Observar con atención
la corta filmografía de Michel Hazanavicius, es admirar a un director
apasionado por el cine. Tanto La classe
américaine (1993) como su saga de espionaje OSS 117, son un colectivo de señas de un cinéfilo que ha disfrutado
de una suma de películas que no se limita a un ritmo genérico o temático
específico. Hazanavicius hace de sus películas una resultante de un observador
embelesado por el séptimo arte, tomando como idioma al mismo cine,
específicamente el estadounidense. Es desde este perfil entusiasta que El artista (2011) sale a la luz; una
película que recrea con gran énfasis al cine silente y al sonoro también. Sobre
sus personajes ficticios y la colectividad de emociones que muchos o pocos han
podido percibir al ver una película, y que el director francés dispone a manera
de apreciación y nostalgia. Su filme es sin duda un acercamiento a lo que
posiblemente una gran mayoría desconoce en la actualidad.
Son los años veinte y
la carrera de George Valentín (Jean Dujardin), uno de los actores más célebres
del cine mudo, se ve derrumbada con la llegada del cine sonoro. En paralelo,
Peppy Miller (Berenice Bejo), una actriz aspirante, ha encontrado en el cine
sonoro la oportunidad de alcanzar esa fama que poco a poco se ha ido
extinguiendo en la imagen de Valentín. El
artista, en trama, apunta a ser una historia dramática, sin embargo,
Hazanavicius insiste en no encasillar a su película en una pendiente emocional.
En su lugar, sus mismos personajes poseen un carisma innato, propio de la
elegancia y algarabía que distintos intérpretes del cine mudo manifestaban. El
cine antes que ser una historia era un espectáculo, es por eso que hay una
vaivén de emociones. La película a pesar de ir adentrándose al lado triste de su
historia, no duda en poner a bailar la encantadora imagen de Peppy o colocar a
un can jugando a hacerse el muerto. El
artista, en cierto modo, no es una película íntegramente en versión muda.
Hazanavicius crea más bien un filme que nos transporta a un mundo donde todo
pretende ser silencio, un espacio donde el habla y los sonidos diegéticos están
suspendidos, y que en su lugar resuena una majestuosa banda sonora.
Curiosamente una de las mejores escenas del filme es sobre el sueño de
Valentín, reflejándose un mundo donde el sonido ha recobrado vida de una manera
agresiva.
El artista es entretenida, tan entretenida como ver un capítulo
repetido, de esos que nos gusta, pero a fin de cuentas repetido. Y es hasta
aquí lo mejor que se puede decir de esta película, filme logrado pero a su vez
sobrevalorado, tanto por el público como por la crítica. En cierto modo, El artista es admirada por hacer
ejercicio de prevalecer ese gesto por promover una esperanza de vida y memoria al
cine que muchos han olvidado, ignoran o desconocen; el mudo. Michel
Hazanavicius recrea una película que hace ofrenda al cine original, pero con
comodidades. El artista es “cine mudo
para dummies”, un tipo de cine que
puede ser asimilado con gratitud por espectadores que no están familiarizados
con el tema, una mera estrategia para captar esa atención e interés que en esta
época poco tendría que interesar a los consumidores masivos. Lo desconcertante
es la pronunciación de la crítica, una que menciona a El artista como un retorno al tipo de filme mudo como en sus
orígenes, a pesar de emplear técnicas como el travelling o una edición que fácilmente podría ser la de una
película actual. Hay una gran celebración por retomar ese formato de 4:3, en
blanco y negro, y efecto de película en baja calidad; pero de pronto varios se
han olvidado que hasta no hace mucho el canadiense Guy Maddin (Brand upon the brain!, 2006) ha ido
realizando películas en versión muda, que sí son las que siguen las reglas
naturales de este cine.
Pero fuera de las
observaciones rigurosas que el cine logra concebir, lo cierto es que El artista no posee una vitalidad propia.
Michel Hazanavicius tiene las tendencias al cine de pastiche en su filmografía,
y su último filme –hoy ganadora a Mejor Película en los Premios Oscar –no es
una excepción. Super 8 (2011) de J.J.
Abrams hace un homenaje al director Steven Spielberg, y qué mejor forma que
recopilando personajes tipo, temas, escenas, técnicas, que el veterano director
ha empleado a lo largo de su filmografía, pero sí aplicándolo a una nueva trama.
Hugo (2011) de Martin Scorsese, hace
de igual forma un homenaje, tanto al cine como a George Melies. Una historia de
una novela adaptada de forma inédita al cine, y recreada además con una
habilidad y un efecto que provoca nostalgia. Una escena donde el anciano Melies
mira a hurtadillas una película suya que parecía haberse extraviado, es un
gesto emotivo que refleja esa sensación que cualquier espectador pudo sentir al
ver una película que por ejemplo no ha vuelto a ver desde su infancia.
El artista, sin embargo, si bien es un homenaje al cine mudo
estadounidense de los años veinte, se basa en la primera versión de Ha nacido una estrella (1937) de William
A. Wellman y al actor Fredric March en Los
mejores años de nuestra vidas (1946), Ciudadano
Kane (1941) de Orson Welles, Cantando
bajo la lluvia (1952), Vértigo (1958) de Alfred Hitchcock, al cine de
Vincente Minnelli, todo un collage fílmico que se concentran en una sola
película, que más que una historia propia, es propiedad de otros. En cierto
modo, todo producto artístico no es original, sin embargo, lo citados en El artista son directos, con una mínima
corrección que –de hecho, no se niega –causa simpatía al verse reunida, pero no
provoca verla más como una parodia, muy a diferencia de los filmes de Scorsese
o Abrams que poseen una originalidad más amplia. El Oscar nuevamente tropieza
al cederle la estatuilla a un homenaje pomposo y gratuito, siendo el peor de
sus lapsus, el premiar a un actor por su carisma más que por su interpretación.
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