonage Daydream (2022) resulta más apasionante si se le mira como la línea de aprendizaje de un héroe que reconoce la gloria y después se aproxima a un descenso producto de un conflicto interior, un drama mediado por los choques entre su ideología y las circunstancias. Claro que no habrá aquí una deriva trágica, sino la superación y retorno triunfal al Olimpo, aunque bajo una forma distinta, pues ya no personifica al mismo, aunque sigue siendo él mismo.

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