jueves, 31 de diciembre de 2020

Mis favoritas del 2020

No dejo de reconocer más que paradojas. Tenía toda la intención de iniciar este texto asociando al cine como el medio de refugio que nos puso a salvo de la realidad que nos obligó a confinarnos en este 2020, pero mucho de ese cine no hacía más que recordar y hasta agravar nuestro pánico hacia la enfermedad y la muerte. No lo digo tanto por mí, sino por las películas que fueron tendencia en Netflix o los testimonios de colegas seleccionando con cuidado lo que verían a diario. Todavía recuerdo las palabras que escribió Ricardo Bedoya para cuando la situación estuvo en un punto álgido. Más parecía un testimonio doliente que un crítico recomendando películas. Y es comprensible, tal vez tanto como esa reacción extraña y recurrente de que estoy viendo, por ejemplo, una comedia romántica de los años cuarenta y por unos segundos cuestiono a los personajes. “Por qué no llevan mascarillas” o “no están tomando su distancia”, y luego recuerdo que ahí –en la ficción– la pandemia no existe. No es broma o invento. ¿A alguien más le pasa? Mi mente boicotea mi experiencia fílmica, como cuando un director decide difuminar las fronteras de la realidad y la ficción a partir de un ejercicio metaficcional; así, solo que esta vez es mi inconsciente el que pone las trampas y me expulsa de la ficción. Claro que mi fervor a la ficción –o posiblemente es cobardía– me hace regresar pronto a la ficción y olvidar mi desliz para seguir aferrándome a la farsa; pero me ha pasado muchas veces.

Sinceramente, no quería hacer esta introducción. Este “tipo” de introducción. Se supone que soy un apasionado de la ficción, sin embargo, no hago más que contradecirme al invocar lo que acontece en nuestra realidad. Supongo que es un efecto de depuración lo que busco. Esta vez la mano teclea para expurgar los miedos. Uno escribe por felicidad o por miedo. No hay más. Y cuando estás contento por algo o temeroso por algo, lo primero que uno desea hacer en la realidad es contárselo a alguien. Ahí me tienen. En esta ocasión, soy el cura de Bresson. Confieso lo que mi oficio no debe hacer. Confieso que eso que ha alimentado –y sigue alimentando– mi espíritu a diario, el cine, en ciertos momentos me ha perturbado. He sido víctima de la duda. He dudado ante la ficción. Pero estoy lejos de ser un apostata. Eso sí. Este año he sido exigente con mi cinefilia por puro deseo. He vuelto a ser organizado y metódico como lo fui años atrás. La cuarentena fue etapa de disciplina: el ver películas siguiendo un programa. Pude por fin saldar varias cuentas gracias a los ciclos que armé. Géneros, directores, tópicos, épocas y naciones que contenían filmografías que no revisé con detenimiento, formaron parte de esa programación.

En mis ciclos a directores pude contemplar la idea de nación que John Ford decidió fundar en su primer cine, me enteré de ese OVNI en la filmografía de Roger Corman llamado El intruso (1962), las representaciones de los complejos sexuales de la comunidad femenina y la hombría castrada en el cine surcoreano clásico –La criada (1960) es apenas un ejemplo– vistos en el ciclo “Antes del K-pop”, las argentinas De hombre a hombre (1949), El protegido (1956), La casa del ángel (1957) en mi ciclo de “Cine Parrillero”, las formidables Los peces rojos (1955) y Los culpables (1962) en mi ciclo de “Cine Español”, y el ciclo la “Época de Oro del Cine Mexicano” me ha traído tantas hermosas películas (mi lista lo prueba). Los viernes por la tarde he visto rarezas como The Savage Eye (1960), House on Bare Mountain (1962), Jigoku (1960), Emeral Cities (1983), Fleshpot on 42nd Street (1973) en mi ciclo “Cine de Culto”, mientras que los fines de semana en las noches me acompañaron en mi ciclo “Cine para meter terror” Return to Horror High (1987), El espanto surge de la tumba (1972), Creepozoids (1987), Don’t torture a Duckling (1972) y tantas más. Mi ciclo “Oie khe riki” me hizo abandonar el terreno del erotismo y trasladarme a los mencionados clásicos del cine porno. Gran sorpresa me llevé al ver Alice in Wonderland: An X Rated Musical (1976). Recuerdo con aprecio además Café flesh (1982) y Barbara the Barbarian (1987). Y esto es apenas una idea de lo que pude ver.

Pero no todo puede trascender en mi frágil memoria. Así que ahí va mi selección de películas que más me gustaron este año. Como siempre, las divido en recientes y antiguas. Ahora, para novedad, estoy haciendo una separación a miniseries. Me resisto a ver series. Percibo que estas están muy dominadas por el mercado. Hay muchas reglas que restringen su libertad para desarrollar una historia que es estirada sin más ánimo que el de “hacerla larga” y rentable. Muy a pesar, existe una condición que me pueda persuadir a ver una serie. Que la misma esté dirigida por un autor que aprecio por lo que haya realizado. Esa fue la única razón del porqué un día decidí ver The Walking Dead. El hecho es que lo dejé al cuarto episodio. Este año he comenzado a ver Twin Peaks, y tengo además otras series que me interesa verlas próximamente, en su mayoría antiguas y cortas. Sin más, mi lista de favoritas sin orden de preferencia adjuntando comentarios a aquellas que no haya redactado críticas en el presente blog.


