El pasado miércoles 23 inició una nueva edición del Festival internacional de Cine Documental de Copenhague, CPH:DOX. Va hasta el 3 de abril su celebración presencial, continuado por su formato digital hasta el 10 de abril.
Dos ingredientes son los que
retoma Kiro Russo en su nueva película: la imagen del irreflexivo Elder (Julio
Cesar Ticoa) y una estilística fílmica inspirada en el cine soviético. En Viejo calavera (2016), sendos construían la fuerza dramática en la historia sobre
mineros gestando una incidentada rebelión en medio de carencias y divisiones. A
pesar de que el conflicto por sí solo nos hacía referencia a las épicas de las
masas trabajadoras “cantadas” por Aleksandr Dovzhenkko o Sergei Eisenstein,
aquí más bien lo coral está enlodado por un halo trágico y enfermizo. Ahí es
donde entran en acción esos dos agentes revisitados por el director, los mismos
que desalientan la pugna sindical y de paso contaminan -o hasta maldicen- todo
el alrededor. En tanto, se podría decir que El gran movimiento (2021) no
solo es la continuación de esta historia, sino la extensión de un drama que se
ha expandido hasta el territorio de la urbanidad. Russo desciende metros sobre
el nivel del mar y parece anunciarnos que no existe mucha diferencia entre la
ciudad y las alturas mineras de Chuachuani. Los personajes y sus peripecias
siguen siendo los mismos. Lo único que ha cambio es el escenario. El argumento
inicia con un bloque de mineros proclamando sus derechos. En complemento, no
dejamos de oír rumores de la represión policial mezclados con las arengas
sindicales. Esta es una película que hace mucho ruido.
Pero hay algo antes de la
introducción argumental. El gran movimiento se abre con una suerte de
prólogo o reconocimiento a la ciudad: contempla la mezcla de texturas, colores
y superficies metálicas que hacen reflejo a un espacio difuso y uniforme. De
igual manera, el sonido diegético hace también su “acto de presencia”. La
urbanidad es tan accidentada, tanto visual como sonoramente. Esa ambientación y
actividad nos recuerda a la rutina maquinal en los socavones mineros en Viejo
calavera. Siguiendo con el argumento, Russo mueve a la revolución en el
área donde se concentra el poder. Es por esa razón que aquí recién es que se
percibe la brecha social desde las alturas de los teleféricos. Ahora, lo cierto
es que en este su segundo largometraje, el director boliviano no opta por
montar una nueva aventura sindical o representar una lucha de clases. Esos
cuadros están en un segundo plano; en tanto, Elder, así como otros personajes
de una clase laboral baja que se mueven dentro de esta urbanidad, están en un
primer plano. Si bien El gran movimiento hace un panorama a las rutinas laborales
de un sector de la comunidad boliviana, salvo por la secuencia de la protesta,
no hace más que sugerir un estado de demanda. En Viejo calavera, hay un
discurso ideológico de primera mano. En esta continuación no lo hay. En su
lugar, los síntomas o achaques del negligente Elder se convierten en alarmas o
reclamos sociales. Algo se está muriendo, consecuencia de la falta de trabajo y
un exilio forzado. Es recién a partir de aquí que Elder figura como una víctima
clara de un sistema desigual. Tal vez el hostigamiento de alcohol y la desidia
que expedía en las minas de Chuachuani durante Viejo calavera, son efectos
del desamparo social. Tal vez este hombre nunca fue negligente por razón
propia. Vemos así entonces la historia de un toque de fondo, la degradación -o
hasta consumación- de un hombre sin oportunidades que será rescatado producto
de una epifanía a manos de un salvador místico perteneciente a su misma clase.
Pero no es esa historia que representa a la agonía de una colectividad lo más
atractivo de El gran movimiento. Kiro Russo, si bien hace un retrato
sobre la postergación, alternamente, hace un culto a este escenario y sus
protagonistas. Crucial es la banda sonora y la mezcla de sonido que entabla una
oda al espacio, tal como décadas atrás lo hacía Walter Ruttmann en su Berlin
Die Sinfonie Der Grosstadt (1927) inspirándose en el formalismo de Dziga
Vertov. Las últimas secuencias de El gran movimiento son sin duda un
tributo al cine de este director soviético, a propósito del montaje visual y
sonoro en un estado de éxtasis.
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