jueves, 22 de febrero de 2024

74 Berlinale: Subject: Filmmaking (Berlinale Special)

Dos clásicos documentales se me vienen a la mente. El más inmediato es Cien niños esperando un tren (1988), de Ignacio Agüero. En esta película, vemos a la educadora Alicia Vega dictando un taller de cine dirigido a niños procedentes de una comunidad pobre. Sus alumnos que no pasan los quince años, salvo por uno, nunca han ido al cine. En un aula provisional descubrirán el cine, aprenderán su lenguaje, los utensilios esenciales para su realización y, finalmente, simularán su propia película. Al margen de la diferencia de presupuestos, el proyecto de Vega y el del emblemático Edgar Reitz, autor de la célebre teleserie Heimat, coinciden en estimular el desarrollo creativo e independiente de sus respectivos alumnos. En Subject: Filmmaking (2024), realizado por Jorg Adolph y el mismo Reitz, un documental que hace remembranza a otro documental producido a finales de los 60 en Alemania —el de un joven Reitz inculcando la materia de cine a un grupo de niñas con el fin de que la educación pública pueda integrarla al programa escolar como una asignatura independiente—, se rescata una labor educativa interesada en incentivar en niñas su expresión artística, lo que por naturaleza nace para cuando deseamos contar algo. Para ello, Reitz por entonces se dispuso a ayudar a sus aprendices a reconocer el lenguaje del cine. Su estrategia se distingue a la de Vega. Aprovechando la previa experiencia de las niñas frente a la pantalla grande, su curso dependió mucho del ejercicio dialéctico.

Me resulta muy importante subrayar ese último punto. Estamos ante un tipo de instrucción que recoge testimonios y los guía a lo teórico. La construcción personal se convierte en punto de partida para llegar al conocimiento, en este caso, del cine. Eso me lleva a ese otro documental. En Crónica de un verano (1961), de Edgar Morin y Jean Rouch, los directores hacen una encuesta a extraños, comunes transeúntes parisinos, a principio, intimidados por la invasión de la cámara, luego, sincerados por la persuasión de las preguntas. Es el tránsito de una postura impostada al comportamiento de una persona real o no actor. ¿Dónde está instrucción del cine? Como cierre de su experimento, los directores proyectarán a los encuestados la película. Entonces ellos reflexionarán en torno a lo visto. Se debate la película: ¿ficción o realidad? A medida que defienden su postura desde su rol de espectadores, aprenden que el cine o lo representado siempre es producto de una experiencia o representación personal. Volviendo a Subject: Filmmaking, en este se reúne la clase de cine 55 años después. Cual Morin y Rouch, el profesor Reitz proyectará a sus antiguas alumnas ese documental que protagonizaron. Se funda así una clase complementaria a la del pasado. Los cortos realizados por esas niñas en clase son evidencia que el cine es proyector de testimonios personales, incentiva lo reflexivo y dialéctico, sea desde un plano personal como colectivo, y, adicionalmente, es memoria. En síntesis, valida la sentencia del epígrafe que inspiró a Edgar Reitz a emprender su aporte pedagógico: el cine como una importante herramienta para la educación.

74 Berlinale: Who Do I Belong To (Competition)

He aquí una película muy compleja, a propósito de las distintas referencias y situaciones que aluden a su título o interrogante. Esta es la historia de una familia tunecina en un escenario rural. El relato inicia con la celebración de una festividad comunitaria. En medio del júbilo colectivo, una madre sufre al enterarse que sus dos hijos mayores han marchado a un lugar que equivale a una condena física y moral. Es el tránsito del gozo a la consternación. A vista general, Who Do I Belong To (2024), ópera prima de Meryam Joobeur, representa el testimonio de una familia fracturada por los efectos de una guerra ideológica. Este es el caso de jóvenes persuadidos por un conflicto orientado por el fundamentalismo extremo y violento, lo que genera consecuencias que alcanzan a su círculo más íntimo. En principio, Joobeur se propone a realizar un drama en donde el vínculo familiar se pone a prueba. Vemos así a un padre y una madre lidiando ante esa realidad que les ha arrebatado a sus hijos y, en tanto, ambos reaccionarán de manera distinta. Ahora, lo importante aquí es entender que no existe una buena o mala reacción. Por un lado, es una manera de diversificar una muestra de amor, un sentimiento que no siempre se canalizará de forma romántica. Por otro lado, es un método para describir un comportamiento social. Es decir, este espacio rural reconocido como un contenedor de los complejos de una nación o cultura.

