viernes, 30 de diciembre de 2022

Mis favoritas del 2022

Nunca está demás retomar este encabezado a cada lista que realizo: estas son las películas que más me gustaron de lo visto en el 2022; mañana, quién sabe, cambie de opinión. A propósito, eso me da por husmear la lista que hice en el 2021. Salvo por un título, sigo de acuerdo con mis gustos de hace un año. ¿Es acaso eso algo bueno o capaz un signo de no renovación? Siempre ando huyendo del conformismo. No hay nada más inhumano que conformarse con ver siempre el mismo “panorama”. Dicho esto, el cine, aunque ficticio, es un territorio que renueva nuestra realidad y pensamiento dada su amplitud. Hay una variedad de multiversos que resguarda y que puede amoldar distintas versiones de nosotros mismos. A medida que vemos más películas, dependiendo sus conceptos y propuestas, es que vamos cambiando nuestra forma de ver y apreciar la realidad. Entonces, cada que retrocedo al tiempo y veo una vieja lista, siento que fui otro. Y si fui otro, es porque me he renovado en el transcurso. Para mí, eso es una satisfacción. Agregaría además que tal vez todavía es muy temprano para evaluar mi renovación si miro hace un año atrás. No es mucho tiempo. Este tipo de cambios se perciben a largo plazo.

Antes de pasar a la lista, un apunte al cine peruano que he visto este año. No he podido ver hasta ahora Willaq Pirqa. El cine de mi pueblo (2022), de César Galindo. Lo otro, si bien no hay ninguna película peruana en mi lista, me gustaría mencionar cuatro películas peruanas. La primera es el cortometraje Hipocampo (2022), de Víctor César Ybazeta. No es de extrañar le haya dedicado una crítica a los días de que fuera liberada en la web. Esta es una película que habla con imágenes. Es un discurso incipiente, tomando en cuenta que el cine inició silente. Aquí incluso estoy imaginándola sin un sonido diegético, solo la reproducción de imágenes. Ahora, es una película que también se sirve de la idea preconcebida. Paita como viejo escenario emblemático de la economía peruana. En tanto, es una película que dialoga con la conciencia del espectador. La segunda película es Mataindios (2018), de Oscar Sánchez y Robert Julca. El volver a verla me ha servido para revalorarla. Este producto es un buen ejemplo de renovar las formas de representar un tema recurrente, aunque necesario. Y al ser necesario se hable más de las secuelas de la violencia en el interior del país durante las décadas del 70 a principios de los 90, es preciso afloren nuevas formas de representarla a fin de solidificar la conciencia sobre el tema en cuestión y no generar esa errada idea de la “repetición innecesaria”. La tercera película es Antonia en la vida (2022), de Natalia Rojas Gamarra. Creo que es una película que vale la pena verla, a pesar de que pudiera tener defectos formales inmediatos (el manejo de cámara, dirección actoral). Lastimosamente, se ha ganado una mala fama consecuencia de los tópicos que gravitan en torno a su protagonista. Estamos en una temporada moralmente hipersensibilizada. Obviamente, el espectador nunca va a privarse de su “perspectiva” cada que mira una película. Muy a pesar, son tiempos de postergación irreflexiva. El escenario digital ha creado a una comunidad convencida de su rol de inspector que tiene que ser inquisidor frente a todo aquello que es ajeno a su línea de pensamiento, descartando o pasando por alto el valor que bien pudiera tener, en este caso, Antonia en la vida, una película que bien su protagonista concentra todo un caldo de rutinas superficiales y ajenos a la conciencia social descentralizada, pero que expresa una sensibilidad humana al corriente con una generación universal asediada por sus represiones, depresiones y fantasías bloqueadas. Aunque light, hay además una conciencia de género. Sin embargo, más la valoro por su carácter anímico. Es una película que se desentiende con los conflictos extraordinarios y más bien se concentra en uno muy personal, el cual resuelve también de una manera muy personal. La última es Viaje (2022), de José Fernández del Río. Es una película que manifiesta mucho potencial en su contenido y su propuesta visual. Su historia se sirve de un retrato etnográfico a fin de atender su vulneración. Este es un escenario en donde las tradiciones se cumplen, aunque como un ritual autómata. Hay cierto aire de las creencias degradándose.