Peliculas recientes

The Visit (Jia Zhangke, 2020).- tal es la riqueza de este cortometraje que incluso para el mes de noviembre desarrollé una clase modelo entorno a esta. Es una película que no solo alude a un tema que estimula a reflexionar referente a la coyuntura pandémica y el sentido del cine apreciado como fuente que preserva a la memoria, sino que se presta además para desmontar conceptos básicos del lenguaje del cine. Me cautiva cómo la simpleza de una situación logra evocar a una visión compleja definida desde una contemplación sugerente. Jia Zhangke congrega esos sentimientos que afloraron en parte de la humanidad durante la etapa del confinamiento. Observamos miedos y nostalgias reviviendo en una circunstancia envuelta por la incertidumbre, la revaloración de lo simple, eso que en algún momento de nuestra existencia se convirtió en imperceptible, pero que en el punto más álgido de esta nueva realidad –contemplada por el director como una ficción entre absurda y cómica– revivió. Tal como se manifiesta en el final de este corto, paradójicamente, la pandemia nos ha retraído a nuestra realidad a través del cine.

Nasir (Arun Karthick, 2020)
Manco Cápac (Henry Vallejo, 2020)
Mamá, mamá, mamá (Sol Berruezo, 2020)
Il n’y aura plusde nuit (Eleonore Weber, 2020)
Fauna (Nicolás Pereda, 2020)
Red Post onEscher Street (Sion Sono, 2020)
I’m thinking ofEndings Things (Charlie Kaufman, 2020)
Die letzte stadt (Heinz Emigholz, 2020)
The Woman Who Run (Hong Sang-soo, 2020)
Undine (Christian Petzold, 2020)

Miniseries recientes

Small Axe: Lovers Rock (Steve McQueen, 2020).- A vista general, lo más estimulante de Small Axe, serie conformada por cinco películas que giran en torno a la lucha contra el racismo en la Gran Bretaña de los 70 desde una comunidad de migrantes afrocaribeños, es la riqueza del contenido cultural y lingüístico que emergen sus protagonistas, el cual no solo describe las tradiciones de una colectividad, sino también el acto de resistencia de una identidad atropellada por una coalición racista y xenófoba. Al respecto, así como sucede en 12 años de esclavitud (2013), Steve McQueen adjunta al plano histórico o anecdótico de una ofensa contra la libertad humana un valor generacional que despliega una sociedad oprimida, por ejemplo, a partir de los cánticos populares o las jergas originarias de Jamaica. En consecuencia, ello hace de Lovers Rock por lejos el mejor episodio de la miniserie. Es la única historia en donde el conflicto racial no es el centro y en su lugar es el retrato apasionado hacia el género del reggae que además está experimentando una etapa de renovación. Es decir, el discurso político es reemplazado por la performance cultural, siendo la música y la danza un canal que empodera las raíces afrocaribeñas, desplazando el ambiente trágico por uno jubiloso y cartártico. Por último, Steve McQueen registra la algarabía demencial de la juventud con una sensualidad estética extasiante.

Quiz (Stephen Frears, 2020).- El director británico tiene un toque ameno para ajusticiar dramas reales o ficticios reconocidos como carnada del amarillismo. Pienso en películas como Hero (1992) o Philomena (2013), historias polémicas que no son más que meras excusas que nos introducen a un mundo en donde ciertos poderes se apropian de los conflictos ajenos para convertirlos en un reality show. Para ello, Frears (re)define la versión de esos hechos en cuestión al humanizar a los protagonistas del ahogo y contrastarlo con esas acciones y reacciones que surgen entorno y remontan un escándalo a nivel público. Al final, los únicos pervertidos son los que orquestan y aplauden el espectáculo. Es mediante esa misma línea que se define Quiz, una miniserie inspirada en el juicio a tres personas que habrían hecho trampa en uno de los programas televisivos con mayor rating en la historia de la nación británica, y cómo se fue gestando un desborde mediático y popular mientras la realidad de los acusados se va degradando. Y, a propósito, es que surge lo más atractivo de esta producción. Stephen Frears nos invita a cuestionar la realidad desde los dominios del tecnicismo mediático. Vemos el poder de la edición, cómo la selección audiovisual amolda o reordena el orden de la memoria, la que se torna imparcial, selectiva a conveniencia, una versión más de los acontecimientos oficiales.

Películas antiguas

The Undead (Roger Corman, 1957).- El maestro del serie B en su máxima expresión. Una historia que surte géneros y tópicos recurrentes en su filmografía. Viajes al tiempo, Satán y una danza macabra memorable.

