Tal como se infiere en
uno de sus títulos más celebrados, Historias
mínimas (2002), el cine de Carlos Sorín está dispuesto de relatos que
dentro de su sencillez y su mesura dramática aspiran a convertirse en crónicas
artesanales, eventos que no pecan de pretensión sino de sensibilidad y una
belleza natural. El cineasta argentino es promotor de un estilo de carácter
bucólico. Sus locaciones plagadas de minimalismo y paisajes rurales, despliegan
melancolía y la traducen en su versión más optimista. Al igual que Bombón, el perro (2004) o La ventana (2008), el último filme de
este director es una invitación a la esperanza y a la reflexión.
En Día de pesca (2012), Sorín retorna a su
espacio fetiche, la Patagonia, geografía que servirá de lugar de reposo para
Marco Tucci (Alejandro Awada), un ex alcohólico recién rehabilitado que llega
desde Buenos Aires en busca de un hobby y de una hija que no ve desde hace
años. Similar a la mayoría de sus filmes, el director crea de un drama una
fábula con aire de comedia. Es una ruta en vías al aprendizaje, aquello que en
su tránsito será testigo de esas “historias mínimas”, el encuentro con pequeños
personajes que van despertando afección y naturaleza humana. Tucci si bien es
extranjero en estas tierras desconocidas, en su camino irá hallando algunas
amistades furtivas, señas y ánimos que le darán cobijo y terapia a una alma
arrepentida.
La redención es tema
central en esta película. El protagonista principal, recuperado de su adicción irá
en busca de aquello que un día fue extraviado. Por encima de seguir las pautas
médicas, Tucci hace caso sobre todo a sus pautas espirituales. Renovar su vida
implica hacer las paces con su hija a la que un día abandonó por culpa de su
vicio. No cumplir dicha meta, implicaría el desgano o la pereza de seguir en
pie con sus planes de pesca, aquello que ha decidido tomar como hobby como
parte de su tratamiento. No pescar significaría el fracaso. El resentimiento y
el perdón serán nudo dramático en el filme. Así como en Día de pesca, los personajes de Carlos Sorín son viajeros, personas
errantes en busca de afecto; una road
movie terapéutica.
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