Se cuenta que en Islandia cierta
vez se encontró una caja de madera que contenía fotografías que habían sido
tomadas por un cura danés allá por finales del siglo XIX. El director islandés
Hlynur Palmason se inspira de ese hallazgo para crear su historia. No es de
extrañar entonces que Godland (2022) sea una película fotogénica. En
gran parte, este relato acontece en los escenarios naturales islandeses, terreno
en donde me imagino se coloca la cámara y el plano ya está hecho. La diversidad
geográfica de este país es impresionantemente bella, pero sobre todo imponente.
El joven sacerdote Lucas (Elliot Crosset Hove) de origen danés ha sido
encomendado para una misión. Viajar a algún punto de la lejana Islandia para
fundar una iglesia en una pequeña comunidad antes de la llegada del invierno. Se
emprende así un duro trayecto que el propio cura, sin premeditarlo, se impone:
evitar la ruta por agua y seguir una a pie para aprovechar a tomar fotos en el
camino. Más allá de un acto de penitencia, es un acto de ignorancia. Lucas,
junto a una comitiva de lugareños, en efecto, será testigo privilegiado de esos
hermosos fondos dignos de fotografiar, pero también se verá expuesto a la
hostilidad de un entorno, tal vez dominable para sus acompañantes, aunque
desafiante para un cura danés como él.
Godland retrata la convergencia de
estados que suscita este escenario. La Islandia bella e inhóspita. Contemplamos
a un personaje extasiado por su encanto y en momentos perturbado ante la
constante amenaza que expresa ese espacio. Surge la idea de una dicotomía que
trae como consecuencia una pugna o lucha interna. Por poner una aproximación al
caso, ahí están las películas de Werner Herzog, relatos en donde la inmersión
del hombre a un entorno virgen es la revelación a un universo agreste,
impredecible, amenazador, incentivador del caos emocional, lugar por excelencia
en donde se pone a prueba la fortaleza y el deseo de sobrevivencia de un ajeno
del entorno. El cohabitar con la naturaleza implica una prueba tanto física
como mental. Es decir, su belleza es aparente, solo virtual, lejana a la idea
del paraíso prometido. Por tanto; la naturaleza islandesa aquí será reflejo y
estimulante de las exaltaciones del cura, desencadenando en él un conflicto de
fe, que no es lo mismo que una duda de fe. Se alude así otro conflicto
tradicional dentro del cine. Películas como Diario de un cura rural (1951),
de Robert Bresson, o la más reciente Silence (2016), de Martin Scorsese,
tienen por igual a curas en donde su fe es puesta a prueba producto de su
convivencia con lugares que están fuera de su zona de confort, no únicamente
consecuencia de sus incidencias geográficas, sino también culturales.
Así como los protagonistas de la
película de Bresson y Scorsese, Lucas reconoce a una sociedad que le es difícil
digerir. De hecho, esto tiene que ver con que toda civilización es síntoma de
su hábitat. En ese sentido, esa pequeña comunidad islandesa que acoge al cura
tiene algo de brusca e impredecible. Es momento perfecto para vincular a Godland
con el cine de John Ford. Esta es una película que no está lejos a las
normativas y fantasías del viejo oeste estadounidense. Lucas se encuentra en un
escenario en donde las leyes son distintas a su natal Dinamarca. Aquí el
espacio exige rudeza, vigor físico, entendimiento y asimilación de las lecturas
míticas o paganas para comprender el comportamiento de la naturaleza y sus
habitantes. Es toda una serie de requerimientos que el cura no tiene y además
se resiste a adoptar porque va en contra de sus conceptos. Entonces, es como un
citadino en un escenario western, un sujeto que nunca ha jalado del
gatillo y se niega a “desagradarse” a asumir ese discernimiento ético. Queda
entonces aprender a disparar o menguar dentro de eso que reconoce como
barbarie. A eso suma el poder de la naturaleza. Esa geografía simbólica
contenciosa. Un adversario más para el foráneo confundido por la letal belleza
de su extensión.
Adicionalmente, Godland se
presta a una lectura histórica. Este es un relato con apunte revanchista. Aquí
los colonos islandeses demuestran a los colonizadores daneses que su territorio
y su gente es indomable. Así mismo, la fragilidad del sacerdote Lucas y sus
ideas de conquista espiritual a partir de una fe vulnerada es prueba de que los
argumentos y costumbres sacras no tienen fortaleza y sentido en terreno mítico.
No es gratuito que el cura nunca se toma la molestia de aprender un poco del
idioma local. Está más bien a la espera de que sea el “otro” quien sepa
comunicarse. Es el precedente de una necedad de figurar como el dominante desde
el terreno del lenguaje. En razón a esa actitud es que el cura Lucas se verá expuesto
a una constante afrenta con la naturaleza, sus acompañantes, los que lo acogen
y luego su conflicto interior. Las fotografías son sus únicos instantes de
apacibilidad. Lo resto es ser avergonzado o ceder ante esas demandas inherentes
a esa Islandia. Es un acto de penitencia si se contempla en un sentido
eclesiástico, el cual, ciertamente, viene por pedido de los altos mandos
católicos, los entonces colonizadores daneses. Hlynur Palmason crea una odisea
sin retorno. Esta es una historia más sobre una pasión, una vía crucis que más
allá de ultimar te humilla, te hace flaquear, te consume. Es un ejemplo en
donde la naturaleza triunfa sobre los débiles, sea de físico, mental o de fe.
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