Sin más, estas son las mejores películas que he visto en este año, sin orden de preferencia. He omitido ver algunas que se estrenarán próximamente en la cartelera peruana.

Cartelera

Moonage Daydream (Brett Morgen, 2022)

Festivales y muestras

Ushui, la luna y el trueno (Rafael Mojica Gil, 2019)

Brainwashed: Sex-Camera-Power (Nina Menkes, 2022)

La caja (Lorenzo Vigas, 2021)

Yin Ru Chen Yan aka Return to Dust (Li Ruijun, 2022)

Mato seco em chamas (Adirley Queirós y Joana Pimenta, 2022)

Le lycéen aka Winter Boy (Christophe Honoré, 2022)

Walk Up (Hong Sang-soo, 2022)

Christopher at Sea (Tom Brown, 2022): Este es un maravilloso embarcamiento a la liberación sexual. El director se sirve de la fantasía de un escenario masculinizado para retratar la historia de un hombre despertando, o tal vez soñando. Es, ciertamente, su viaje interno, surreal, una lucha contra sus prejuicios y deseos.

Aftersun (Charlotte Wells, 2022)

Vanskabte Land aka Godland (Hlynur Palmason, 2022)

Anhell69 (Theo Montoya, 2022)

Pafsi (Tonia Mishiali, 2018)

VOD

Hideous (Yann Gonzalez, 2022): Una fascinante película que combina el serie B, los video musicales, el terror, el gore, el cine de explotación. Una suerte de falso reportaje que brilla con sensibilidad ochentera, siendo el primer plano una biografía lacerada por los prejuicios frente a la homosexualidad y la música como medio de reconocimiento y liberación.

Apollo10 ½: A Space Age Adventure (Richard Linklater, 2022)

Alternativa

Dos estaciones (Juan Pablo González, 2022)

Gaesterne aka Speak No Evil (Christian Tafdrup, 2022): Una suerte de fábula que se asienta en la modernidad, pero que, ciertamente, alude a una tradición sobre víctimas y verdugos, y esa conciencia “innata” de una sociedad pasiva.

Pearl (Ti West, 2022): No hay duda que lo mejor aquí es Mia Goth. Memorable actuación en donde interpreta a una psicópata en potencia. La crisis social como estimulante de ese problema, la que deprava y enloquece.

God’s Country (Julian Higgins, 2022)


Gut Feelings: Fragments of Truth (Katayoun Jalilipour, 2021): A propósito de una fake new, la directora reflexiona en torno a cómo lo digital se ha convertido en herramienta para reforzar el sexismo occidentalizado del sujeto femenino.

20 vistos por primera vez

Balarrasa (José Antonio Nieves Conde, 1951): Una historia de redención y las buenas costumbres franquistas que se deriva al cine detectivesco.

Bian Lian aka El rey de las máscaras (Wu Tianming, 1996): Una sociedad China que denigra a las mujeres a menos que sean diosas o transexuales kabuki.

Smooth Talk (Joyce Chopra, 1985): Es como una lectura realista de “La caperucita roja”. Acoso, pedofilia e inocencia en una etapa de liberación.

Taipei Suicide Story (KEFF, 2020): Una historia de amor o tal vez de ilusión, optimista y pesimista, esperanzadora y suicida.

Ánimas Trujano. El hombre importante (Ismael Rodríguez, 1961): Un mexicanísimo Mifune y uno de los finales mas memorables del cine mexicano.

Cop Car (Jon Watts, 2015): Cómo una travesura de niños pone en apuros a los adultos.

Peter Ibbetson (Henry Hathaway, 1935): Dos amantes separados y un amor que transciende con la distancia.

