Artículo publicado originalmente en Cinespacio.
Alfred Hitchcock
pensaba que mientras más se oculte al gestor del crimen, más efectivo será el
suspenso. Steven Spielberg aplicaría dicha regla en Duel (1971), su ópera prima, y la resultante sería uno de los
filmes más perturbadores del director. Más adelante repetiría misma dinámica en
Tiburón (1975). Spielberg nuevamente
escondería al “criminal” y este no se mostraría sino hasta la última parte del
filme. Esta película de terror fue igual de efectiva. De pronto ocultar al
enemigo fue una estrategia clave para el cine del género de horror. Ridley
Scott (Alien, 1979) lo hizo, y más
tarde John Carpenter (La cosa, 1982). Lo cierto es que no
basta con no mostrar al monstruo. Existen pues pautas a seguir, recursos que
son inevitables pasar por alto, y los mencionados directores fueron conscientes
de dichas normas. De nada vale privar al espectador del terror físico, si antes
no has preparado el terreno. La tensión lo es todo.
James Wan con El conjuro (2013) se encabeza como uno
de los pocos directores que prometen dentro del género de terror. Wan ya ha dejado
al olvido su experiencia con El juego del
miedo (2004), filme donde el gore primaba. En su lugar, ha comenzado a
inclinarse por un cine más psicológico. Uno que prefiere antes que la sangre,
la atmósfera tétrica, donde, en efecto, el enemigo también aguarda con mucha
precaución antes de ingresar a escena. Al igual que Insidious (2010), Wan retoma el tema de lo sobrenatural, familias
viviendo en casas encantadas, atormentadas por entes y espíritus que se ocultan
entre los roperos o las puertas cerradas. A diferencia de los filmes sobre
zombies o asesinos en serie, las historias de fantasmas tienen el factor de
tensión más a su favor. No existe nada más pavoroso que no ver al enemigo. Es
el mal resistiéndose a manifestarse. Primero juega con su víctima para luego
arremeter contra ella con todas sus fuerzas.
Basado en hechos
reales, El conjuro narra la historia
de la familia Perron y su estadía en una casa ubicada en Rhode Island. Desde el
primer día, sus miembros serán víctimas del acecho. La primera fase del filme
es sobre cómo los personajes ignoran mientras el espectador va siendo testigo
de lo inusual; algo no está cumpliendo con las pautas de lo normal. Los
ladridos de un perro, golpes misteriosos que resuenan por la casa, contusiones
en la piel que aparecen sin razón alguna. En paralelo, otra historia se va
dictando. Los esposos Warren son investigadores de fenómenos paranormales. Hacer
una antesala sobre las actividades y experiencias previas por las que pasó este
matrimonio, es fundamental para el efecto de tensión. Mostrar al espectador el
lado serio, casi una lectura académica, de los eventos paranormales que siguió
la pareja, es crear verosimilitud. Hacer que el público asuma por un instante
que lo que está ocurriendo es real y, por lo tanto, es cosa seria.
El conjuro aquí se diferencia con Insiduous,
filme que mostraba más bien un lado paródico o cómico de los inspectores de
fantasmas. Los Warren son todo lo contrario. Ellos no leen las cartas ni juegan
a la ouija. En su lugar, formulan hipótesis, comparan casos, citan precedentes.
El personaje de Ed (Patrick Wilson) es el lado teórico, mientras que Lorraine
(Vera Farmiga) es el lado espiritual, uno que de por sí provoca una mirada
escéptica. Lo cierto es que a la mano de la ciencia, hasta lo más retorcido
resulta ser universal. El final de El
conjuro es el final de The innkeepers
(2011), de Ti West. Es una escena en que el espectador está a la espera del
terror. La dilatación de pronto es efecto de tensión, no por el hecho de que
esté sucediendo “algo”, sino porque nada está sucediendo y la expectativa de
pronto alimenta el miedo. Tanto James Wan como Ti West se han apropiado de una
de las semillas del terror. La sangre no es la clave, sino el miedo a temerle a
lo que no estamos seguros irá a ocurrir. Ambos directores, son generados del
terror en su estado más puro.
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