Dans ma peau (Marina De Van, 2002).- Un gore sin trampas. La directora francesa tiene clase para retorcer las tripas del espectador al cancelar cualquier gesto de sufrimiento de ese personaje que se autolacera.
One Way Passage (Tay Garnett, 1932).- A raíz de esta película, le he tomado un gran cariño a William Powell. En mal momento este conoció el amor. El camino a la horca nunca antes había resultado tan placentero.
L’ oeil du Malin (Claude Chabrol, 1962).- El escritor mediocre que decidió convertirse en perverso para sentirse menos despreciado. Una película sobre un intruso atentando contra la utopía matrimonial.
Aventurera (Alberto Gout, 1950).- No tiene nada que envidiarle a los melodramas de la época producidos en Hollywood. La historia de una desafortunada, su posterior revancha y su redención. La última toma es oro puro.
La dama de la muerte (Carlos Hugo Christensen, 1952).- La atmósfera y los tópicos románticos emergen de esta versión libre de un cuento de Robert Louis Stevenson. El policial, el melodrama y la muerte se encuentran.
¡Vámonos con Pancho Villa! (Fernando de Fuentes, 1936).- Del chauvinismo al desencanto revolucionario, sobre la fundación del mito Villa y el “macho” mexicano y sus posteriores degradaciones. Ojo al final alternativo.
Messiah of Evil (Gloria Katz y Willard Huyck, 1973).- Zombis, sectas y un pueblo maldito en los tiempos del ácido. Una retrospectiva inquietante narrada por una demente. Es el confinamiento a un ambiente de pesadilla.
Terror in a Texas Town (Joseph H. Lewis, 1958).- Dos hombres sin miedo se enfrentan. El héroe sin pistola y el enemigo lisiado. Una pugna épica que para uno será su desquite y para el otro su inevitable destino.
Pilgrimage (John Ford, 1933).- La figura de una madre resentida es el personaje más obstinado que haya fabricado el primer Ford. Comedia, tragedia y mucho patriotismo en una lección moral, pero sobretodo cívica.
El compadre Mendoza (Juan Bustillo Oro y Fernando de Fuentes, 1934).- La historia de una amistad férrea infringida por la Revolución. Es atractivo como pasa de la comedia, a un triángulo amoroso y luego a la traición. Devastador final.
The Shower (Ko Young-nam, 1979).- Tierna y cálida película sobre el primer amor, pero también del despertar del deseo. Hay una escena erótica formidable. Es además un paseo en un terreno naturalista y vaticinador.
Gueule D’Amour (Jean Grémillon, 1937).- Jean Gabin es el mito donjuanesco cayendo en desgracia ante una decepción romántica. Una segunda parte arrolladora o retorno de un derrotado que aún no toca fondo.
A Taste of Honey (Tony Richardson, 1961).- Es el neorrealismo revivido, aunque trasgrediendo el manifiesto. Aquí no hay ánimo por revertir al entorno trágico. Es el puro vivir el presente. Cómico, humano, pero realista.
The Reflecting Skin (Philip Ridley, 1990).- El fin del idilio rural. Parece inspirada en los orígenes de los cuentos infantiles más escatológicos. La historia de un niño aprendiendo sobre la muerte prematura.
Robin Redbreast (James MacTaggart, 1970).- Exquisito telefilm que formó parte de “Play for Today” de la BBC. David Lynch me llevó hacia este. Es un filme lleno de misterios, perturbador, excéntrico, oscuro. De culto.
Mimí, metalúrgico herido en su honor (Lina Wertmuller, 1972).- La corrupción y el machismo, dos tradiciones patentes en este relato protagonizado por un hombre que encarna a la hipocresía en un terreno laboral y marital.
Orlando (Sally Potter, 1992).- La prueba de las trabas que la Historia le puso al género. Un individuo trasciende en distintas épocas y con ello madura su conciencia de identidad.
Tres álamos en la calle Plyushchikha (Tatyana Lioznova, 1967).- Una apasionante historia de amor. Soy débil ante este tipo de encuentros furtivos que calan el alma y de paso alteran la rutina de los “amantes”.
Mil gritos tiene la noche (Juan Piquer Simón, 1965).- Fascinante giallo español. Complejo de castración, misoginia, gore y momentos hilarantes envueltos en un thriller para barajar posibles asesinos. Un final digno de un cómico perverso mental.
 

Miniseries antiguas

Decálogo: “No matarás” y “No cometerás adulterio” (Krzysztof Kieslowski, 1990).- No en vano se hicieron versiones en largometraje de estas que por cierto tengo pendientes a ver. La primera es una lección de compasión, la segunda una lección sentimental. No hay razón para no quedar conmovido.


lunes, 21 de diciembre de 2020

Estrenos pasados 2020: El juicio de los 7 de Chicago y Small Axe: Mangrove

Dos dramas judiciales basados en hechos reales que poseen mucho en común. Tanto “Los 7 de Chicago” como “Los 9 de Mangrove” fueron casos que no solo robustecieron una época de efervescencia social –uno aconteció en 1968, el otro en 1970–, sino que en respuesta confirmaron que a nivel global acontecía una temporada de represión social. En la década de los 60, sea en EEUU como en el Reino Unido, la conciencia de las masas fueron en mayor parte estimuladas por el clamor de los movimientos políticos y contraculturales que emergían de las principales capitales occidentales. El acto de protesta en los espacios públicos, tanto de manera pacífica como violenta, se determinó como un derecho social al que se recurría para demandar o desaprobar los condicionamientos establecidos por el Estado. El hipismo y los que lucharon por los derechos civiles de los afroamericanos fueron las principales comunidades que extendieron estos escenarios que tenían como punto de coincidencia un desencanto hacia las políticas gubernamentales de turno que bien apostaban por una postura bélica o rezagaban los intereses de las personas negras.