Being There (Hal Ashby, 1979): El hombre que salió de la cueva y se convirtió en el “rey de los ignorantes”.

El niño y el muro (Ismael Rodríguez, 1965): Escalas de la pérdida de la inocencia en tiempos del Muro de Berlín.

La tregua (Sergio Renán, 1974): Un cálido romance, pero además un drama sobre la recuperación del tiempo.

REC (Paco Plaza y Jaume Balagueró, 2007): Esta película no deja de generar tensión y ajustarte el espacio de escape.

Tizoc (Ismael Rodríguez, 1957): Amor idílico entre la blanca y el mestizo, entre la revolucionaria y el buen salvaje.

Insiang (Lino Brocka, 1976): Un crudo drama social entre la pobreza, la ignorancia y el resentimiento.

Assholes (Peter Vack, 2017): Una comedia vomitiva que es un alivio entre tanta corrección política.

La double vie de Véronique (Krysztof Kieslowski, 1991): Una película sobre dobles, espejos, nebulosa, enigmática.

Últimos días de la víctima (Adolfo Aristarain, 1982): Estupendo cine negro argentino sobre un asesino haciendo su trabajo.

Ya no basta con rezar (Aldo Francia, 1972): Una historia sobre la conversión, no de fe, sino de conciencia social.

Tiempo de revancha (Adolfo Aristarain, 1981): Otra película con revolucionarios, aunque poniendo en juego su última carta.

Número deux (Jean-Luc Godard, 1975): La televisión y la pornografía como marco/encuadre de un escenario esclavizado.

Between Two Women (Jon Avnet, 1986): Buen telefilme sobre una pugna de personalidades femeninas y la postergación de un hombre.

martes, 13 de diciembre de 2022

God's Country

La película de Julian Higgins me retrae al western del periodo crepuscular. Es decir, el reverso de las historias del viejo oeste realizadas por directores como Raoul Walsh o John Ford, las cuales narraban épicas triunfales sobre los primeros colonos que resistían ante la hostilidad de las tierras aún no exploradas por las comunidades procedentes del occidente, las que luego conquistaron y “civilizaron” mediante leyes alineadas a sus ideales de nación. Ya después, directores como Sam Peckinpah, Robert Aldrich o el mismo Ford en su etapa final, nos representaron a ese mismo escenario en un estado lánguido al expresar síntomas de una civilización que, dentro de sus principios de paz y democracia, habían engendrado prejuicios y resentimientos, además de haber provocado el genocidio de sus “no iguales”, los dueños de su “nuevo mundo”, convirtiéndolos en sus enemigos. Es mediante esas evidencias que emergía el western crepuscular dando señas del fracaso de una nación que se fundó entre la violencia y el apoderamiento de tierras. God’s Country (2022) hace alusión a esas secuelas desde un tiempo presente. Según esta película, el actual carácter y ánimo de muchos ciudadanos estadounidenses no está lejos de la personalidad conflictiva y desalentada de los antihéroes del contexto western en pleno ocaso.

Basándonos en los antecedentes de algunos habitantes de esta comunidad sin nombre, podríamos decir que este es paradero de personas desterradas o que optaron por el autoexilio.  Ahí está la historia de la protagonista, Sandra (Thandiwe Newton), una expolicía dedicada a enseñar en la escuela de la localidad en cuestión. Es clara la razón de que el retiro de esta mujer a ese apartado lugar ha sido gestionado por algún desencanto que tiene que ver con el ultraje a esa imagen idílica que ella tenía del cargo como oficial de policía. “No hay forma de que me vuelva a colocar esa maldita insignia”; dice Sandra al informarnos cómo es que una policía de ciudad terminó enseñando un curso para hablar en público en una escuela pública en algún lugar que parece olvidado. De hecho, incluso no importa tener detalles de ese incidente —o la serie de incidentes— que llevó a esta solitaria mujer a pensar eso y recluirse a ese lugar. Sucede que tanto el escenario como los conflictos que irán aconteciendo en esta historia decadente nos irán dando ideas de las desmotivaciones de la protagonista. Estamos en temporada invernal, la historia inicia con Sandra cargando un luto, tenemos una escuela con pocos recursos, una estación de policía que carece de refuerzos, un sheriff no habido, expresidiarios hostigando a Sandra, un lugar en donde los mismos habitantes “arreglan” sus problemas, personajes respetados, aunque con una ética cuestionable. Este es el viejo oeste.