Dicho esto, la pregunta de “a quién pertenezco” se va activando. Padre y madre reconocen a un hijo pródigo de manera distinta. ¿Es que acaso sigue perteneciendo a su clan?; tal vez es una pregunta que se hace el padre luego de que uno de sus muchachos ha regresado. El mutismo de este no ayuda a disipar sus dudas. Mucha atención, esta es una película con demasiado misterio en el aire. Entonces, esas dudas incrementan o agrietan la distancia entre el padre y su hijo. Para el adulto, es como si su primogénito no hubiese retornado; sin embargo, su instinto de padre no deja de seguir haciendo lo posible para que su hijo se encuentre a salvo en ese terruño que ajusticia a los que se han unido a la guerra islámica. Joobeur siembra el dilema de la identidad, tanto la ajena como la de uno mismo. Siguiendo con la perspectiva del padre, este además pone en duda su rol de padre. ¿Pertenezco a esta familia que no supe orientar? Una suerte de autodestierro por parte de este personaje parece evidenciarnos esa interrogante. Pero hay otra cosa esencial. ¿Qué es lo que motiva al padre a hacer esos cuestionamientos hacia su hijo o hacia sí mismo? ¿Es acaso su identidad paternal la que habla o es su identidad social o religiosa? Pues, capaz sea todo a la vez. Aquí se confunde lo sentimental con lo ideológico.
Meryam Joobeur parece pensar que el razonamiento o juicio ideológico es indesligable a lo sentimental. El pensamiento político, cultural o religioso siempre intervendrá ante cualquier situación por muy personal que sea esta. Frente a esto, no solo se trata del vínculo familiar puesto a prueba, sino también el vínculo ideológico. Este nos (des)orienta y es a veces determinante en la toma de decisiones. Ahora, no solo se trata del padre exponiéndose a ese debate, sino también la madre, el hijo que regresa y todos los personajes de esta historia. Todos, de una u otra forma, se sienten persuadidos por sus vínculos sentimentales, sin embargo, siempre se antepone una voz externa que los llama, sea en forma de prejuicios sociales, normas públicas o mediante los sueños como los que experimenta la madre. Por muy fantástico o irreal que sean sus visiones, este es un mensaje de su subconsciente, o lo que sería la construcción de su mundo interior bajo sus expectativas, deseos e impulsos que nacieron de su experiencia con lo real o el escenario plagado de ideologías. La interrogante de Who Do I Belong To nace de una duda diversa. Vemos a personajes cuestionando su estado de pertenencia, sea a un espacio, una familia, una comunidad, una línea ideológica o incluso existencial. Me resulta dramática la situación de ese hijo que parece extraviado en un limbo mental. Está entre lo real y lo ficticio, cumpliendo una condena o ya muerto, sobreviviente o fantasma.

domingo, 18 de febrero de 2024

74 Berlinale: Reas (Forum)

En la estupenda Teatro de guerra (2018), de Lola Arias, se ponía a interactuar a antiguos enemigos de la Guerra de las Malvinas con el fin de depurar sus viejos traumas y de paso erradicar resentimientos. Para ello, los veteranos tendrán que representar sus recuerdos, desde los más memorables hasta los más tortuosos. En tanto, el ficcionalizar o poner en escena esas vivencias era equivalente a una terapia colectiva, una ejecución necesaria para poder reflexionar y sanar entorno a los efectos de ese terrible acontecimiento que seguía formando parte de su cotidiano. Reas (2024), nuevo documental de la directora argentina, es un equivalente a su anterior película solo que aquí sus protagonistas son ex convictas. Una vez más, Arias convocará a un grupo de personas para que representen los recuerdos que concibieron dentro de un entorno hostil. Al igual que otras películas que se inspiran en testimonios carcelarios, tales como Into the Abyss (2011) o Las ranas (2020), Reas no se dispone a cuestionar los antecedentes de sus personajes. Su ruta será el de hurgar el lado humano de sus integrantes, ello partiendo desde sus dramas personales, pero siempre pensando en los que experimentaron para cuando estuvieron dentro del claustro. Si bien estamos ante mujeres que cumplieron condena, Arias no se interesa en conocer sus situaciones actuales. Su iniciativa se compromete en hacer revivir los recuerdos en tiempo de cárcel para reparar las fracturas emocionales que suscitaron durante esa temporada.

