La ópera prima de Maya Da-Rin toma como premisa la rutina de un guardia de seguridad de una zona portuaria que experimenta un leve giro a propósito de una fiebre que implica una razón misteriosa. Sucede que hay evidencia que otras personas que tienen el mismo origen de este hombre han comenzado a experimentar mismos síntomas. Justino (Regis Myrupu) es uno de los tantos nativos de la zona amazónica del Brasil que migró a alguna ciudad para laborar y criar a su familia bajo las condiciones de la ciudad misma. Qué hace entonces que un puñado de estas personas comience a “enfermar” de algo que parece imperceptible –o incomprensible– a los ojos del resto, incluyendo los hijos del protagonista. A Febre (2019) es una película plagada de elementos que aguardan ser interpretados. Están los sueños de Justino, los indicios de sonambulismo que experimenta él y otros migrantes de la Amazonía, así como la repentina tensión que surge entre este y el nuevo empleado que lo reemplaza en el turno de vigilancia. Todos son hechos a medias que envuelven al relato en una atmósfera extraña e inexplicable.
Es a partir de este gesto ilógico que Da-Rin comienza a definir el estado de no correspondencia que ha comenzado a experimentar Justino; el hombre que de pronto se siente repelido en la ciudad. No es coincidencia que la fiebre le haya llegado al mismo momento en que a su hija –la única con quien vivía– le surgió una oportunidad laboral para vivir en la capital. Tampoco es coincidencia que los primeros síntomas de esa misteriosa enfermedad aparecieron cuando fue contratado un hombre que anteriormente había sido capataz en un caserío amazónico. Da-Rin nos traslada a un conflicto histórico, el de los latifundistas sometiendo a los nativos de la selva amazónica a trabajos infrahumanos. Es decir, Justino se ve intimidado por este invasor que ha llegado a asaltar su espacio laboral. Es el enemigo de su comunidad por tradición que ha venido a perturbarlo, o es que simplemente reclama su lugar. Surge entonces la pregunta: ¿Quién es el invasor? ¿Es el nuevo empleado, modelo castigador de nativos, o acaso Justino, el nativo que llegó a la ciudad intentando asentarse?
“La fiebre” es una metáfora del descubrimiento de las fronteras territoriales, la separación innegable entre el sujeto citadino y el sujeto de la ruralidad amazónica, algo que seguramente Justino nunca ha dejado de percibir, pero que ahora es muy evidente o sintomático. De ahí la razón de sus sueños, expresión simbólica. La revelación del inconsciente interpretada como una alegoría de la normativa que rige en la realidad. A propósito, la función de los sueños no está lejos de la función de los mitos. Por alguna razón, Justino narra a su nieto esa historia de un hombre raptado a una tierra desconocida en donde monos deciden sacar provecho de sus habilidades, y, más adelante, comparte su sueño a su hermano en donde se extravía en un espacio dominado por la oscuridad salvo el piso que brilla como el asfalto. Los mitos y los sueños dan respuestas al principal malestar de Justino, algo que también han comenzado a padecer sus iguales, y no sus hijos, los criados bajo las pautas de esa realidad que para él ya no tiene sentido y solo le causa malestar.
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