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Tradicionalmente,
los musicales podían asumir dos líneas argumentales. Estaban los que se
inclinaban puramente al gesto de lo celebratorio, eran semillas de fantasías
dispuestas de historias que te hacían olvidar tus problemas a partir de
argumentos, por ejemplo, asociados a la comedia sofisticada. Luego, estuvieron
los musicales que hacían apología dramática. Las penurias de sus protagonistas,
muchos de estos artistas, hacían contraste con las secuencias musicales
jubilosas que cumplían una función de escapismo, aunque ocasionalmente había también
canciones con letras que solían ser sinopsis de los conflictos emocionales de
los personajes. Estos eran retratos de dramas personales –el alcoholismo o el
enfrentamiento con la fama– o melodramas
que evocaban a un final agrio hasta trágico. Esa es la síntesis del musical
entre la década de los 30 y los 50 en Hollywood, tiempo en que este género se
inició como estímulo para rescatar a las masas de la depresión social y
económica, y, posteriormente, se atrevió a acercarse a dramáticas “más” reales.
Obviamente, Lina de Lima (2019) no
está ni una ni en otra. La película de María Paz González es una apropiación
del género que pasa por alto los antecedentes de un cine clásico. Es decir;
estamos tratando con un ejemplo del musical moderno.
La
historia de Lina (Magaly Solier) huye de las lecturas –para ser más precisos,
huye de los fantasmas– sociales sobre una servidumbre de origen inmigrante
azotada por un contexto ajeno, tanto público –provocado por un idioma o cultura
distinta– como doméstico –a propósito de las fricciones con sus empleadores–. En
primer lugar, el desarraigo idiomático o cultural en esta historia no existe o
se neutraliza de manera que las limitaciones se derrumban. Un caso puntual es
la interacción que surge entre Lina y un francoparlante. Por otro lado, el
espacio doméstico también está libre de esas barreras invisibles entre dueños
de casa y la mujer que labora para estos. Lina no viste uniforme ni está
expuesta al control constante de los dueños de casa. En ese sentido, no estamos
tratando con un sujeto que es propiedad de otro sujeto. Lo importante además es
que la trama no fuerza o recalca la convivencia o el sentimentalismo entre Lina
y sus empleadores. Argumentalmente, Lina
de Lima se desvincula también de los testimonios o consternaciones
tradicionales. La película se concibe desde una realidad moderna –utópica, para
cierto sector– en donde los conflictos de una empleada del hogar no son sociales,
sino puramente rutinarios. Problemas
universales e incidentales –ninguno de apunte nefasto– circunda en la rutina de
Lina. Preocupaciones familiares o descuidos laborales son dilemas que la
inquietan. En contraparte, se descubre su rutina personal. Su encuentro con
amistades y amantes de paso hacen equilibrio a su día a día. Y luego están las
secuencias musicales, escenas que se perciben como anexos o intermedios a la
trama. Curiosamente, es en este recurso, el más atractivo de la película, en donde
se manifiesta la debilidad del filme. ¿Qué significan esas escenas de canto y
baile para la protagonista de la historia? ¿Cuánto de estas fantasías responden
a su realidad o nos dan idea de la misma? ¿Qué tanto de sus letras o
representaciones, en verdad, responden a sus conflictos? Hasta cierto punto, la
historia que se narra en Lina de Lima
luce como excusa para montar una serie de secuencias musicales que dialogan
sobre la peruanidad a partir del bosquejo de una identidad musical. Pienso en
musicales estadounidenses fuera del circuito de Hollywood, los producidos entre
la década de los 60 a los 80, fabricantes de historias modestas que les
permitía difundir un género e identidad musical, desde el country hasta el punk. La
película de María Paz González es entretenida, sin embargo, no dejo de pensar
en las motivaciones que parecen esforzarse más en construir un ídolo musical.
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