Ahora, al igual que en Teatro de guerra, este reciclaje de la memoria no margina aquellos momentos jubilosos que acontecieron en ese transcurso. Por muy doloroso que haya sido una guerra o un encarcelamiento, estos y otros escenarios dramáticos siempre reservarán instantes humanos, actos de solidaridad, rastros de esperanza, así como sueños que se inflaban en época de incertidumbre. Es a propósito de esa última característica que Reas se dispone a ser una terapia sostenida por un código del cine clásico. Sucede que la dramatización de los recuerdos de estas ex reclusas está intercalado por secuencias de canto y baile. Es decir, las mujeres se sirven del género musical como ingrediente de sanación o depuración de sus antiguos temores. Eso nos remonta a lo que fue el sentido del musical y su creciente ola de producciones a principio de la década del 30 en Hollywood. Fue consecuencia del Crack del 29 que el cine, esencialmente desde el impulso del cine musical, se convirtió en ventana alentadora para una sociedad descompuesta en muchos sentidos. El canto y el baile fueron recursos para empoderar el optimismo y echar a andar la imaginación o expectativas sociales. Esto es lo que sucede con este grupo de mujeres, quienes además de confesar su pasado, usan a la música como medio para fundar un puente de cara al futuro, una realidad contraria a lo que vivieron dentro de los muros. He ahí qué tan simbólico resulta ese último plano cenital que manifiesta un claro contraste entre la frontera del escenario ficcional y el real.

74 Berlinale: My Summer With Irene (Generation 14Plus)

El director Carlo Sironi deja a un costado su interés por los dramas sociales para observar un drama en específico. Quell’ estate con Irene (2024) nos narra la historia de la fantasía de un escape. Irene (Noée Abita) y Clara (Maria Camilla Brandenburg) se conocen en un campamento para adolescentes que se encuentran tratando una enfermedad crónica. Finalizado el encuentro juvenil, ellas decidirán emprender un viaje a las islas de Sicilia en lugar de volver a casa. Esta es la iniciativa de dos personas que tienen que convivir a diario con la posibilidad de su extinción física. Es una reacción al temor, una revolución contra el tratamiento y el condicionamiento corporal que ha limitado sus acciones y deseos. Las amigas inician de esa forma su propio campamento, la simulación de un escape a su destino, pues la realidad es que de su padecimiento no podrán huir. Si bien Sironi tiene un profundo respeto por la condición de sus protagonistas al no explotar los síntomas de la enfermedad, ello no evita que en algún momento veamos a las muchachas flaquear justo para cuando parecen tocar el terreno de la normalidad o el pleno júbilo. Es como un mal viento que llega y de la misma forma se va, y que, si bien no desalienta los deseos de estas chicas de seguir viviendo sus vacaciones, deja un sentimiento entre triste y amargo.

Lo mejor de Quell’ estate con Irene es que su director se inspira en los coming of age que se desenvuelven en un contexto veraniego en donde adolescentes de personalidad indómita, abiertos a explorar el mundo y sus cuerpos y sin miedo a lo desconocido interactúan, se reconocen, experimentan, tal vez se equivocan, pero siempre aprenden. Estas situaciones y emociones aspirarán y vivirán Irene y Clara, aunque la vulnerabilidad de su salud las frenará constantemente. Eso hace que sus vacaciones no sean convencionales. Se podría decir que se fractura esa fantasía del coming of age sobre jóvenes abiertos a la libertad. Lo que debería de ser una temporada desenfrenada, resulta más bien una temporada en donde se mezcla lo extraordinario con lo cotidiano, la combinación de esas vivencias que hasta ese momento las chicas habían aplazado y los achaques o pensamientos que padecen habitualmente. La misma ambientación del entorno isleño no posee ese brillo romántico o buen temporal. En su lugar, es pálido como los rostros de las jóvenes y frecuentemente asediado por la bruma o las lluvias, signos de mal presagio. Quell’ estate con Irene es una película triste, pero también muy valiente. He aquí a dos personas haciéndole frente a lo peor. Carlo Sironi relata una lección de vida sin ser ilustrativo o moralizante como suelen ser los libros de autoayuda.

