miércoles, 25 de mayo de 2022

Top Gun: Maverick

Hace unos días atrás, Tom Cruise recibía la Palma de Oro honorífico en el Festival de Cannes, a propósito del reciente estreno de Top Gun: Maverick (2022), secuela de la película ochentera que lo perfilaría como uno de los embajadores del nuevo rostro de Hollywood. ¿Qué tienen en común pues Cruise con Manoel de Oliveira, Jeanne Moreau o Jean-Pierre Leloud, además de haberse ganado un premio ofrendado por uno de los festivales más influyentes en la historia del cine? El actor estadounidense, al igual que los mencionados, ha generado un impacto en la industria del cine. Su rostro, sus roles, así como las películas que ha formado parte, han modelado una cinefilia que ha sabido transcender ante el paso del tiempo. Ahora, si algo hubiese que rescatar del reciente masterclass de Cruise en La Croisette, esta no tiene que ver con su discursiva de actor de método que emana aires que no está lejos de la perorata impulsada por la generación del liderazgo barato. “Hago películas para la gran pantalla…”; se refirió el actor cuando se consultó la razón de por qué Top Gun: Maverick -película en donde además es productor- no se estrenaría simultáneamente en plataformas streaming. “Eso no va a ocurrir”. Cruise fue tajante respecto a una modalidad de distribución que, en efecto, transgrede a su hábitat natural, ese para el que fue creado. Cruise nació para la pantalla grande, un cine espectacular que revivió a un Hollywood que diez años atrás de Top Gun (1986) ya no destellaba como en su época dorada.

Hoy en día, Cruise es una de las pocas estrellas con luz propia sobrevivientes de un Hollywood que más bien ahora se inclina por una producción de actores/actrices que apuntan a una colectividad específica, convirtiéndose en la imagen de un género, raza o cultura puntual. Estamos hablando de una industria segmentada -como los menús de las plataformas digitales- que ha superado esa idea de que un solo rostro es capaz de persuadir, embelesar y convocar a cualquier comunidad. Cruise es la resistencia a un modelo de industria que sigue firme a esas reglas que le enseñaron. Es decir; Cruise es Maverick. Ese personaje rebelde que patea el tablero y dice: “No lo haremos a su modo, señor. Será a mi modo, y yo me encargaré de convencerlo”. Y sí que convence. Ese es el hilo de la historia de Top Gun: Maverick. Maverick, a su manera, expondrá un masterclass a esa juventud de aviadores que, aparentemente, eran la elite de la elite, pero que al costado del instructor no son más que novatos. Cruise/Maverick es quien toma el control, pues es el único con la experiencia; el resto solo le queda aplaudir. El director de la película es Joseph Kosinski, pero no puedo dejar de imaginarme a Cruise arrebatándole el asiento de dirección luego de que este repitiera en Cannes que es empedernidamente curioso y altamente hiperactivo en el plató. Si eso no convence, basta enterarse que la adhesión de Val Kilmer al elenco fue por insistencia del actor/productor/“director”.

A propósito de Kilmer. En efecto, Maverick es un personaje de culto que es diestro en su oficio y nadie lo niega. A diferencia de la película de Tony Scott, en esta secuela sí que se siente el viento en el rostro del público. Las secuencias de vuelo son un deleite, así como la habilidad del personaje ficticio, hombre solitario que sigue igual de rebelde, pero que ahora lo vemos mudando de rol. Algo que molesta de las películas que deciden volver a reunir a viejos elencos “a pedido” de un espectador nostálgico, es que intentan forzar esa misma rutina que funcionó décadas atrás. Felizmente, Top Gun: Maverick no remeda las derivas de la vieja Top Gun. Revisita sus argumentos, sí, con el fin de fabricar un mediano conflicto: el distanciamiento hacia uno de sus alumnos. El gran conflicto que engloba a este mediano conflicto es Maverick saliendo de su zona de confort. Cambios en su hábitat natural lo empujan una vez más al circuito de los “Top Gun”. Vemos un halo de ese Maverick de los ochenta resistiéndose a ese cambio. Lo suyo no es ser profesor o tutor de unos muchachos, pero alguien tiene que hacerlo. Ese conflicto con un enemigo político es una excusa de la que no vale la pena ahondar, pues ni identidad tiene. Lo que importa es si el personaje se dará cuenta de que a su edad no le queda otra que cumplir con el ciclo de vida: el instruir o ceder sus conocimientos a nuevas generaciones.