El juicio de los 7 de Chicago (2020), de Aaron Sorkin, relata la querella que el gobierno de Richard Nixon les impuso a siete participantes –en principio ocho– del plantón contra la Guerra de Vietnam en donde se realizaba la Convención Nacional del Partido Demócrata. Por su lado, en Small Axe: Mangrove (2020), primer episodio de la miniserie de Steve McQueen, consta del juicio que el estado Británico les hizo a nueve afrobritánicos que formaron parte de la marcha en contra del hostigamiento policial hacia el restaurante “The Mangrove”, lugar que servía comida de origen caribeño. En sendas historias, vemos a activistas difamados por el sistema, quien los acusa de ser incitadores de protestas violentas. Hay una suerte de montaje legal y testimonial por parte de los denunciantes, obviamente, protegidos por el mismo Gobierno, lo que obstaculizaba el derecho común de los procesados. Es decir; estamos tratando con casos históricos sobre pugnas judiciales desiguales en donde el proceso de justicia estaba basado en argumentos que acudían a los prejuicios sociales hacia las posturas políticas que iban contra el Estado y los prejuicios raciales. Dicho esto, Sorkin y McQueen atienden a una temporada en que no había mucha diferencia entre el escenario judicial y el escenario político. Eran tiempos en que la conciencia de los órganos de justicia estaba modulada por las normativas nocivas del Gobierno.
En consecuencia, el ámbito procesal era una proyección del panorama social de entonces. Los miedos y enemigos fabricados por el Estado se cristalizaban en los entornos legales. El pleito judicial hacia un hippie o un afrodescendiente estaba interpuesto por un pensamiento arbitrario que automáticamente los reconocía como los culpables de siempre. Yendo a un plano más específico, en efecto, cada película asume un tratamiento distinto al otro. Small Axe: Mangrove es un inicio de lo que McQueen espera sea una serie de hechos históricos que revaloren y reivindiquen la lucha social y cultural de los inmigrantes jamaiquinos en el Reino Unido. Por tanto, hay una discursiva que modela ese lado idílico y pulcro que tuvo el activismo afrobritánico. Por su lado, El juicio de los 7 de Chicago observa también el reverso de esos héroes. Sorkin tiene en claro rendir respeto hacia la generación de activistas que presenta en su historia, sin embargo, ello no le impide divulgar sus imperfecciones o deslices. Hay un ejercicio de autocuestionamiento que es constante. Lo otro es la diferencia de ritmos de narración entre los dos filmes. Steve McQueen es más ceremonioso. Aaron Sorkin no deja de generar ritmos vertiginosos en sus guiones, aunque esta vez equilibrado por tonos cómicos y dramáticos que moderan el discurso político a veces atropellado.

jueves, 17 de diciembre de 2020

Estrenos pasados 2020: Undine

En la leyenda germánica, la ninfa Ondine maldice a su amante luego de que este rompiera su juramento de amor y fidelidad. A partir de esta base, Christian Petzold emprende su nueva película. El inicio de su historia es una mujer recriminando a su amante y luego amenazándolo producto de la traición. Ni ella es una ninfa ni el otro es un noble caballero. Y a pesar que estamos en un tiempo presente, este argumento no deja de generar referencias a la mitología. La presencia del agua es un recurrente, así como varios hechos u elementos –sean enormes peces aludiendo a criaturas marinas, un pequeño amuleto o la mancha en una pared–, los cuales son poseedores de una fuerza simbólica y hasta en casos son vaticinadores. Pero lo apasionante de esta película es que el conocer sobre la mitología no es lo que garantiza la experiencia o entendimiento del filme, sino la propia naturaleza de la misma. Un velo mágico envuelve delicadamente a los acontecimientos que iremos viendo sin que estos se trasladen “necesariamente” a un terreno de lo fantástico. Estamos hablando pues de una historia que es sutilmente enigmática.

Ahora, como sucede con la mayoría de argumentos enigmáticos, estos edifican un muro impenetrable en su historia o despliegan una multitud de teorías de la misma. Undine (2020) no provoca ni uno ni otro. Petzold no tiene interés en ser Shane Carruth o un Stanley Kubrick. La extrañeza en su película es un contrapunto que nunca logra dominar al foco central. El mismo día en que Ondina (Paula Beer) experimenta una decepción amorosa, conoce a Christoph (Franz Rogowski) de una manera muy particular. Esta escena entre cómica y mágica da por principio un melodrama que irá reconociendo situaciones extrañas que ciertamente no exigen ser decodificados para sobrellevar la misma historia. Sucede que la misma fluidez que asume la trama pareciera convencer al espectador a que simplemente digiera esas circunstancias. Es la lógica de una leyenda o mitología. Es atender a un relato en donde lo absurdo es posible y el receptor simplemente debe estar abierto a que de pronto los personajes volaran con sus propias orejas. Claro que ese nivel de extravagancia no acontece en el filme de Petzold. Estamos tratando de rastros delicados que coquetean con el plano fuera de lo lógico.
Dicho esto, Undine se dispone a montar un mito moderno. Ondine no será una ninfa, pero su oficio como historiadora urbana me tienta a pensar que estamos tratando con un personaje que ha trascendido en la historia. Es un sujeto que ha ido registrando la evolución de una ciudad a partir de la arquitectura. Su presencia, por tanto, sería un vínculo entre el pasado y el presente, siendo además una manifestación o símbolo histórico y no tanto una presencia física. O sea, Ondine está asociada a la inmortalidad. Pueda que sí sea una ninfa después de todo. De ahí la recurrencia del agua, esa materia que la vincula a su lugar mítico originario. No es gratuito que Christoph sea un buceador mecánico, que en el fondo del agua haya encontrado un rastro de Ondine incluso antes de conocerla y que el agua se manifiesta en todos los momentos esenciales de su relación con ella. Todo esto se expresa con total evidencia generando simbologías que no nos restringen a fabricar lecturas. En su lugar, inquietan. Como toda mitología, lo enigmático resulta ser un estimulante en la historia de Christian Petzold.

