lunes, 27 de enero de 2014

El Lobo de Wall Street

Buenos muchachos (1990) se da inicio con un momento clave de la trama. Un trío de mafiosos ha faltado a uno de los códigos más delicados de “La Familia”. Este será el punto de quiebre en la historia. Un adelanto de cómo la propia mafia se va deconstruyendo desde su interior, para, posteriormente, mostrarnos su autodestrucción. Lo que sigue es un flashback desde el punto de vista del personaje de Ray Liotta. Él es el protagonista central del filme, individuo que aprenderá de la cultura italiana, específicamente la delincuencial, aquella que es como una pirámide compuesta tanto por categorías, normas y leyes inquebrantables, así como licencias y facilidades que le abrirán paso a un mundo gozoso y libertino. Más todo esto siempre velado por una ética vigilante: la no traición hacia los tuyos.
Martin Scorsese si bien ha venido empujando hacia la orilla de la redención a una serie de personajes, también nos ha motivado a reflexionar sobre cómo, irónicamente, el cinismo se convierte en la base o cimiento de esta “salvación”. Desde películas como Taxi driver (1976), La última tentación de Cristo (1988), así como Los infiltrados (2006), Scorsese nos introduce a un mundo de las farsas. Acciones provocadas por protagonistas que se vuelcan hacia lo aparente y/o engañoso. Cínicos que se justifican de la peor forma, boicoteando sus propios cánones, trayendo abajo sus propios discursos, frustrando sus destinos, condenando a su familia, condenando a los suyos. Frente a esto, Scorsese en El Lobo de Wall Street (2013) no muda dichas dinámicas. Lo adicional sería que el valor de la farsa se inclina a su acotación más tradicional, siendo su historia contemplación de una comedia exclusivamente burlesca, levemente divorciada de los dramas argumentales. El filme se dispone a ser más dinámico y catárquico.

Aquí el Henry Hill de Buenos muchachos es Jordan Belfort (Leonardo Di Caprio). Él es el “iniciado” e inexperto bróker que ha tenido que pasar por la tutela de un maestro, encarnado por un visceral Matthew McConaughey. A esto le sobreviene su fugaz gloria, el tránsito al fracaso, pasando por la oportunidad y seguido por el ascenso imparable hacia el mundo de la inversión. El personaje de Di Caprio está en vía de convertirse en el nuevo Gordon Gekko, de Wall Street (1987), solo que bajo una nueva conciencia (o más bien, hasta inconsciencia). “Greed is good. Greed is right” rezaba en síntesis Gekko, algo que Belfort tal vez también piense, pero en su objetivo está claro que más que buena, la avaricia es vida y estilo. Es diversión antetodo. El “Lobo” es seguro de lo que desea. La riqueza, más que fuente de poder, es fuente de goce, aquello que se deriva al libertinaje sexual, el abuso de narcóticos, aquello que por la década de los 80’s el personaje de McConaughey lo aplicaba a modo de disciplina. Mujeres, sexo, alcohol y droga, como utensilios para un oficio que merece lucidez las 24 horas del día. Ya para los 90’s, Belfort sabe que esto se le ha ido de sus manos. Son las primeras señas a su próximo juicio. Es momento de ponerle fin a la farsa.
“One of us! One of us!”, recitaba una familia de seres defectuosos en Freaks (1932), clásico de Tod Browning. Era el indicador que afianzaba la lealtad entre ellos mismos, y, además, la iniciación o fichaje a un nuevo miembro. El último filme de Srcosese cita este cántico en una de las congregaciones de la Stratton Oakmont, agencia fundada por Jordan Belfort. Es a partir de esto que podría relacionarse la naturaleza de estos individuos, tal vez no fenómenos epidérmicos, pero sí seres grotescos por sus excesos, que de la misma forma co-actúan bajo un círculo familiar, porque se reflejan entre sí. Existe también una especie de código de familia, uno no tan estructurado como el de Buenos muchachos, donde sí existía una disciplina, como en toda mafia. El Lobo de Wall Street tiene otras cosas más de Buenos muchachos, desde su estructura narrativa hasta su modo de montaje. Es más bien la farsa la que lo distancia de este filme, lenguaje que hasta cierto punto hostiga por la misma dilatación del filme. Las bromas de pronto son más familiares y, por lo tanto, menos entusiastas.