El “hombre cámara” está aburrido.
Este Dziga Vértov del presente camina sin propósito en esta realidad en donde
lo digital parece haberlo filmado “casi” todo. Busca, observa y no encuentra
respuesta. Así hasta que halla la inspiración/motivación en alguien. Es en esta
toma, en donde una niña reacciona ante la cámara, en que no solo se fabrica a
un espectador, sino que además el cine o el registro fílmico toma sentido.
Empieza entonces una nueva aventura. En A Man and a Camera (2021), el
director Guido Hendrikx toma una cámara, toca las puertas de un barrio
neerlandés y no deja de grabar el recibimiento de los desconocidos que reaccionan
de distintas maneras, pero siempre extrañados. Es una interacción entre
extravagante y embarazosa, pero alguien tiene que hacerlo en fe de,
posiblemente, crear un comparativo entre la reacción del espectador de hoy y
del espectador de hace cien años. De pronto, lo digital parece haber devaluado
la presencia de la cámara, artefacto habitual del que ahora muchos no tienen
interés de posar ante este. Lo que antes era un medio de entretenimiento, hoy
es una herramienta de intromisión. Algo tendrá que ver los reality shows.
Vemos así en la introducción de
esta experiencia ciertos momentos de incomodidad. Es el encuentro entre el hombre
cámara y los espectadores que exigen de spoilers: ¿Para qué es esto?,
¿Es un experimento?, ¿Puedes hablar? Son una serie de preguntas o
cuestionamientos en exigencia de un contenido, esa reacción habitual cuando nos
referimos a todo aquello que es registrado por una cámara. Hay espectadores que
ríen, otros que quedan estáticos y los que obviamente se molestan. Pero el
público es variado. Es así como van naciendo los espectadores curiosos,
aquellos que no solo deciden ser parte del experimento, sino que además
reconocen esa dinámica vital que se gesta cuando “algo” está frente a un lente.
Como jugando, A Man and a Camera nos enseña cómo es que el cine nos ha
adiestrado a que nos convertimos en protagonistas al ser grabados. El
espectador, que reconoce a la cámara como artefacto que fabrica
entretenimiento, al verse enfocado, asume su condición pasiva, el de ser parte
de una historia que el protagoniza y, por tanto, tendrá que dar sentido. Aquí
no se trata de hacer trucos de magia o representar un guion inspirado en alguna
lectura literaria, estamos hablando de un acto de improvisación incipiente.
Han pasado más de cien años y nos
percatamos que, a pesar de que la era digital ha devaluado el valor de la
cámara ante la proliferación de estas, todavía se preserva esa fascinación por
ser parte de la ficción; el ser registrados, tal vez, por el simple deseo de
ser perdurables. No es gratuito que uno de los espectadores que asume su
condición de protagonista de esa película, sea también un director aficionado que
confiesa tener muchos videos caseros. Definitivamente, estamos tratando con
alguien que estima el poder de la memoria y la preservación del cine. Desde su
perspectiva, el ser registrado es equivalente a ser perdurable. Sin esperarlo,
Hendrikx encuentra a un “colega”, alguien que comprende su mutismo, ese rol que
asume para no agredir a la ficción o realidad fabricada o improvisada que,
ciertamente, va asumiendo a hasta cierto punto un acto de naturalidad. La
improvisación deja de ser, para así abrirse una rutina o cotidianidad. Estamos
hablando entonces ya no del cine de los hermanos Lumiere, sino el de Vértov: la
cámara ojo o que es invisible ante los protagonistas.
A Man and a Camera asume los principios de ese cine
documental, el que registra a un público deseoso de ser parte de la fantasía,
pero que poco a poco va diluyéndose ese énfasis dado que el director y su
cámara deciden camuflarse como parte del cotidiano. Lo que hace Guido Hendrikx
es lo que han emprendido Vértov, Edgar Morín o los hermanos Maysles, al
introducirse a una realidad ajena y habituarse lo suficiente para hallar esa
naturalidad que buscaban esos directores de una corriente distinta a un
documental convencional. Es atrapar a los protagonistas en sus momentos más
rutinarios, por ejemplo, llevando al colegio a su nieto. Gran cierre que en
lugar de abrupto es el broche que pone en evidencia la búsqueda de esta
película. A Man and a Camera vuelve a lo incipiente y nos dice que lo
digital es apenas un bache que complica ligeramente a esa dialéctica entre un
individuo y la cámara. Me imagino a una persona encerrada en un cuarta con un
violín. Así esta no sepa tocar el instrumento, en algún momento lo tomará y
fingirá saberlo. Lo mismo pasa aquí. Si hay cámara, algo está aconteciendo. Si
me hace una toma, soy el protagonista. Y si soy el protagonista, pues lo invito
a mi realidad. Ahora, lo que también me imagino, es qué habría sucedido si este
experimento se hubiera llevado a cabo en algún vecindario de EEUU. Creo ya lo
había intentado Michael Moore para hablar sobre la violencia.
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