Pero como todo escenario poseído por el ocaso, además de hostilidad, revela también un lado melancólico. God’s Country está envenado por una aflicción que es jalada por el vínculo familiar y el vínculo hacia el mismo lugar. La muerte de la madre de Sandra, curiosamente, es abstemio de algún apunte dramático. Capaz algo tiene que ver la relación áspera entre madre e hija. Muy a pesar, Sandra no deja de rebuscar entre las pertenencias de su madre. Anuarios, fotos, prendas de vestir, recuerdos de los que decide no deshacerse. Por otro lado, estaremos ante un lugar sin ley, pero no deja de ser un lugar idílico y apacible para la protagonista y, tal vez, para los otros habitantes. “Ver las montañas es como ver el principio cuando no había gente y solo había osos”; menciona Sandra con un aire casi poético y extasiado por eso que le provoca dicha naturaleza. Es obvia la alusión hacia lo histórico. Hay un acto de fervor hacia aquello que representaba el principio de las civilizaciones en Estados Unidos, una temporada en donde todo era virgen, según palabras de la protagonista. Es interesante si no deja de relacionarse esa idea con su posterior discurso, el del desencanto hacia la ciudad que abandonó, el estado de desilusión hacia la ley o ante esa tradición en donde se dice que la policía está para servir a la comunidad. De pronto, para Sara el retirarse a ese lugar que le recuerda al viejo oeste en su estado de gloria, le hace creer por momentos que es un espacio libre de esos pecados que supuran en la gran ciudad, un lugar no virgen o no corrompido.

Lo cierto es que esa visión de Sandra hacia esta comunidad es una fantasía. Sucede que ese lugar que supuestamente debería ser un contexto lejano y ajeno a los problemas de la ciudad está igual de pervertido. Aquí las carencias, los prejuicios y los resentimientos son también parte de la rutina. Es por esa razón que God’s Country parece una recreación del western crepuscular. En un lapso de sietes días —numeración que no es gratuita, posiblemente, aludiendo que lo que vemos son circunstancias cotidianas dentro del calendario habitual—, seremos testigos de una variedad de desbalances que parecen justificar la no cordialidad entre varios de los pobladores. A propósito de este pequeño universo alejado del mundo, Julian Higgins nos describe el fracaso de una nación. La idea de unidad, democracia, cuotas de género o diversidad son también parte de una fantasía. En cierta perspectiva, este es un mundo de maravillas no concretadas. Vemos a personas gestionando acciones puramente humanas, crean conciencia o generan aportes hacia la comunidad, pero, por otro lado, desfogan una serie de complejos, atentan contra la vida ajena o el patrimonio. Esta es una comunidad contradictoria; en cierta medida, hipócrita e incapaz de poner en marcha una autocrítica. God’s Country cierra su historia con rabia y pesimismo. Es como si el último bastión o resistencia a repeler esos hábitos defectuosos cediera a seguir la herencia de la discordia social. Entonces ya no es más ocaso, sino escenario de consumación.