sábado, 17 de febrero de 2024

74 Berlinale: The Visitor (Panorama)

Érase una vez en un barrio moderno, una familia burguesa recibió la visita de un joven de aire mesiánico previamente anunciado por un excéntrico y algo amanerado ángel. Fue así cómo durante el transcurso de su estadía el forastero logró remover/componer las vidas superfluas e insignificantes de todos los miembros de ese clan burgués que hasta antes de su llegada parecían estar destinados al conformismo normalizado por las convenciones de la realidad moderna. Eso es lo que se representa en Teorema (1968), de Pier Paolo Pasolini, película que desacralizaba los códigos de la burguesía y el cristianismo dentro de un mismo discurso. Era una crítica contra las normativas que reprimían el estado primitivo de la naturaleza humana. Una reacción contra una condición que anulaba la libertad social, sexual, laboral o económica expresándose desde lo sugerente o lo alegórico, por ejemplo, mediante planos a la entrepierna del mesías protagonizado por Terence Stamp o los estigmas de una proletaria doméstica. Todo este argumento parece actualizarse en The Visitor (2024), película dirigida por el también irreverente Bruce LaBruce. El canadiense se establece en las cercanías del río Támesis. Sus orillas serán receptoras de maletas de viaje que engendran a hombres de color que presumen un físico fetiche en la filmografía del director de cine queer. Uno de esos individuos asumirá el rol de Stamp. O sea, irá a derivar al hogar de una familia inglesa pudiente y extravagante con el fin de crear una revolución sexual y existencial.

Ahora, la variante de este relato es que no estamos tratando con un mesías. Aquí los que llegan parecen haberse multiplicado como panes. Mientras tanto, no un ángel, sino será un pregonero radial sacado de una escuela apocalíptica quien lanzará el anuncio de ese éxodo que ha tomado como puerto a la tradicional Inglaterra. LaBruce piensa en los exiliados que dieron a parar en la Europa añeja, solo que en lugar de ser acogidos por caridad o, en el peor de los casos, regresados a su país, serán adoptados por una conveniencia puramente carnal, al menos, eso es lo que sucede con la familia protagonista. Eso desatará un buffet de la libertad sexual; nada extraño tomando en cuenta que estamos tratando con una película de LaBruce. Su cine transgrede las bases de las convenciones sociales desde su revolución sexual. Es así como vemos a un indocumentado sacando lo más primitivo de sí para alterar la vida de una comunidad impostada. El mensaje coincide con el propuesto décadas atrás por Pasolini, solo que aquí todo es más gráfico, nada subjetivo. Pero, obviamente, esa “bendición” no implica la felicidad. Tal como lo dictaron tantos sabios de la historia humana, el saber es una maldición. Los personajes que serán liberados de las cadenas opresoras estarán varados en un mundo que ya no comprenden. Dejarán de ser conformistas en un mundo conformista. Es decir, se convertirán en visitantes de su propia realidad.