martes, 15 de diciembre de 2020

Estrenos pasados 2020: Feels Good Man y El dilema de las redes sociales

Dos documentales que se complementan, siendo uno el panorama general siniestro que ha germinado el uso de las redes sociales y el otro un ejemplo o caso específico de esa realidad. Feels Good Man (2020) pueda que disponga una novedad para muchos espectadores. Este documental realizado por Arthur Jones nos presenta a Matt Furie, artista y caricaturista que es nada más y nada menos que el creador de “Pepe The Frog” –así es, tenía nombre–. Entonces, la novedad deviene a raíz de que antes del meme, la creación de Furie era la versión oficial, la misma que sugería a un personaje con una personalidad particular, que formaba parte de un grupo de slackers y, por consiguiente, era parte de un universo. Tanto el batracio como los amigos del mismo, eran los alterego de Furie. Es decir, el universo al que formaba Pepe era el universo del dibujante. Seguido nos enteramos con mayor detalle eso que representa Pepe para su autor, su concepción, cómo se fue desarrollando y fue trascendiendo para sí mismo. Es el descubrimiento a la “intimidad” artística, esas emociones que se manifiestan antes, durante y posterior a la creación. Y es que como toda arte, esta gesta un ciclo emocional que describe al autor reaccionando ante su creación.

Por consiguiente, en cierto punto del documental el espectador estará convencido que el Pepe de Furie se encuentra en un universo paralelo respecto al Pepe meme. Son muchas novedades para una introducción. Y es así como expuesto el valor artístico y sentimental del autor, el documental nos abre a la triste historia de una sociedad apropiándose de la creación y su creador mirando la agonía de su alterego favorito. Feels Good Man es atractivo a raíz de esa serie de incidencias que convierten a Pepe en un ícono plurisignificativo que no solo ha adulterado la naturaleza original del arte, sino que además la ha pervertido. ¿Y en dónde se origina todo esto? En las redes sociales. El día en que a Furie se le ocurrió digitalizar y subir el contenido de sus Pepes a un portal social pueda ser el mayor error que cometió el dibujante en toda su vida. Este es un buen momento para hablar sobre El dilema de las redes sociales (2020). En el documental de Jeff Orlowski, desfilan una serie de expertos en contenidos y programación de redes sociales. Desde ex empleados de importantes medios como Instagram o Twitter hasta catedráticos y autores de investigaciones y libros que atienden al tema en cuestión. Todos los comentaristas están de acuerdo con algo: las redes sociales es un modo de negocio que ha comenzado a pervertir al mundo entero.

El documental de Orlowski suena por momentos profético. Así como están las cosas, la civilización está destinada a la autodestrucción consecuencia de la difusión de información nociva que se despliega a cada segundo por las redes sociales. Y lo importante para los expositores de este vaticinio es entender que la culpa no recae tanto en los usuarios, sino en los gestores de esos medios digitales, los mismos que enfocan sus esfuerzos para complejizar una inteligencia artificial capaz de engatusar a sus consumidores en potencia. Si son palabras del Papa o fake news, eso no les importa. La cosa es mantener a los usuarios con sus cuentas activas para que puedan visualizar esos anuncios por los que facturan millones. Lo preocupante es que el margen de noticias falsas es muy superior a las noticias que cumplen la función de manifestar la realidad de la coyuntura. El dilema de las redes sociales tiene toda la buena intención de representar lo peligroso que es esta situación a partir de un caso que nos pueda ser familiar, pero este se queda corto. Nuevamente, volvemos a Feels Good Man o el caso que impactó a nivel masas más para mal que para bien.

Lo preocupante del documental de Arthur Jones no es cómo los medios de la Internet se apropian de lo ajeno y un artista sufre. La verdadera alarma radica en las dinámicas de las redes sociales, en cómo estas son nido de discursos de odio que, por ejemplo, han convertido un símbolo de ocio en un símbolo antisemita. “Los Pepes” de las redes sociales no son más que una proyección de una sociedad a la deriva de la perdición. El Pepe que llora, el que explota, el que sonríe mientras en un segundo plano están las Torres Gemelas entre humaredas, el Pepe que fue símbolo de campaña política para Donald Trump, y que además resultó ser el “as bajo la manga” para que el candidato se hiciera con una larga lista de simpatizantes apolíticos, pero que por el solo hecho de que su héroe digital era usado en campaña provocó la aprobación de toda una comunidad. En síntesis; el retrato de Feels Good Man es esa realidad a la que se refiere en El dilema de las redes sociales. El primer documental en cierta manera despliega situaciones cordiales y hasta cómicas que implicó la apropiación de una creación artística, pero es imposible no ser persuadidos y afectados por el marco de una degradación social de la que muchos expertos comentan se incrementará. No es invento. Esto ya está sucediendo.

Estrenos pasados 2020: Tenet

A un paso de terminar el año, comienzo a comentar películas recientes de interés, sea las muy pocas proyectadas en salas fuera del Perú o emitidas en plataformas VOD, que en su momento de estreno no pude ver.

No estoy tentado en lo más mínimo de aventurarme a bosquejar las dinámicas de la física que rigen en la nueva historia de Christopher Nolan. Como sucede con algunas de sus películas, Tenet (2020) exige ser vista más de una vez para tener un dominio de la lógica que asume el tiempo y el espacio en su trama. Ahora, al margen de lo claro o difuso que pudieran ser sus teorías o posibilidades, desde una primera mirada salta a la vista un filme que sabe orientar la acción y el drama, y que además nos descubre un relato estimulante y muy inspirado en los antecedentes del espionaje internacional. Tenet trata sobre la misión de un agente encubierto que consta en averiguar el origen del tráfico ilegal de un armamento que expresa una alteración en su termodinámica originando que una bala se desplace en retroceso –se entiende por qué no me atrevo a profundizar en los conceptos de la física–. Claro que esto es apenas el principio o concepto introductorio de una realidad en donde las máquinas del tiempo y la alteración del espacio-tiempo son artefactos y actos posibles. Lo cierto es que también es el enganche enigmático de la historia, una pequeña dosis de ciencia que se irá complejizando y que además brindará un aporte visual.

