En un Chile actual,
existe un lugar en la sociedad donde una generación madura se reúne a diario
para darse una oportunidad. Son el grupo de divorciados en busca de un “nuevo
cambio” en sus vidas, situación que los ha dejado en soledad o en medio de
conflictos internos. Son los rostros envejecidos de personajes que se
(re)conocen entre sí. Conversan, se ríen, beben, bailan, se hacen mutua
terapia. Todos ellos, sin embargo, no son capaces de rehabilitarse de la misma
forma. Gloria (2012) significa para
Sebastián Lelio una renovación en su cine. La historia de una mujer divorciada
al borde los sesenta años se aparta de la necesidad de desmitificar a los
cánones religiosos vistos en La sagrada
familia (2004) o Navidad (2009),
es además ajena a la crónica trágica contemplada en El año del tigre (2011). Lelio, por el contrario, no deja de tomar
a la población chilena como elemento de estudio. Su cine insiste en representar
una radiografía social de su país.
Gloria, en sus inicios, parece inclinarse a las normas convencionales que
podría esperarse de un filme que toma por tema central a la vejez. El personaje
principal de la película, en medio del júbilo festivo de un grupo de su misma
generación, parece ser víctima de la “invisibilidad”, efecto que parece
pronunciarse en sus espacios íntimos, en las inmediaciones de un tenue
departamento custodiado por un felino intruso o en la visita de sus seres
queridos, quienes parecen no percibir o compartir de su estadía. Gloria (Paulina
García) a primera vista podría ser confundida por una mujer que rehúye de su
soledad trágica, sea espantando a un gato de su morada o acechando de llamadas
a sus mayores hijos. Su frecuencia a espacios sociales, en busca de compañía o
libando alcohol al borde del exceso, podría ser interpretado como un efecto de
frustración o estrategia desespera por curar una dolencia reprimida. Lo cierto
es que hay otra intencionalidad en toda esta introducción.
Gloria se distingue de otros filmes al abordar el divorcio y la vejez desde un
concepto contrario, casi radical. El personaje de García no es ni frustrada ni
reprimida. En medio de las danzas y los juegos de cortejo empleados por Gloria,
existe en ella una naturalidad que explaya franqueza y autenticidad. Sus
visitas a espacios nocturnos no son más que el allanamiento al goce de ser
libre (no se confunda con libertina), la necesidad de sociabilizarse no
pensando en llenar un vacío, sino apelando a las normas de la misma naturaleza
humana. Es así como el espectador es testigo de cómo Gloria ríe, canta,
flirtea, tiene sexo, hace yoga, va a reuniones, conoce gente e incluso en el
camino tiene amantes furtivos. Su vida de casada está finiquitada y ahora, en
calidad de divorciada, no se impide en compartir su vida con una nueva pareja.
Entonces conoce a Rodolfo (Sergio Hernández) y ambos se enamoran. Es a partir
de aquí que Lelio dispone una confrontación en la trama, una que por cierto la
vuelca hacia la realidad chilena.
Gloria y Rodolfo, ambos
divorciados, son polos opuestos. Los dos se conocieron en una fiesta de
solteros, lugar que por cierto es anecdótico. Por un lado invitando al cambio
de vida, es decir, dejar atrás esa antigua rutina de casado y darse una
oportunidad, es decir, vivir el presente; mas en paralelo, el ambiente de este
espacio es pasadista, lugar de memoria donde se escuchan melodías de antaño. El
pasado entonces insiste en no retirarse. Hay por lo tanto dos vías de acceso
dispuestas a sus invitados: la superación o el estancamiento, y Gloria y
Rodolfo responden a estos, respectivamente. Se abre camino así al conflicto del
filme y además al discurso relacionado a la sociedad chilena. Gloria refleja dos modos distintos de
enfrentar el divorcio, uno que está dispuesto a renovarse, mientras que otro
está (de)pendiente a lo que en teoría ha sido consumado. Rodolfo es temeroso a
rehacer su vida, se resiste al cambio.
Socialmente, la
película da señas de la realidad chilena, una sociedad que está en pleno cambio.
La jovialidad (no física, sino anímica) como estrategia para dicha renovación. En
Gloria no solo los personajes, sino
todo Chile está en un tránsito de cambios. Son los últimos rezagos de la
Dictadura, es la expurgación de los tormentos o del pasado, aquello que no se
abandona de un día a otro, es por eso que de vez en cuando los fantasmas
reaparecen en forma de sueños o alucinaciones (muy acertada la escena donde
Gloria hace memoria de los tiempos de “cacerolazos”). Rodolfo y Gloria son los
rostros opuestos de una sociedad chilena, una compuesta y otra retraída,
sometida aún al gobierno matrimonial ya extinto, pero que parece estar fresco
en la mente de algunos. Inmersa a esta realidad, y volviendo a su introducción,
Lelio parece brindar un reconocimiento a los personajes olvidados por la
sociedad actual, los que vivieron de cerca esa etapa oscura de su Historia y
que además tienen mucho por demostrar en aspecto de valores.
Respecto a esto
último, Gloria simula representar a un ícono no solamente femenino, sino social.
El personaje principal del filme, en medio de su drama íntimo, mantiene una
lucidez y un optimismo arraigado. El amor no parece sonreírle a esta mujer, muy
a pesar nunca somos testigos del desvanecimiento de este personaje. Parece
existir un código de honor o tal vez simple dignidad en Gloria al prohibirse
sufrir, salvo en sus momentos maternales donde no se reprime. Paulina García es punto fuerte en el filme. La
actriz es domadora de un poder de seducción que desata sensualidad y mucho encanto
(hay un aire a Diane Keaton en la interpretación de la actriz chilena). Muy
aparte de su construcción anímica, Gloria se establece en base a las miradas y
gestos que lanza a diestra y siniestra, enamorando con sutileza efectiva. Está
también un lado impulsivo, de mucho arranque y carácter, como la otra Gloria de
John Cassavetes (1980), una que también aprendió a empuñar el arma.
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