“Yo todavía me siento un
adolescente”; dice en un momento Jonás Trueba. Ese comentario me retrae a Los exiliados románticos (2015), esa historia de tres amigos que deciden darse
una escapada de la ciudad como prueba de que se aferran a ponerle fin a una
etapa impetuosa y que está dominada por un tránsito continuo. Esos son los protagonistas
en la fílmica del director español; ellos son los que no dejan moverse, siempre
expuestos a nuevas experiencias y dudas, dispuestos a mudar sus sentimientos,
emociones o sus mismas ideologías. Así como deja en claro la protagonista de La virgen de agosto (2019), ellos se detienen a reformularse, evalúan su
existencia con intención de frenar la rutina y confirmar sus deseos por
preservar ese ánimo de exploración personal. Ese es el trayecto que asume el
elenco de Quién lo impide (2021), un proyecto a largo plazo que Trueba inició
junto a sus socios cinco años atrás, adolescentes que se comprometieron a
dramatizar sus rituales, fantasías, incertidumbres o conflictos. Este es un
retrato y homenaje a la adolescencia observada desde distintas perspectivas,
escenarios e instantes, algo que definitivamente la revela como una fase compleja,
digna de valorar y, por qué no, aprender de esta por ajena que sea.
Ahora, a propósito de esa
necesidad de Trueba de desarrollar su película en un tiempo extendido, no se
confunda con relacionarlo, por ejemplo, a las motivaciones de Richard Linklater,
director que, en su lugar, planifica una producción que se prolonga por años
con intención de contemplar el efecto del tiempo sobre un individuo, como pasa
en Boyhood (2014), o sobre en una relación de pareja, caso inició con Antes
del amanecer (1995). Trueba se alía con el tiempo con el único fin de ir
captando más testimonios. La adolescencia se reconoce como una temporada que inaugura
los pensamientos individuales. Es en esa etapa en que acontece “la primera vez”
de muchas cosas. A diferencia de Linklater, al español no le apetece atender el
cambio físico o la redundancia de comportamientos que es entendida como la
definición de una personalidad o clichés personales que se arrastran a lo largo
de los años. Quien lo impide es el registro de aprendizajes, reconocimientos,
las primeras definiciones de eso que los no hace mucho niños que van en
tránsito a la adultez nunca habían prestado atención por sí mismos o vivido con
esa curiosidad insaciable. Aquí el transito del tiempo es casi imperceptible al
ser opacado por personajes en un (auto)descubrimiento continuo.
Otro detalle que también parece
imperceptible, aunque en una vista general, es la distinción entre uno y otro
de los protagonistas. Quien lo impide está interpretado por un
colectivo, en tanto, el individualismo se anula y eso hace que muchas de las
experiencias o testimonios que uno interpreta o dicta luzca correspondiente al
resto. Es acertada la estrategia ocasional del director de asignar a un adolescente
a que cuente un testimonio que le es ajeno al orador, pero el hecho de narrarlo
ya lo hace de su propiedad o parte de su memoria. Esta es una absorción válida
y consecuente debido al vínculo generacional que comparten. Se pueden contar historias
de amor, pensamientos sobre el bullying o la soledad, cada una con distintas
particularidades, pero a fin de cuentas al exponerse suenan familiares dentro
de un círculo en donde todos sus miembros están recién explorando esas
situaciones o definiendo sus primeros conceptos de tal o cual cosa. Trueba nos
acerca a un escenario comunitario. Esto significa que, si bien podría estar
estructurado por pequeños grupos o islas humanas alejadas de la mayoría, sus
habitantes comparten muchas cosas e ideas, lo que a su vez se extiende a
compartir motivaciones o posibilidades.
De ahí por qué Quien lo impide
asume los principios de Los ilusos (2013), película que contaba la
historia de un joven director buscando inspiración a partir de sus vivencias o de
quienes que le rodeaban, exploración que lo llevaba a representarlas,
ficcionalizarlas. Claro que adicional a la motivación de hacer cine, había
también una motivación personal. O sea, crear una película sobre una escena de
amor que de paso servía como una cura o depuración emocional para el autor. Caso
los adolescentes de la última película del director español, ellos tienen
bandera blanca para inventar y representar las historias que veremos. Eso no
solo conlleva a compartir ideas inspiradas en sí mismos o en su alrededor, sino
a que también estarán expuestos a un instante para reflexionar entorno a estas,
esa pausa propia de la juventud abierta a explotar o reformular su presente a
fin de proyectarse a futuro. Quien lo impide está plagado de secuencias
de “mediación”. Podrá ser muy ficción o posibilidad lo visto, pero la misma
invención no deja de repercutir en la realidad de los actores. Jonás Trueba una
vez más expone los límites entre la realidad y la ficción, y va demostrándonos
cómo esta frontera se va diluyendo ante nuestros ojos poco a poco.
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