Lo importante es que Tenet está en una fluidez constante. Nolan es un arquitecto para sincronizar los altos y bajos de su trama. El director se acondiciona a que haya una transición de acción frecuente, ello con el fin de digerir los incesantes acontecimientos que complican el principio de la historia o la misma teoría física que exige de todos los sentidos para asimilarla. Es un filme que si bien no admite parpadeo genera pausas mediante las escenas de lucha que se despliegan enérgicamente. Nuevamente, reluce el Nolan que despliegua una legión de extras bien sincronizados en escenarios abiertos o cerrados. Su escena de apertura recuerda algunas desarrolladas en The Dark Knight (2008), su escena de combate al aire libre ya lo había ensayado en Dunkirk (2017), mientras que la clásica pelea en Inception (2010) en una habitación en movimiento es superada en Tenet gracias a esa alteración de la termodinámica. A propósito, las mejores escenas de acción de Nolan –no solo en esta, sino en toda su filmografía– son aquellas que están a merced del tiempo y el espacio, ya sea provocado por el tic tac del reloj del Joker o un corredor que cambia su estructura a medida que la conciencia de un dormido va tomando las riendas.

Siguiendo con Inception, en la última película de Nolan también tenemos a un espía sorprendido porque alguien anticipando sus movimientos. Ahora, aquí es importante entender que no es suficiente una máquina del tiempo para dominar el tiempo y el espacio. Los enemigos que fabrica Nolan no son poderosos porque sí. Estos son astutos, saben reconocer con quien se están enfrentando, perciben el miedo de ese otro, leen su conciencia a tal punto que persuaden a su inconsciente. Dicho esto, el Joker no está muy lejos de la mentalidad compleja del enemigo que protagoniza Kenneth Branagh en Tenet. Es un magnate ucraniano, traficante de armas sin sentimientos que solo quiere crear caos en la Tierra. No es nada personal. Su codicia parece ser solo una pantalla. O sea, está en otro nivel de cualquier sujeto que se haya enfrentado a James Bond. Por otro lado, está el incorruptible. No será la clase de héroe que es Batman, pero, además de la “mascarada” que monta, el personaje que interpreta John David Washington camina también por la línea de la decencia. He aquí el punto que lo distingue del estereotipo del espía internacional. Por ejemplo, el protagonista de Nolan no es el típico casanova o genio en potencia. Ni se dará aires de galán y al parecer sabe tanto de física como nosotros.

En continuación con esa idea, no deja de ser curioso la diferencia de tamaños entre el personaje femenino que a medida que trasciende la trama irá creando una confidencia con el agente. Pienso en Tom Cruise usando zapatos con elevaciones para igualar en altura a su coprotagonista. Es solo una observación; Tenet parece desmitificar una serie de roles o definiciones en sus personajes, desde principales hasta secundarios. Hay equidad de género. No hay predominación de uno. Vemos además a mujeres asumiendo roles que incluso los mismos protagonistas no se lo esperaban. De igual forma, se percibe la multiculturalidad. Entonces, es como si la dirección hubiera recibido por anticipado el aviso de los cambios de los premios de la Academia. Aunque dicha iniciativa no sea una característica que sume o reste la calidad de la película, sí es imprescindible para la reforma de la Industria. Y claro que Christopher Nolan no precisa de trampolines coyunturales para llamar la atención del espectador. El talento del director es nato, y no solo es el esmero obsesivo por “comercializar” teorías físicas, sino también por crear una historia que cuenta con diferentes perfiles dramáticos. Tiene acción, tiene apuntes de comedia, hay melodrama. Tiene además un final emotivo –otra desmitificación al protagonista– sin ser manipulador como lo fue Interstellar (2014).

sábado, 12 de diciembre de 2020

Amazon Prime: Sound of Metal

Ruben (Riz Ahmed) ha perdido gran parte de la audición de manera repentina. Esto implicará un desnivel a ese estilo de vida que el joven baterista creía era perfecto. Sound of Metal (2019) hace un retrato distinto de la superación física. El director Darius Marder equilibra el drama y el efecto motivador; es decir, se aleja de cualquier tendencia que lo asocie a lo pueril o a lo romántico. Ahora, esto no la convierte en novedosa. Esta neutralización ya se ha visto en otras películas. Se me viene a la mente 50/50 (2011), gran comedia dramática que concibe un caso de superación con mucho respeto y sensibilidad al tratarse de una enfermedad. En tanto, lo que hace auténtico a Sound of Metal es que hace referencia a una circunstancia específica. ¿Cómo reaccionaría ante la pérdida de audición una persona con los antecedentes de Ruben? La respuesta manifiesta el lado revelador de este filme, la cual, por cierto, no tiene que ver con el hecho de que sea un músico. Marder nos quiere hacer pensar que el mayor drama para su protagonista sea la irrupción de su talento. Pueda que sí, pero esa preocupación es solo la punta del iceberg.