74 Berlinale: Young Hearts (Generation KPlus)

Se me viene a la mente Close (2022), otra producción belga que también narra la historia de dos pequeños amigos siendo asediados por los prejuicios. En el caso de la película de Lukas Dhont, su conflicto deriva a una circunstancia trágica, la cual será resuelta mediante un estado dramático que invita a la autocrítica, la búsqueda de una reivindicación moral que logre reparar a los afectados y a uno mismo. Por su parte, Young Hearts (2024), de Anthony Schatteman, decide derivar su conflicto a un dilema melodramático. Elías (Lou Goossens) se ha enamorado de su vecino, un niño de su misma edad y sexo. Es a partir de ello que veremos a un personaje lidiando con lo que desea y con la preservación de su imagen pública. Es un similar debate que suscita en el protagonista de Close. Ambas películas parecen estar de acuerdo que los complejos de los menores están orientados por los complejos dictados por la sociedad. Vemos así a niños anticipándose u huyendo de lo que podría censurarlos públicamente, negando su vínculo con sus respectivos compañeros, los estigmatizados, a fin de liberarse de la vergüenza. El hecho es que ambos también experimentarán una culpa interna como saldo de esa decisión de la que nunca estuvieron de acuerdo. Las consecuencias en Close serán tristes, mientras que en Young Hearts hay más bien señas que anticipan mucho optimismo.

A primera vista, la película de Schatteman parece ser una historia de amor. Nada de eso. Esta una historia sobre el debate interno. Aquí lo romántico será frecuentemente bloqueado por los fantasmas sociales. En gran parte de la película, Elías será presa de los prejuicios sembrados en su cabeza. Curiosamente, mucho de ese miedo deviene de sus expectativas, el “qué pensarán si…”. En efecto, está también el prejuicio colectivo que viene a forma del bullying, pero este es mínimo respecto a toda la tortura mental que se infringe Elías. Él mismo es su verdugo. Así como Close, este relato nos enseña que la sociedad nos ha enseñado a castigarnos cuando sabemos que estamos haciendo algo “prohibido”, eso que luce extraño frente a las convenciones sociales, caso la homosexualidad o cualquier acto que posea un rastro de cursilería. A propósito, se asoma otro conflicto, uno menor, pero que no deja de ser complementario e igual de importante atender. El padre de Elías es un compositor y cantante de un tipo de música que hace sonrojar al niño y a su hermano mayor, alguien que de hecho ya se reveló contra esa “ofensa familiar”. Entonces, tenemos esta historia de un menor avergonzado con su padre, individuo catalogado como alguien socialmente extraño. El menor aprenderá del mayor a desquitarse con el padre en lugar de cuestionar sus prejuicios. Ese es un ruido que me deja Young Hearts, película que corrige de manera parcial las malas lecciones sociales.

viernes, 16 de febrero de 2024

74 Berlinale: The Editorial Office (Forum)

“Aquí nadie te toma en serio”; es la respuesta que recibe Yura (Dmytro Bahnenko) tras preguntar por qué no esforzarse en decir la verdad en un país en donde la trampa está tan normalizada. The Editorial Office (2024), dirigido por Roman Bondarchuk, es una sátira sobre una realidad ucraniana inmersa en una crisis de la verdad. La distorsión de las noticias en este escenario es tal que hasta parece que los únicos personajes conscientes de esa deformación se están enfrentando ante un panorama absurdo. Si bien el contexto de esta película se refiere a una realidad ficticia, esta no deja de aludir situaciones e impresiones propias de la actual coyuntura. The Editorial Office se abre en el sur de Ucrania con un intertítulo que nos indica que los acontecimientos corresponden a seis meses antes de la guerra. No se dice frente a quién, pero nosotros sabemos. Luego conocemos a Yura, en calidad de investigador de una criatura casi extinta, quien por casualidad será testigo de un serio delito que compromete la salud del territorio ucraniano. Sin desearlo, se convierte en dueño de una verdad y, posteriormente, en un comprometido a difundirla. Entonces se convertirá en una suerte de periodista. ¿Pero cómo serlo en un escenario en donde el catalogado cuarto poder solo se dedica a difundir inventos como parte de una estrategia política? He aquí el conflicto de esta película, el de su protagonista haciendo una cruzada para ver cómo filtrar en medio de tanta bosta una noticia que amerita saberse.

