miércoles, 30 de marzo de 2016

¡Salve, César!

Existe un grupo de directores consagrados en Hollywood. Directores que han alcanzado el talento necesario como para no verse comprometidos (tanto ante público como ante la Industria) en lanzar películas aspirantes a premios o desarrollando algún filme que ponga a prueba sus dotes creativos. Considérese a los hermanos Coen en esta lista. ¡Salve, César! (2016) tal vez no sea un filme exponencial o sobresaliente en la filmografía de estos directores, sin embargo, tampoco es evidencia de fatiga o nimiedad. Tanto su historia, el desarrollo, como el montaje del mismo, poseen la vitalidad de autores enérgicos que no dejan nada a medio camino. Ambos directores, por otro lado, ven la oportunidad de manifestar en esta película lo que parece ser una fascinación personal, que de paso se convierte en tributo. Un tributo que por cierto se define bajo el idioma del dúo.
¡Salve, César! no es una historia a propósito de un secuestro, sino son varios acontecimientos a propósito de una época y un personaje que hace méritos dentro de esta. El relato aparenta ser un día más en la rutina de Eddie Mannix (Josh Brolin), un productor de uno de los más importantes estudios de cine en el país. Su labor será entonces el de ser responsable de que todos hagan su trabajo y mientras tanto todos queden contentos. Para ello, se convertirá en mediador, curador, creativo, niñera, negociador, apaciguador, además de otros roles impredecibles, fruto propio de estar lidiando con actores, directores, guionistas, amarillistas y hasta comunistas. ¡Salve, César! será una cadena de sucesos que hacen una burlona evocación a lo que “aparentemente” sucedía fuera como dentro del plató.
Los Coen para esto convocan a una serie de actores que hacen memoria a una pasada generación de actores. Dicho, en teoría, resulta un tributo, siendo estas mismas figuras, en parte, responsables del éxito de una época, convirtiéndose además en símbolos de perfección. Curiosamente, luego que estos salen del encuadre, se ven poseídos por una serie de defectos “tan poco” ficcionales, que cualquiera diría que más bien resulta una degradación. Para nada lo es; simplemente es el idioma Coen. Aquí hay un exquisito contraste sobre cómo avanzaba la gloriosa carroza de una gran industria, de una apariencia tan perfecta y bien coreografiada externamente; pero que internamente incluso hasta incubaba a los mismos enemigos del Estado (lo que por cierto libera ese buen gusto de los Coen por el cine de intriga). El resultado es una sátira sobre la Edad de Oro en Hollywood, desde una mirada muy apasionada, aunque también muy extravagante.

sábado, 26 de marzo de 2016

Batman vs. Superman: El origen de la Justicia

A diferencia de la Marvel Studios, el rango de los estrenos de la DC Entertainment es considerablemente menor. El primero, desde el 2011, ha tenido, por lo menos, un estreno anual. Mientras tanto el segundo tuvo como recientes estrenos El Caballero de la Noche asciende (2012) y El Hombre de Acero (2013). Es decir, en referencia a películas sobre superhéroes realizadas en la actualidad, no hay duda que la Marvel Studios es la que prevalece muy por encima dentro de la Industria. No es, por lo tanto, extraño que tanto la crítica, medios o el mismo público, se haya sentido decepcionado ante la reciente entrega de la DC Entertainment en razón, por ejemplo, al escaso humor de sus personajes. O al menos, ese es uno de los argumentos más frecuentes de los variados, aunque coincidentes, pronunciamientos. ¿Es de esperar entonces que todo superhéroe que se enfrente ante una crisis moral deba alivianar sus nervios con un gesto de ironía o gracia? Al parecer, eso es a lo que muchos se han acostumbrado al ver las adaptaciones de la Marvel; consumir comedias sobre superhéroes.
Batman vs. Superman: El origen de la justicia (2016) arrastra cierta falencia que también se manifestó en El Hombre de Acero. Zack Snyder, director de ambos filmes, nuevamente se haya atraído por un argumento ostentoso. Su película aspira a tomar distancia ante la trama dependiente de la espectacularidad al querer asumir un perfil introspectivo sobre superhéroes allanados por sus propios conceptos (Superman siendo cuestionado por sus actos benefactores; la egolatría de Batman movida por la venganza). Dicho tratamiento, sin embargo, evoca a lo inconcluso. Ni uno de sus protagonistas principales logra asimilar o reflexionar ante sus propias cuestiones. En su lugar, se dejan llevar por las circunstancias, la que implica a esa inevitable batalla entre dos superhombres. Se abre de esta forma la brecha sensacionalista de la película, la cual reemplaza cualquier razonamiento bien meditado por una lucha que cesa y finaliza mediante un pacto, gracias a un acto fortuito. Hasta entonces se reconocerían dos fragmentos distintos y distantes en el filme. Muy a pesar, y para mal, se suma una tercera parte, en donde se da espacio para los enemigos y héroes invitados. Snyder, una vez más, cede al cine comercial más burdo.
No todo, sin embargo, va en descenso. El discurso del personaje de Lex Luthor (Jesse Eisenberg) es de seguro lo rescatable de la película; un razonamiento que va tomando forma y sentido, al menos hasta para cuando su ejecutor tome las riendas de la situación. Podría decirse que Luthor representa a ese grupo detractor de Superman, aquellos que temen a “eso” que se aparenta invencible y ha sido endiosado. La premisa dramática de Batman vs. Superman es el gesto de incertidumbre frente a un benefactor casi a niveles mesiánicos. Ante esto, dos posturas toman acción: una política y una subversiva. La primera es protocolar, la otra es radical. Mientras que los políticos se ajustan a lo que dicta la ley, el maquiavélico Luthor se aferra a su instinto y ambición, reacción que no lo aleja de Batman (Ben Affleck). Ambos ricos y ególatras, se ven indefensos ante la superioridad de Superman (Henry Cavill). Lo único que los distingue son sus excusas para exterminarlo. Luthor apela a una demanda personal. Batman también, aunque disfrazado por una demanda colectiva. Aquí Batman no está tan lejos de ser un villano, y de no ser por los argumentos de Luthor, quedaría librado de dicha acusación. La historia, en resumen, es la batalla del hombre y el Diablo versus Dios. Batman, sin saberlo, es aliado provisional de Luthor.

