Al igual que en su película La noche (2016), Edgardo Castro nuevamente nos introduce a una realidad obscena observada tras un filtro que humaniza a sus personajes. La protagonista es una joven madre con un doble oficio. Ella es vendedora de medias y también es visitadora en una cárcel. Las ranas (2020) lleva ese título por el apelativo con que se les conoce a las mujeres dedicadas a hacer compañía sentimental a reos y que de paso logran traficar objetos o sustancias prohibidas a la penitenciaria. Aquí también Castro disfraza a la ficción de registro documental. Lo hace, por ejemplo, a partir de la limitación del diálogo. Este recurso, por un lado, otorga un aire de cotidianidad en donde no se percibe una intromisión o efecto de falsación, y, por otro lado, descubre el perfil sensible de sus personajes, quienes escatiman las palabras a fin de que sus propias presencias den significado a la escena de la que forman parte.
miércoles, 19 de agosto de 2020
24 Festival de Lima: Las ranas (Competencia Documental)
Esto
es notorio en las secuencias de las visitas a la cárcel, cuando los
protagonistas interactúan como si se tratase algo más que un simple negocio. Se
me viene a la mente el final de La noche,
cuando el cliente y la cortesana tienen un momento de intimidad de un
significado distinto al que tienen costumbre. Es una experiencia equivalente a un
acto fallido, una revelación, un instante que delata sus emociones y que en
este caso evoca a un momento de melancolía. En Las ranas, es más bien un momento distinto a lo taciturno, a
propósito de la música cumbia de fondo, la luz del día y todos los reos emparejados
en el mismo salón de visita. Todo ese escenario deja de percibirse como un
espacio de conveniencias, sea monetarias o físicas, y se revela un lugar que
genera vínculos emocionales, deja de existir el trasfondo de la depravación,
los antecedentes violentos o la misma pobreza para convertirse simplemente en
un espacio íntimo que no está lejos de la atmósfera de una sala o una
parrillada familiar al exterior.
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