Bondarchuk parece querer representar un estado social de su nación previo a la invasión de Rusia. ¿En qué situación se encontraba su patria meses antes del caos? En un contexto precario. De hecho, el caos ya se vivía al interior del país. Pero lo más ridículo del asunto es que ningún órgano oficial parecía reaccionar frente a ese incendio —y esto no es ninguna metáfora— que amenazaba su propia tierra. Dicho esto, la quema de árboles que atestiguó Yura sí que es simbólica. The Editorial Office alude a un territorio que anuncia una próxima catástrofe que, ciertamente, tiene que ver con una responsabilidad compartida. Las negligentes políticas ucranianas sufren del síndrome de la realidad digital. Su punto de vista los ha apartado del interés por las noticias reales y los ha acercado a las noticias interesadas en fabricar fantasías improductivas, las que provocan reacciones y no invitan a la reflexión de lo que está sucediendo más allá de la caverna de la ignorancia. Esto, en consecuencia, ha malformado a una sociedad a la línea de los comportamientos de las redes sociales. A nadie les interesa saber la política de un político, sino simplemente verlo bailar. Es un festín de lo artificioso y el comportamiento en modo aleatorio. Incluso el “héroe” tiene algo de ese síndrome. Yura es una persona que cual Homero Simpson cambia de oficio sin saber a ciencia cierta el compromiso que implica dicha actividad. The Editorial Office es una película sobre un hombre que no sabe cómo trasmitir la verdad en un contexto que ha desaprendido la difusión del contenido real.

jueves, 15 de febrero de 2024

Zona de interés

Un Edén es cultivado en medio del caos. Esta es la historia infame de una familia construyendo su fantasía a costas del sufrimiento de otros. Al margen de su objetividad histórica, la premisa de Zona de interés (2023) pueda interpretarse como una alegoría a la brecha de clases dentro de un escenario en crisis. El comandante Rudolph Hoss (Christian Friedel) y su clan representados como el poder hegemónico preocupados en disfrutar y preservar sus privilegios mientras el Holocausto está en marcha. Es el panorama de una comunidad carente de empatía, ejecutora a conciencia de la extensión del terror que afecta a las comunidades vulnerables, y que a su vez otorga a los favorecidos mejores posiciones, una buena casa con un buen jardín y una piscina con tobogán. Definitivamente, es un cuadro social muy actual. Claro que la intención de Jonathan Glazer tal vez no sea asistir a lo histórico a fin de fabricar una crítica social del presente. Lo suyo es planear una arquitectura idílica e impecable del pasado que trascendió al presente tomando la forma de un vestigio que expresa el fracaso y la ruina. Ahora, lo curioso y hasta complejo de su propuesta es que ello se definirá desde la composición visual. Estamos ante un Glazer apostando por la subjetividad del encuadre, el plano entero, la cámara estática, aunque siempre de múltiples perspectivas, la iluminación etérea y el diseño de arte como recursos para orientar su mensaje.

A diferencia de Under the Skin (2013), su anterior película, en Zona de interés el director británico se aparta ligeramente de la creación de secuencias surreales de carga abstracta para en su lugar darle mayor protagonismo al detalle técnico. Ello, sin embargo, no significa que su más reciente película no sea abstracta. De hecho, pueda que sea tanto como lo es Under the Skin, solo que de una sutil impresión casi imperceptible para cualquier espectador. Sucede pues que cualquier historia de oficiales nazis haciendo su trabajo —así sea fuera del campo de exterminación— siempre alertarán nuestras valoraciones ideológicas, perspectiva que bien podría despistarnos de lo que está ante nuestros ojos, el montaje de una escenografía en donde el orden espacial dice mucho. Zona de interés acontece del otro lado de un campo de concentración. Seremos testigos de una realidad virtual alterna. El espacio por donde se desplaza una familia alemana no delata que estamos en tiempo y zona de guerra y exterminación. Ante esa idea, Glazer se esfuerza por crear la armonía de este pequeño perímetro. Aquí todo tránsito es pulcro. Los pocos que ingresan o salen de este lugar no se tropiezan uno con el otro a pesar de sus angostos pasadizos o lo restringido que sean sus habitaciones. No hay registro de invasión o saturación, sea de personas u objetos. Y esto mismo sucede con la luz, la que actúa con una suavidad suficiente para no pronunciar las sombras. Es un entorno libre de contrastes.

