En la escena más
reflexiva de Hunger (2008), un reo
político y un cura arman un serio debate ideológico. Ambos comienzan a
posicionar su postura frente a la necesidad de evocar a un “mártir”, es decir, la
generación de un individuo que a costa de su propia vida haga valer una causa. Es
el sacrificio físico a cambio de hacer respetar un propósito. Es la mente
decidida a sacrificar su cuerpo; el sostén material de su ser. Entonces se
devela el momento más perturbador del filme: la agonía de un hombre castigando
de hambre a su propio cuerpo. Bajo esta misma línea, Steve McQueen en Shame (2011) también es provocador en
referencia al tratamiento de los desequilibrios humanos ajustados al consciente
de sus personajes. Este director, cultivado originalmente en el ámbito del
video arte, vuelca además ciertos matices vanguardistas que provocan una
estética plagada por una serie de chispazos líricos provocados por el juego
cromático de sus ambientes, curiosamente, espacios de aspectos deplorables por
su mismo contexto ficcional, pero que cedían a una belleza extrañamente
poética.
El marco interior de una
prisión tapizada de excrementos, significaba de pronto una ventana a la
esperanza tras el repentino asalto de un halo de luz que recaía en el pálido
rostro de un condenado. Asimismo, un baño público que servía de escenario
sexual para dos amantes furtivos, evocaba una iluminación redentora al primer
plano de un hombre que gesticulaba una mezcla de goce y culpa. McQueen es
gestor de ambivalencias, algo que también surge en su último filme. 12 años de esclavitud (2013) narra un
fragmento desafortunado en la biografía de Solomon Northup (Chiwetel Ejiobor),
un respetado violinista y hombre de familia, que a diferencia de otros
individuos de raza negra, él posee desde su nacimiento el título de “hombre
libre”. Su vida entonces siempre ha caminado con “normalidad”, es decir, sin
ser objeto de humillación, castigo o algún gesto racial –muy propio de las
normas o leyes que sostenía EEUU durante el siglo XIX –que recaiga contra su
persona o su acomodada familia.
En Shame, para McQueen fue fundamental
convivir la rutina normal de su protagonista principal frente a su rutina
anormal o invisible. Aquella que, por ejemplo, escapaba de la vista de su
círculo de amistades a fuerza –tal vez– del miedo a ser condenado por estos. El
incontrolable deseo sexual como un peso que hasta cierto punto hace colapsar su
integridad. La historia de Northup también se contempla desde esta división de
rutinas. Existe un antes y un después de ser secuestrado y vendido como esclavo
negro. La comparación y el distanciamiento entre ambos momentos es lo que en
principio provoca el drama y toca la sensibilidad del espectador. Planteado
esto, McQueen incrementará la dosis de la tragedia implantando su lado más visceral.
Es momento que el cuerpo sea castigado bajo responsabilidad de las ideologías
impuestas. La hambruna (política), el sexo (conservadurismo) o la flagelación
(esclavismo), vistos como tres tipos de castigos –planteados en sus tres
películas– que quebrantan la dignidad del hombre. Northup se quiebra debido a que
tiene que negar su verdadera condición por una rutina impuesta, la del esclavo
negro.
Una interesante
referencia del filme es la crítica frontal a las antiguas e intransigentes
leyes en EEUU, esto manifiesto en la escena durante el encierro de Northup dentro
de una celda, la misma que pone fin a su fantasía de persona “normal”, y que en
sus afueras, a pocos metros, revela la inmutable e imponente imagen de la Casa Blanca,
bastión de los Derechos Humanos. Más allá de esto, McQueen no fundamenta una
reflexión novedosa sobre el racismo. El personaje de Brad Pitt es de hecho la
estrategia más mundana y utópica del filme. No suficiente, 12 años de esclavitud resuelve el drama con un cierre que retrocede
a su principio. Si bien hay una condena al racismo histórico, Northup renueva su
fantasía y deja atrás su pasado tormentoso. Deja atrás, por ejemplo, a lo que
representa Patsey (Lupita Nyong’o) que es el desamparo de la esclavitud negra.
A Nortphup no le queda más que despedirse y bajar la cabeza. El filme repite similar gesto de contradicción que sucedió en Shame. En otro aspecto, Steve McQueen de
pronto ha dejado esfumar sutilmente su lado estético. Ya poco le queda de
video-artista. Independientemente de sus anteriores filmes, 12 años de esclavitud es una versión
nada novedosa sobre el racismo, y si de crudeza se trata, Django sin cadenas (2013) se le
adelantó.
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