viernes, 11 de marzo de 2016

La bruja

El rótulo de La bruja (2015) viene acompañado del subtítulo “A New England folktale” (Un cuento popular de Nueva Inglaterra), aclaración que emite e implica un saber preconcebido. El tema de la brujería en el cine es estimulante si se observa desde un ámbito o citado histórico. Desde Haxan (1922), pasando por Alucarda (1977) hasta la casi reciente The Lords of Salem (2012); la usanza de un testimonio o evidencia (así sea ficcional) de corte histórico, a propósito de un cuento sobre brujas, ha servido para asimilar lo representado a partir de un filtro hacia lo verídico. Es decir, lo mítico o lo folclórico se abraza de lo auténtico, para que de esta forma lo ilusorio deje de ser “cuento” y pase a formar parte del contexto histórico. El director Robert Eggers representa se película en un ámbito del siglo XVII. Habían pasado algunos años desde que la primera colonia británica había llegado a EEUU para establecerse, una sociedad compuesta por practicantes puritanos; doctrina tan conservadora como cuestionada por los historiadores. Es mediante esta coyuntura que la religión será medular dentro del relato.
La película se inicia con la expulsión comunitaria de una familia, decisión llevada a cabo a través de en un juicio popular, evento en donde la justicia o el juez, a fin de cuentas, estaban sostenidos por las leyes puritanas. Un consternado padre mientras tanto reprocha el fallo. A su criterio, son “ellos” quienes han faltado a la norma del Supremo. Ya expulsados, la familia se establece en un espacio rodeado por el frondoso bosque de Nueva Inglaterra, encomendándose a Dios logren ser guiados por su sabiduría y protección. Esa es la introducción del filme. Años pasan, y lo primero que vemos es a Thomasin (Anya Taylor-Joy), la hija adolescente de la familia, confesando en sus oraciones haber faltado a una serie de mandatos que dicta su fe. En adición, una tragedia atenta contra uno de los miembros de la familia. Tal parece que ni la sabiduría ni la protección divina han acogido a esta familia

La bruja es el ascenso trágico de una familia, a consecuencia del descenso de su integridad. Eggers hace un bosquejo sobre el fanatismo mitigado por la hipocresía y, en paralelo, un relato sobre el ocultismo. La primera premisa obviamente abrirá paso a la segunda. A medida que la mayoría de los integrantes de esta estirpe vaya exhibiendo sus dotes pecaminosos, el camino se irá tornando cada vez más escabroso. Dos miradas, en tanto, los irán contemplando. Es en primera instancia la joven Thomasin, tal vez la única de la familia que mantiene sus escrúpulos en pie. Ni los gemelos se salvan; pequeños calumniadores que a diario parecen rendirle culto a ese símbolo maligno que es “Black Phillip”. Más a lo lejos, las brujas, quienes parecen vigilar desde su aposentos. Aquí no hay cacería. En su lugar, apenas acontece una trampa del demonio, el cual será suceso suficiente como para que los predicadores de fe se sientan susceptibles ante el mal que los confunde e incluso los hace enfrentar.
La bruja, como toda valiosa película de terror, no prevalece del susto. El trasfondo tétrico de esta historia es el que por sí solo genera la consternación y el miedo. La película de Robert Eggers se desplaza cual fábula, en donde el espectador es consciente de cuál será la resolución de todo. Sin embargo, el resultado no deja de ser perturbador y hasta logra generar una especie de consternación. Las últimas secuencias en La bruja son formidables. Hay un sabor entre resignación y liberación. La acción se vuelve pausada, como si la espera quisiera tomar presencia. Es la obvia antesala a la victoria del Mal, el cual aguarda sin prisa a ser invocado. Llega entonces lo predecible, y con ello el cierre triunfal del pecado. El tránsito tétrico a las entrañas del bosque revela un carnaval espectral que se hace luz entre el tenue ambiente. Es lo oculto se descubre con aire surreal e increíble.