La movilidad es también interventora de la pulcritud del escenario. Aquí los personajes siguen un trayecto siempre lineal definido por un camino de piedras, los corredores o la calzada que atraviesa un jardín. Dentro de las habitaciones, se mueven sin vacilación, limitando su circulación, como si se camuflaran con la quietud y la austeridad de los accesorios de los cuartos. En tanto, la cámara inspecciona el orden de las vibraciones humanas que acontecen desde el perímetro que bordea el hogar hasta sus interiores. Es una observación inmóvil, aunque con una versatilidad de perspectivas. En principio, Glazer posiciona su cámara asumiendo un perfil que le otorgue una buena profundidad de campo. La luz natural, el uso de lentes angulares y el posicionamiento de la cámara de manera oblicua le brindan mejor amplitud a su campo visual. No suficiente con ello, rompe la “quietud” de la cámara usando otras más que asumen una perspectiva distinta del personaje en escena o punto de enfoque. En las afueras, el número de cámaras van de una a dos, mientras que los cambios de posición se dan a manera de plano/contraplano; o sea, por el frente y la espalda del punto de enfoque. En los interiores la inspección es más rigurosa. Son a partir de cuatro cámaras diferentes las que se usan, y cada una se posiciona de manera que cubren las cuatro esquinas o lados de la habitación. Hay además angulaciones en picado o cenitales, exprimiéndose así otras perspectivas que confirman la armonía entre la interacción del objeto y el espacio.

Glazer es riguroso en cuanto a clarificar que el orden virtual es correspondiente a las expectativas del estilo de vida de sus protagonistas, personajes que aspiran a consolidar un territorio que los eleva a un pedestal inamovible. Es lo que les inculcó la fantasía capitalista. Obviamente, es una realidad utópica la que aspiran. Si bien Glazer recrea una maqueta que presume orden, las evidencias del caos no dejan de filtrarse a toda hora. Ahí están los judíos que entran y salen por los exteriores e interiores, así como el sufrimiento arrastrado por el viento o la corriente de un río, o las humaredas que se ven constantemente en el horizonte. En tanto, estaríamos tratando con un orden forzado o alucinado. He ahí el sentido de la rigurosidad técnica del director. Lo virtual contrasta con lo que está fuera de campo, el orden que aspiran estos nazis es contrario al desorden del Holocausto, una cosa es una fantasía interesada y otra la realidad. A propósito de ello, es curiosa la forma cómo Glazer representa visualmente al campo de concentración. En la única secuencia en que vemos a este escenario, hasta entonces siempre fuera de campo, se la registra bajo un filtro de cámara nocturna. Me recuerda a Holy Motors (2012), de Leos Carax, y sus secuencias en donde ciertos escenarios serán asediados por un glitch. Tanto Glazer como Carax son directores que exponen la frontera de lo real y lo ficticio a partir del uso de las texturas artificiosas posibles para la estética digital. Es así como el único espacio real, el del campo de concentración, irónicamente, luce como irreal al tratarse de una representación en donde la fantasía intenta dominar.

Hasta cierto punto, es una secuencia misteriosa. Pero más lo será la de casi al final. Es momento de hablar de la influencia de Stanley Kubrick en el cine de Jonathan Glazer. Todas sus películas, sean cortos como largos, tienen un profundo vínculo con el director de los clásicos fílmicos. Recordemos al conejo humanoide de Sexy Beast (2000), la reencarnación como tópico central en Birth (2004) o las tantas interrogantes y teorías que nos dejó una de las mejores películas de la década pasada, Under the Skin. Es una filmografía enigmática y escabrosa por su contenido ambiguo. Pasa lo mismo con Zona de interés que un poco antes de su final me hizo remembrar al cierre de 2001: Odisea del espacio (1968). El personaje de Rudolph sufre una “alucinación” similar a la que experimentó el doctor Dowman. Ambos fueron presas de un bucle temporal que tal vez lo hizo contemplar un futuro que contradice sus expectativas y de paso podría vulnera el sentido de sus existencias. Me pregunto si llegarán a cuestionar su presente. Pero eso no es lo único Kubrick en Jonathan Glazer. Este es un director que es estimulante desde lo visual a partir de la exigencia del encuadre, tal como sucede en Zona de interés, y la propuesta conceptual, tal como Kubrick lo hizo en tantas de sus películas.