Sound of Metal trata sobre la carencia de un sentido físico y emocional en un “solitario” como Ruben. Es crucial reconocer los antecedentes personales de este hombre para enterarnos del verdadero sentido del filme, y de esto no nos convenceremos sino hasta el final de la película. Muy a pesar, frente a una retrospectiva, la historia evidenciaba “eso” que ya era perceptible en el personaje principal. Para ello hacemos una comparación entre la idea de vida que tuvo Ruben junto a su novia en su casa rodante y la vida que comienza a experimentar en un refugio para personas con discapacidad auditiva. Obviamente, en su momento, fue para el baterista un ritual idílico el vivir sin domicilio. ¿Pensará lo mismo para cuando comienza a llevar una vida sedentaria junto a un grupo de personas que hablan su mismo idioma? Es importante no asumir “idioma” como la voz o la palabra, sino como la vivencia o experiencia. Es decir, su novia hablaba su mismo idioma, y ambos formaban una comunidad de a dos. ¿Cuál era ese mismo idioma que hablaban? La joven tenía cicatrices en la venas y Ruben tenía sus propias cicatrices. Nuevamente, eso será respondido al final de la película. Pero, va la pregunta: ¿El solo hablar el mismo idioma o compartir similares antecedentes implicaba gozar de una vida idílica?
Es así como se descubre la historia de un personaje que, a propósito de una deficiencia física, expresa esa otra deficiencia que no estaba del todo sanada para cuando vivía con su novia. Sound of Metal no solo nos cuenta sobre una rehabilitación física, sino también una emocional, a raíz del ingreso de Ruben a un entorno o estado que no había experimentado y que, por tanto, le era carente. Esta era una carencia que, se podría inferir, lo tenía estancado en una burbuja que asumía como lo ideal, pero que de hecho era un espacio que preservaba a sus demonios. Siempre estaban ahí las cicatrices. Dicho esto, en cierta perspectiva, Darius Marder retrata la rehabilitación de dos personas, el del baterista y su novia, cada uno por su lado. Ambos se recuperan de esa carencia emocional mientras lidian con algo irreversible; caso Ruben, la audición. En cierto punto de Sound of Metal, cuando las cosas comienzan a funcionar, surge esa tentación del retorno. He ahí el verdadero conflicto de la película. ¿Dónde está lo idílico o conveniente para Ruben? Entonces cobra mucho sentido esa filosofía, casi zen, del instructor. El silencio, la tranquilidad, el orden espiritual. Es en ese territorio que el protagonista logrará preservar sus sentidos.

viernes, 11 de diciembre de 2020

Kim Ki-duk (1960 - 2020)

En una entrevista, Kim Ki-duk comentaba sobre la "mudez" de sus películas. Decía que sus guiones originalmente tenían diálogos, ya después en el rodaje se suprimían las palabras y simplemente quedaban esas emociones que habían percibido los actores y actrices al momento de la lectura del guion. Entender esta forma de realización es un atajo para comprender y apreciar los filmes de este director, responsable de que muchos festivales comenzaran a prestar atención al cine en Corea del Sur que para principios del presente siglo comenzaba a engendrar a una nueva y estimulante generación de jóvenes directores. El 2003 fue clave para el cine de este país. En ese mismo año se estrenaron OldBoy, Memories of Murder y Primavera, verano, otoño, invierno…y otra vez primavera. Park Chan-wook se convirtió en el director de exportación por excelencia con su historia de ultraviolencia. Años después, no sería recién con el estreno de The Host (2006) que Bong Joon-ho lograría similar empatía provocada por Park, eso a pesar de que Memories of Murder es hasta el día de hoy la mejor película del director y tal vez de la historia del cine de Corea del Sur, pero que recién obtuvo la atención internacional merecida gracias a la acogida y cariño que el director se ganó con el estreno de Parasite (2019).

El hecho es que antes del 2003, y de estrenar Primavera, verano, otoño…, la mejor película que haya realizado el director, Kim ya había preparado el terreno para la salida de sus compatriotas. Su ejercicio inicia casi a mediados de los noventa. Para el nuevo siglo, películas como La isla (2000) y Bad Guy (2001) habían sido premiadas o bien recibidas en importantes festivales, tales como Venecia o Berlín, cuando todavía eran “los festivales”. Antes del 2003, Kim estaba a dos películas para llegar a su décima realización, y ninguna de ellas dejaba indiferente a la crítica o al espectador en general. Era un cine muy especial. Sus historias convergían sentimientos de odio y amor. Sus protagonistas eran detestables en cierto modo. Eran pueriles, grotescos, violentos, y los que no, el director se las arreglaba para que manifestaran ese lado perturbador del que nadie desea contemplar. Está una gran y confusa escena de La isla en donde esta bella joven que alquila plataformas de pesca nos comienza a cagar en el rostro. Es decir, ¿quién quiere ver a algo tan bello defecando? Kim creaba esta convergencia de dimensiones. Lo suyo era descubrir que hasta el lado más sumiso o angelical podía emerger un lado venéreo o ser corrompido, porque sucede que todos tenemos algo de maligno muy adentro nuestro.

Pero el cine de Kim no era decadente, fatalista o tarantinesco –derivado a una violencia con el fin de regodearse en esta–. Era más bien todo lo contrario. Desplegaba historias esperanzadoras, había mucha redención, sus personajes en cierto punto de sus vidas experimentaban la expiación a partir de una suerte de epifanía. Kim parecía tener una influencia indirecta del neorrealismo italiano. Sus personajes eran parias sociales en contextos insanos, pero lo cierto es que ninguno de estos protagonistas tenía falsas aspiraciones de sobrevivir. Solo eran presencias dispuestas a seguir siendo agentes de la mafia o explotadores sexuales. Y entonces llegaba ese momento que generaba un viro en sus rutinas villanas. Es, por ejemplo, el personaje principal de Bad Guy conociendo a una inofensiva muchacha. En primera impresión, su vida no parece cambiar. La joven se convierte en una víctima más de esta bestia que no habla, solo labra y gruñe; es un animal. Sin embargo, hay algo en él que ha comenzado a remover sus entrañas. Se ha vuelto más violento, pero también más dependiente de ese sujeto al que no deja de explotar, aunque también sobreprotege. Es toda una contradicción de emociones. Kim recrea la lucha del bien y el mal en el interior de sus personajes. Es la búsqueda del zen, el estado de equilibrio, el encuentro con la paz y el orden.