miércoles, 7 de diciembre de 2022

Netflix: Apollo 10½ A Space Age Adventure

Apasionante aventura nostálgica la de Richard Linklater, director quien es actualmente un referente indiscutible de ese sentimiento y otros efectos provocados por la memoria personal o colectiva. Apollo 10 ½: A Space Age Adventure (2022) inicia con una premisa que servirá como excusa para retraernos a un pasado generacional. Aquí lo atractivo no es el extraordinario viaje a la Luna de un pequeño prodigio, sino el viaje hacia la década de los 60. Esta es una mirada a la cotidianidad de aquel entonces desde los ojos de un niño. Es decir; una observación a esa época liberado de miedos y prejuicios, y, en su lugar, acondicionado por el júbilo y las fantasías que envolvían a este y sus coetáneos. A propósito, pienso en la serie The Wonder Years como otro referente que también maquilla a un período, aunque Linklater establece un panorama de los 60 aún más romántico. La recordada historia de Kevin Arnold tendrá todas esas alusiones que de igual manera describe Apollo 10 ½, sin embargo, no olvidemos que la serie inicia con una tragedia consecuencia de la Guerra de Vietnam. Por su lado, Linklater apenas menciona dicho enfrentamiento bélico tan solo para subrayar qué tan lejano o intrascendente resulta ese trágico evento para su protagonista que habita en una burbuja social.

Dicho esto, es enfática la idea de que aquí estamos ante una remembranza que se libra de los conflictos sociales y políticos correspondientes a esa década. En su lugar, esta es una película que describe a una comunidad que engendra victorias. A vista del protagonista, todos los adultos varones son astronautas, encargados de llevar a la humanidad a la Luna. De ahí por qué el único conflicto que se percibe en esta historia es el complejo del niño hacia el cargo de su padre dentro de la NASA. Linklater no ha podido elegir mejor lugar para recrear esa época desde una perspectiva romántica. Texas, por entonces, era tierra de héroes y glorias. Esto, a su vez, la convertía en el lugar por excelencia para sembrar el ideal de una nación, el último lugar en donde encontrarías algún ruso o vietnamita, y los únicos enemigos que verías serían los que estaban en la pantalla grande o chica, ficciones destinadas a convertirse también en parte de la cultura, en una apropiación más, una (cine)filia o un elemento nostálgico adicional. Apollo 10 ½ es estimulante porque, consecuencia de esa suma nostálgica, cumple el rol de una fuente histórica. En los recuerdos de su protagonista se concentra la memoria de toda una generación. Desde los productos que consumía, los juegos que jugaba, los programas que veía y a esto se añade las fantasías que compartían.
Y ya que mencionamos los recuerdos o la memoria. Ya muy avanzada la película, solo quieres que el protagonista siga contándonos las cosas que hacía, veía o escuchaba, y se olvide de narrarnos sobre esa vez en que fue reclutado por la NASA. A primera impresión, esa premisa resulta ser un hecho tan banal o ficticio con relación a toda esa fuente veraz. Es como pasar de un curso de historia a uno de ciencia ficción. Lo cierto es que en esta película incluso la fantasía tiene algo que ver con lo real o la memoria. En una secuencia de Apollo 10 ½, el padre se preocupa de que su hijo se durmió justo en el momento en que el hombre llegó a la Luna. ¿Será que no sabrá contarles a sus nietos aquel importante evento? En tanto, a la madre no le preocupa eso, pues si no lo vio, sabrá inventárselo. Y es que la madre es consciente de que la memoria no solo se trata de una fuente personal, sino que es también una fuente compartida, una comunitaria o generacional, una que se siembra del boca a boca, a partir de los libros de historia o las películas, que son ficciones, como la que se imagina el pequeño protagonista, ese mismo que se durmió en plena función de la llegada a la Luna, pero que se les ingenió para que su memoria le hiciera creer que fue “parte” de esa hazaña. La ficción como alegoría de una memoria colectiva. Richard Linklater es un maestro.