miércoles, 9 de marzo de 2016

Truman

Lo valorable de Truman (2015) es referente a su austeridad al momento de representar lo trágico. La historia de dos hombres que se reencuentran, a propósito de la fatal decisión que uno de ellos está a punto de tomar, se sirve de lo sentimental, lo cómico o lo humano, sin provocar algún tipo de dilatación emocional durante su resolución. El director español Cesc Gay mantiene un margen cuando se aproxima a cualquier expectativa anímica. Sucede, por ejemplo, cuando un personaje encara a otro en un restaurante o cuando un padre visita a su hijo. En ambos casos, sus resoluciones no se inclinan a lo esperado.
La historia, sin embargo, no reprime la emotividad. Es una película sobre una despedida, la que implica recuerdos, remordimientos (no redenciones), afectos que en su mayoría son reprimidos. Dos actores colaboran a “ponerle el freno” a este relato. Ricardo Darín y Javier Cámara, tal vez los mejores actores en sus respectivas naciones. Ambos tienen un talento innegable. Muy a pesar, en esta película, ninguno es mejor que el otro ni tampoco pretenden expresar sus grandes dotes actorales. Su performance se alinea a lo que presume la película; ser correcta sin ser pretenciosa (o incluso trascendente).

viernes, 4 de marzo de 2016

El hijo de Saúl

El hijo de Saúl (2015) es una película en continuo desplazamiento. La historia consta sobre una búsqueda; en tanto, es el protagonista principal y la cámara moviéndose de un lado a otro, a fin de hallar a un individuo que será crucial para efectuar una redención. El director László Nemes emprende un gran debut que responde a un montaje complejo. El contexto de su historia se desenvuelve en un campo de concentración. El reto que Nemes se plantea será el de hacer notar la amplitud de ese mundo. En efecto, los campos de concentración eran una suerte de mini ciudadelas, y no solamente por ocupar una gran porción de terreno, sino también por la misma estructuración de sus secciones, que muy bien se describen en un documental como Shoah (1985). Es de esta forma que esta búsqueda que realiza su protagonista principal es una suerte de excursión que muestra distintas versiones de un mismo lugar.
El filme de Nemes, desde cierta perspectiva, parece comportarse como una road movie. El viaje que emprende Saúl (Géza Rohrig) es personal. Es decir, la motivación de este periplo no tiene razón (o sensatez) para ningún otro más que para él mismo. Es, además, la búsqueda de alguien tangible que, en paralelo, significa también la búsqueda de algo que es intangible. Para Saúl, el hallar a un rabino significaría el hallazgo de su salvación moral. El solo hecho de realizar ese trayecto de búsqueda, que pondría en riesgo su vida, pone a prueba su determinación en pie a alcanzar su redención. Saúl es un sonderkommando, es decir, un judío preso asignado por los nazis a realizar labores dentro del Ghetto. ¿Qué implica esto? Una suerte de traición hacia los suyos a cambio de un aplazamiento de su condena; el morir como todo los otros judíos. Bastó un suceso inexplicable, casi una especie de milagro o epifanía, para que Saúl decidiera poner en desvío su humillante rutina.
En Kapo (1959), gran película del italiano Gillo Pontecorvo, vemos también a una mujer judía dispuesta a redimirse dentro de un campo de concentración. Sin embargo, a diferencia de la película de Nemes, la historia en Kapo consta principalmente en narrar las peripecias que motivaron a su personaje a traicionar a los suyos. En cuanto a su redención, esa es la resolución de la historia. László Nemes, en cambio, no responde ni avala a las razones que llevaron a su personaje a volverse un sonderkommando. El eje de su trama no es una justificación de los hechos, sino una ruta de expurgación a modo individual. El atractivo en El hijo de Saúl es su visión en primera persona, en donde el protagonista anda en primer plano, mientras que el contexto lo acompaña difuso. Lastimosamente, el filme en ocasiones recae ante el peso del imaginario fílmico sobre el Holocausto, por ejemplo, en el horror gráfico de una ultimación o la secuencia de un grupo de nazis humillando al protagonista con una danza típica. Ya no hay necesidad de regraficar ciertos eventos infaustos. La sola carga histórica tiende a hacer lo suyo.