Qué puedo decir del cine de este director. Aunque no he vuelto a rever sus películas por la obstinación de seguir descubriendo nuevas películas, guardo a sus filmes un gran cariño y mucha devoción. A Kim le debo la curiosidad de atreverme a ver cine de países fuera de Europa o EEUU. Más que Hierro 3, Primavera, verano, otoño… es sin duda una de las películas más alentadoras que he visto en mi estado de formación cinéfila. La historia del monje que se corrompió –o es que siempre estuvo corrompido– y retorna hecho un animal –esto es muy “kimkidukiano”– es una forma muy precisa de concebir qué tan compleja es la mentalidad de la humanidad, y qué tan influyentes, persuasivas y perniciosas son rutinas de la civilización. Así como varias de las que ha realizado, está dispuesta de una poética de la imagen atractiva. Es un cine para contemplar. Es una idea del alma en su estado más puro y calmado. En general, ver sus películas es un impulso a la reflexión, al estado del silencio, un portal que nos traslada a la percepción de las pequeñas cosa. En la anterior década, Kim Ki-duk tuvo un descenso creativo. Sus películas se tornaron un tanto densas. La crítica dejó de seguirlo. A esto se sumó una denuncia sexual. El director no volvió a ser tema de conversación, al menos, no como antes. Pero queda el cine o la memoria.

Netflix: Mank

Tengo la impresión que las reacciones a la nueva película de David Fincher responden a dos focos de atención: el Hollywood clásico y el mito Welles. Respecto al primero, se confrontan las opiniones de una cinefilia tradicional y otra que poco o nada reconoce de este universo, desde las dinámicas de la Industria por aquel entonces hasta las figuras que se desplazaban dentro de este escenario. En referencia a lo segundo, acontece una confrontación igual de divergente, aunque más airada o “personal”, a propósito de una interrogante: ¿Es acaso una versión verídica o difamatoria la que manifiesta esta historia? Esta pregunta y debate es uno de los atributos que hace del filme en cuestión sea atractivo por sí solo. Sin embargo, al margen de lo cerca o lejos que esté de la verdad oficial, este es un tema que ha venido pasando por alto el valor de la ficción. Dicho esto, dejemos a los expertos, tipo como el historiador Joseph McBride, dialoguen al respecto. En tanto, me restrinjo a digerir la versión que Jack Fincher, padre del director, plantea en el guion de su autoría.

Mank (2020) se narra en dos tiempos. En principio; vemos a Herman Mankiewicz (Gary Oldman) desarrollando un guion que le encargó el bautizado –y odiado por la Industria– “niño prodigio”, Orson Welles (Tom Burke). A este suceso, se intercala una serie de flasbacks. Estos son acontecimientos vividos por Mankiewicz durante el Hollywood de los 30, los cuales responden a esos personajes o hechos que plasmará en ese guion al que se le ha otorgado total libertad creativa para desarrollarlo. Ahora, dado este esquema argumental, posiblemente no sirva de mucho acudir a Ciudadano Kane (1941), película canónica al que se refiere ese guion que escribe Mankiewicz y que no solo impresionó por su trama que disfrazó a una serie de individuos reales para satirizarlos en la pantalla grande, sino que fue además toda una proeza del cine moderno en términos narrativos, una zancada hacia adelante que complejizaba el lenguaje del cine, tomando en cuenta además que apenas diez años atrás el cine sonoro recién había nacido. Entonces, este robusto carácter, que apenas se menciona, no le interesa abordar a los Fincher. Mank se concentra en la historia de un desquite, el de un guionista cuestionando la egolatría que se anidaba en la industria del cine.
Es así como vemos a Mankiewicz confrontando a una serie de personajes poderosos; los asentados Louis B. Mayer (Arliss Howard) y William Randolph Hearst (Charles Dance), y el emergente Orson Welles. Vemos al guionista lanzando sus ideas sin anestesia y defendiendo su derecho de crédito a pesar de que ello pudiese alterar a los fuertes de la Industria y de paso dejarlo fuera del juego. Mank es el retrato curioso de un héroe. Me remonto a los argumentos del Hollywood clásico, el de antihéroes del cine negro, enfrentando a un enemigo que se perfila superior a lo que estos protagonistas representan, pero envalentonados por el amor o algún otro vicio nocivo. Eran tan obstinados y reacios que incluso no dudaban en inmolarse solo para destruir a su antagónico. David Fincher parece inspirarse de ese modelo para crear a su personaje principal, aunque lo libra del prefijo “anti”. En esta historia, Mankiewicz se perfila como un héroe pulcro que incluso su vicio no lo mancha, sino resulta ser un arma fundamental para crear su obra maestra o darse el lujo de provocar a sus enemigos en sus almuerzos privados. Mank es una película correcta en todos sus aspectos, muy a pesar, argumentalmente se percibe un gesto de impostación, caso la vez en que el guionista quiso desarmar un montaje político o cuando hizo perder los papeles de un genio comprobado.