lunes, 5 de diciembre de 2022

Disney+: Volcanes: La tragedia de Katia y Maurice Krafft

Lo más atractivo del documental de Sara Dosa son las imágenes que selecciona de toda esa fuente fílmica que dejaron los vulcanólogos Katia y Maurice Krafft. Esta es una película que por sí sola ya genera goce desde su recurso visual. Hay muchas texturas, colores, contrastes; no solo entre los colores, sino también consecuencia de la correspondencia entre el objeto y el fondo. Son varias las secuencias en donde vemos cómo la naturaleza volcánica se figura titánica en relación con la presencia de “hormigas” de los científicos. Es una película que retrata una confrontación indirecta, el de los humanos versus la naturaleza indómita, solo que en este caso no existe el deseo humano de dominar, sino de contemplar. A pesar, Fire of Love (2022) opta por no excavar en esa mentalidad o fascinación de los estudiosos hacia esas reacciones de las entrañas terrestres. Dosa se orienta a crear una biografía de los Krafft y su relación con los volcanes. En tanto, en su trayecto, se limita a reconocer o a hacer apuntes sobre la filosofía de sus protagonistas. Es decir, se niega a inspeccionarlos. La directora parece estar modulada por su función de investigadora. Es como si el hecho de valerse de todo ese found footage, que no es de su propiedad, la priva de no querer interpretar más allá de lo mencionado por los Krafft. Tal vez, al igual que Werner Herzog, es consciente de que está tratando con dos orates, pero no se anima a decirlo o profundizar al respecto.

El estreno de The Fire Within:A Requiem for Katia and Maurice Krafft (2022), de Herzog, coincide con el de Dosa. Son dos documentales que hacen un tributo a los vulcanólogos, aunque cada uno asumiendo una ruta muy distinta del otro. Sabemos de los antecedentes del director alemán, un vicioso de los dementes como él que se atreven a confrontar la naturaleza en su estado caótico e impredecible, y que además habitualmente nos descubre un filtro poético innato que nace de ese panorama lleno de hostilidad y que no deja de hacerte recordar sobre la mortalidad humana. Eso sucede en The Fire Within. En Fire of Love, el resultado es más tradicionalmente romántico. El de Herzog también lo es, aunque en un sentido impetuoso y autodestructivo. Ambos documentales se abren con las grabaciones en los alrededores de ese volcán japonés que fue el último lugar donde se les vio a los vulcanólogos. Mediante esa introducción, Herzog pone en marcha su película con la premisa “la vez en que se les terminó la suerte a los científicos”. Comienza a revisar las expediciones en donde se salvaron. Dosa, en su lugar, se remonta desde los primeros antecedentes, la infancia por separada y luego la unión de la pareja, sus primeros trabajos juntos y el posterior ascenso de ambos dentro del oficio. Todo es cronológico.
Dosa se inclina por una narración tradicional. Juega el rol de investigadora, historiadora o biógrafa no insidiosa de estos héroes. Herzog, fiel a su estilo, incluso parece insinuar que son sujetos moralmente contradictorios. Eso de concientizar los peligros de vivir cerca a un volcán y el convivir con los volcanes por la sola satisfacción de ver cómo la lava embellece a la superficie terrestre, son dos ideas que simplemente no deberían ir juntas. Herzog agrega que los científicos en algún momento perdieron la brújula de la ciencia para asumir más bien las riendas de directores de cine extasiados por capturar la belleza natural desde sus cámaras. Definitivamente es así. Y lo curioso es que las imágenes de Fire of Love refuerzan aún más lo que menciona el alemán. The Fire Within no goza del archivo que sí posee Dosa. Sería muy estimulante combinar las imágenes de la directora con la propuesta narrativa del alemán. Werner Herzog es un director que cuenta con una tremenda sensibilidad para con ciertas imágenes que, por sí solas, son poéticas; en tanto, la intromisión de su voz en off apenas sirve de guía, pero sin privarse de sembrar más poética, sobre todo la de tendencia irónica. Es filosofía alemana. La voz de Sara Dosa, en cambio, no irrumpe su función de cronista de segunda mano. Podría decirse incluso que su tarea informativa a veces degrada el clímax de sus imágenes. En gran parte, toda esta documentación fílmica de los Krafft dice, sugiere y contamina mucho de esa pasión por sí sola.