Maverick por sí solo no podrá digerir esa idea de que el tiempo ha pasado. Eso será gracias a la intervención de los secundarios. El joven piloto, la mujer del bar, el amigo de vuelo y además su irritante superior. Todos de alguna forma le restregarán esa realidad en donde él deberá cumplir el rol de padre. Un punto aparte. Si repasamos la filmografía de Cruise, podríamos decir que aquí el actor interpreta su primer rol paternal dado el compromiso y responsabilidad que emerge de su personaje, muy distinto al padre inmaduro que hace en La guerra de los mundos (2005). En Top Gun: Maverick, Maverick tendrá que ser el que dirija a una manada de jóvenes aviadores por presión de esos secundarios -algo así como los productores-, quienes le recuerdan que los de su edad tienen responsabilidades, hijos y además son vulnerables. El estado físico de Iceman, interpretado por Val Kilmer, es un despegue en caída libre para Maverick. No es un spoiler si se está enterado del estado real del actor, un día indeseado por la Paramount y tantas productoras, superviviente de un cáncer a la garganta que le ha privado de la voz. Iceman es la imagen del héroe languideciendo, el de la estrella con luz parpadeante. Maverick podrá seguir imponiendo sus reglas, pero ahora tiene un límite. Y es que ya no estamos en los 80. Tal vez ese dilema no esté lejos de la actitud de Tom Cruise frente a los estrenos vía streaming.

viernes, 6 de mayo de 2022

Doctor Strange en el Multiverso de la locura

La historia nos ha enseñado que a toda guerra le sigue una temporada de oscurantismo, los rezagos de un conflicto que a su vez germinan uno nuevo, pero de una naturaleza distinta, aunque igual de contranatural. Ahora, esta etapa no es una exclusiva de los perdedores. Incluso los mismos ganadores o condecorados de la guerra son víctimas de los estertores posteriores a la batalla. Se provoca así la extensión de un síndrome de amputación, o la carencia de algo físico o anímico, aquello que impulsa a los damnificados, sea el bando que sea, a consultarse: ¿Valió la pena? Si pensamos en ejemplos cinematográficos, ahí están películas como The Deer Hunter (1978), First Blood (1982), Nacido el cuatro de julio (1989) o American Sniper (2014). Todos son casos de colapsos personales provocados por una frecuente retrospectiva y cuestionamiento de esa nueva vida que llevan. Hay un desencanto hacia el presente o la realidad, y, por tanto, una necedad por retomar el pasado o plantearse la fantasía -o ficción- de una realidad ideal o alternativa. Esa es la premisa de Doctor Strange en el multiverso de la locura (2022), algo que el MCU ya nos había adelantado en la primera parte de Avengers: Endgame (2019), extracto en donde vemos a los Vengadores mostrando su lado más lánguido, actitud consecuente luego de la derrota, mas no diferente a la que también expresan los “ganadores” protagonistas de esta película más reciente.

Desde un punto de vista histórico, el conflicto de Wanda (Elizabeth Olsen) es una secuela de guerra, así como el principio de explorar el multiverso. Los héroes no indagan esas realidades paralelas por el mero deseo de ampliar sus conocimientos, sino por un interés personal, el de encontrar un escenario capaz de curar esas fracturas existenciales consecuencia de sus batallas. Lo hicieron los Vengadores en Avengers: Endgame, lo hizo el neófito héroe de Spider-Man: No Way Home (2021), y Wanda intentará hacer lo mismo en Doctor Strange en el multiverso de la locura. Los damnificados intentan revertir su realidad. Su drama es un drama universal, el de la inconformidad humana ante el destino, el deseo de ser dioses para cambiar el orden de las cosas según sus demandas. Es un acto de egoísmo; ciertamente, una traición a su condición de héroes. En las dos primeras películas mencionadas no luce tan desagradable esa idea, pero en esta última sí que lo es. Sucede que aquí es literal el oscurantismo -la magia negra- posterior a la guerra. Wanda convertida en la Bruja Escarlata es el equivalente a la heroína consumada por su secuela de guerra. Esto es trágico. Volvamos a los antecedentes cinematográficos. El neorrealismo italiano nos enseñó cómo una sociedad inocente, la de los niños, se corrompía. Era el lado más doloroso de la posguerra. Sucede algo similar en la película dirigida por Sam Raimi: vemos la perversión de la heroína.

