Una
aproximación al rol ocasionalmente ineficaz que cumple la ONU en los conflictos
bélicos. Quo Vadis, Aida? (2020) se
inspira en los hechos reales vividos por una traductora bosnia contratada por
dicha organización encargada de refugiar a los ciudadanos de su pueblo, el cual
estaba a punto de ser invadido por las tropas serbias durante la guerra
balcánica en la década de los 90. El seguir a la protagonista es, básicamente,
seguir la pauta sobre cómo la ONU va manejando la situación, ello a propósito
del diálogo que los representantes establecerán con los ciudadanos o los
invasores, y que Aida (Jasna Djuricic) tendrá que traducir. La directora
Jasmila Zbanic parece haber encontrado en la naturaleza del oficio de su
protagonista una forma particular de entender la impotencia vivida por el bosnio
promedio. Aida no solo repite el sentido de las palabras, sino también se
entera de los protocolos inseguros y a veces improvisados de esos que la
contrataron. Vemos la reacción de la trabajadora temporal, sin embargo, su
función es la de traducir y no intervenir. Ella tiene que cumplir con lo que
dice el mensaje, por mucho que días u horas atrás el mensaje fuese todo lo
contrario.
Esto
no es más que el reflejo de la reacción de cualquier comunidad que en algún
momento fue “protegida” por la ONU en circunstancias de emergencia bélica al no
contar con una autoridad y estar en riesgo de invasión. Así como a Aida, a los bosnios
no les quedaba más que acatar las decisiones convenidas por el organismo, por
muy ilusas o inconvenientes que estas podrían ser. Estaban a merced de un ente
incompetente que no representaba un liderazgo protocolar o bélico. Vemos,
literalmente, como los “salvadores” son continuamente intimidados y humillados
por las tropas serbias cuando más bien deben de ejercer una postura totalmente
contraria. Quo Vadis, Aida? hace una
crítica afilada al describir a la ONU como un grupo de delegados que se les
asigna casos sin un plan de contingencia. Obviamente, el gran enemigo sigue
siendo la barbarie serbia; muy a pesar, la historia asume como primer plano la
inútil actuación del organismo mundial específicamente dentro de ese escenario,
reconociéndolos como portavoces que no tienen nada que perder si las cosas
salen mal. Jasmila Zbanic tal vez no mencione algo que no sabemos, pero su
película no deja de ser estimulante dado el trayecto que asume su protagonista,
siempre activo, sin pausa, apenas con un par de espacios que servirán de antesala
para que la impotencia llegue a tope.
The Man Who Sold His Skin (2020), de
Kaouther Ben Hania, por momentos parece tratarse de una visión satírica al
mundo del arte posmoderno a la línea de The
Square (2017), de Ruben Ostlund. El hecho es que el polémico plan de un
artista de tatuar en la espalda de un indocumentado una visa vira hacia una
perspectiva que, por muy excéntrica que sea su representación o performance
artística, genera al menos un mensaje con un sentido objetivo que se libera de
cualquier pragmatismo o contenido “profundo” e incodificable. No hay que ser un
leído del arte –o un snob– para
comprender que la obra del artista en cuestión es una ironía que agrede a los
refugiados sirios, siendo el lienzo de la creación la espalda de Sam (Yahya
Mahayni), un joven sirio que ha escapado de su país un poco antes del estallido
de la guerra. Lo cierto es que gran parte de la película se concentra no en los
argumentos del artista, sino en la reacción del aludido, en principio, desde su
condición de representante vergonzoso de la comunidad siria, y, luego, como sujeto
que pierde su identidad para convertirse en objeto de consumo.
Sam se presenta
en la trama como un joven desprendido de su realidad social y atado a sus
fantasías de expandirse por las rutas de Europa, posiblemente, a fin de llamar
la atención del amor de su vida. El convertirse en pieza de arte será la
aproximación a sus deseos. Vemos así a un hombre que cree explotar su cuerpo
para alcanzar sus deseos, sin embargo, es más bien su propia identidad la
explotada. No es cualquier espalda, es la de un sirio. El rostro no importa,
pero sí la identidad. Y Sam no concientiza eso. The Man Who Sold His Skin es un tanto cuestionable ya que siendo esta
ofensa el foco del problema, el protagonista no parece generar una reflexión
sobre el valor de su identidad o hace signo de protesta que demanda el respeto
hacia su condición de vida y el de sus iguales. En su lugar, Sam reacciona para
cuando percibe su estado de cosificación, el tránsito de sujeto a obra de arte
que aumenta su valor y, en consecuencia, restringe sus privilegios de libertad
o derechos humanos. Sam demanda el haberse transformado en una pieza del
mercado. Esto lo persuadirá a recuperar su identidad. Claro que no es el
retorno de un hijo pródigo que ha revalorado su condición social, sino el de un
hombre que solo quiere dejar de ser tratado como objeto. No hay un escenario
autocrítico respecto al padecimiento de los sirios en The Man Who Sold His Skin.
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