The Fire Within: A Requiem for Katia and Maurice Krafft

En un momento de su documental, Werner Herzog comenta le hubiera encantado conocer a esta pareja de vulcanólogos franceses que no dudaban en exponerse a la muerte con el fin de contemplar de cerca la belleza natural que emerge de las deformaciones terrestres. Hay mucha lógica en esa confesión viniendo de un hombre que, ante esa necedad de ser observador privilegiado de escenarios vírgenes o poco explorados por la humanidad, tantas veces ha mirado a su frente la sonrisa de la Muerte, y este en respuesta le ha guiñado el ojo. Obviamente, en su trayecto, el territorio de los volcanes también se convirtió en foco de fascinación para el director. Solo para tomar dos ejemplos. Mucho años antes del turismo volcánico que emprendió en Into the Inferno (2016), Herzog realizó La Soufriere (1977). En esa ocasión viajó a la isla de Guadalupe tan solo para conocer a esas tres personas que se negaron a abandonar el escenario tras el anuncio de una próxima erupción que destruiría todo ese territorio. La reacción natural nunca sucedió, pero el alemán ya había dejado registro de que estaba lo suficientemente desquiciado como para poner su vida en manos de la naturaleza y sus efectos volátiles.

Pero, a propósito de La Soufriere, no es tanto esa belleza natural que podría provocar la invasión de flujos piroplásticos a la superficie lo que persuade a Herzog a exponerse a la muerte. En efecto, el director aguardó mucho a que el volcán caribeño reventara y liberara una marea de cenizas y rocas volcánicas que, definitivamente, destruiría todo lo que se encontrara a su paso. Sin embargo, la iniciativa del viaje fue ante todo la presencia de esos tres hombres que se atrincheraron a pesar de las advertencias de un peligro “inminente”. ¿Qué sucede en la cabeza de estas personas? ¿Qué los obliga a quedarse? ¿Es que son dementes o solo incomprendidos? Son preguntas que se formula Herzog, mientras contempla admirado una ciudad fantasma y al volcán en estado de ebullición. El director, además de sentirse atraído por la belleza caótica de la naturaleza, tiene una profunda debilidad por aquellos que identifica como sus iguales. Me refiero a sujetos románticos que ponen en segundo plano los conflictos de la mortalidad para en su lugar concentrarse en el ocio por esa poesía que se gesta en el tránsito de la calma a la destrucción, el descubrimiento de ese encanto natural que implica hostilidad, confrontación, riesgo o incluso hasta la muerte.
The Fire Within: A Requiem for Katia and Maurice Krafft (2022) es un tributo a esa clase de aventureros. Por tanto, cuando Herzog dice que se imagina siendo amigos de los Krafft para acompañarlos a ver cómo los volcanes hacen lo suyo, o sea, reaccionan con volatibilidad o hasta siembran el caos en la misma superficie en donde los humanos caminan, no es tanto así. Me imagino al director yendo en principio con la idea de mirar reaccionar la lava o palpar las rocas incandescentes, pero luego su curiosidad giraría hacia los esposos. Herzog hubiera convertido a los Krafft en su objeto de estudio u objeto del deseo. Entonces, sería Herzog filmando a los científicos, mientras que los científicos filmaban a los volcanes. Es una secuencia curiosa. Una escala en donde la belleza y el caos crean un lazo de amor. Es una relación loca, insana, tóxica, aunque fascinante. Es como hacer el amor a las orillas de un precipicio. Es una situación que, ciertamente, es incomprensible a primera mirada, pero que se va tornando algo consecuente para cuando Werner Herzog va reproduciendo ese metraje encontrado, autoría fílmica de los Krafft, registro que más allá de crear una fuente científica parece promover una fuente lírica. Es como si los vulcanólogos por un momento se olvidasen de crear conciencia científica y comparten más bien su obsesión hacia la belleza del caos lejana de lo teórico.