Según la leyenda alemana, Fausto hace un pacto con el diablo producto de la insatisfacción ante su vida. En la versión de Goethe, Fausto, bajo la venia de su maligno tutor, viajará a tierras lejanas y tiempos distintos al suyo con el fin de encontrar ese goce que le es carente en su realidad. La idea de un multiverso es una antiquísima fantasía asociada a la dramática humana, y es además la fuente de un debate entre el bien y el mal. El seguir el destino es el lado correcto, mientras que el evadirlo implica hacer un desvío rumbo a terrenos maléficos. Cuando cruzas ese umbral, ya no hay vuelta atrás. Quién mejor que Raimi para fabricar una deriva a ese territorio oscuro, como el que experimentó Ash en Evil Dead II (1987) luego de abrir el libro del Necromicon o el que descubrió poco a poco la ingenua protagonista de Drag Me to Hell (2009) después de humillar a la anciana equivocada. Luego que ingresas al mundo de las tinieblas, no hay vuelta atrás. No es gratuito que todo inicia con una pesadilla. A medida que avanza Doctor Strange en el multiverso de la locura, la película se embarca al género del terror. No se dude: es la primera película de superhéroes que sabe canalizar y representar el terror. Ahí están las escenas de persecuciones acompasadas por la estimulante musicalización de Danny Elfman que por momentos crispan la piel, así como la multitud de referencias al género. La brujería, el espiritismo, Lovecraft, lo zombie e incluso hay un guiño al J-Horror. Pero es la alusión al tópico del folclore popular lo que más llama mi atención, aquel que no solo es referencia indirecta, sino que, en cierta perspectiva, podría asumirse como la base del precedente del conflicto de esta película. La Bruja Escarlata parece ser la reencarnación de un ser maligno producto de una ira ante esos enemigos que le negaron algo tan humanamente congénito.

Olvidemos por un momento la lectura histórica sobre los traumas de la guerra. En la leyenda de La Llorona, tenemos el fantasma de una mujer que vaga por distintas épocas mientras clama por sus hijos. Es el padecimiento ante la no posibilidad de cumplir un rol maternal. ¿Eres tú, Wanda? Nos vamos hasta Asia, continente que ha producido una enorme cantidad de películas inspiradas en leyendas medievales asiáticas sobre espíritus de mujeres a quienes en vida se les negó el amor de un hombre. Es un sufrimiento consecuencia del rechazo o separación física del ser amado. Una vez más, ¿eres tú, Wanda? Es seguro que Sam Raimi no pensó en la leyenda mexicana o en una película como Historia del fantasma de Yotsuya (1959) al momento de conceptuar su universo, pero lo que sí es seguro es que apelo por recalcar las constantes del género de terror, a propósito de la idea de que los fantasmas femeninos siempre están vinculados a la maternidad o el amor frustrado. La Bruja Escarlata es como un alma vengadora llena de odio dispuesta a acabar contra todo aquello que reviva sus sentimientos de frustración. Esa masacre –la que no escatima el director– es la que, obviamente, gestiona el terror. Pero ese es solo un lado del conflicto de la trama, pues del otro se gestiona un perfil dramático, y ello sucede también con La Llorona y las fantasmas asiáticas. No olvidemos que estas sufren por una carencia humana. Es la humanización de un maligno. La compasión ante un alma maldita, estigmatizada, la damnificada de una guerra que la pervirtió, desesperada por hallar su propio consuelo.