viernes, 29 de diciembre de 2017

Mis favoritas del 2017

Al ver el resultado de mi lista, me percato de una coincidencia que se repite (inconscientemente): el argumento como escenario épico. De Silencio a La ciudad perdida Z, de Les cowboys a Zama, de A quiet passion a (por qué no) Jim y Andy o la larga marcha del ánima en A ghost story. Muchas de estas historias nos compenetran a un mundo personal, la inserción a pensamientos, búsquedas y obsesiones ajenas. Sus protagonistas me conmueven o atraen por el trayecto humano, porque son incomprendidos, en algunos casos adelantados a su tiempo, casi siempre desterrados.

Este año fue el de muchos descubrimientos o revaloraciones. Proyectos personales me obligan a ver películas vinculadas al cine de terror y el feminismo. Años después veo “con otros ojos” Eaten alive (Tobe Hooper, 1976). Ahora aprecio más que nunca a Wes Craven. John Carpenter tenía una joya escondida llamada Cigarette burns (2005). Vuelvo a ver las películas bajo la curaduría de Val Lewton. Me queda grabada una escena de El silencio de Christine M. (Marleen Gorris, 1982), así como el arranque de Una canta, la otra no (Agnes Varda, 1977). Me pongo al día en la filmografía de Ernst Lubitsch, Kenji Mizoguchi, Pedro Almodóvar y otros que tienen lo femenino como tema/protagonista nuclear. Descubro a Helen Holmes, el cine de Sally Potter, Margarethe Von Trotta, Laura Mulvey y Sarah Jacobson, además de otras feministas.

Del cine reciente, Silencio y Wind River son por lejos lo mejor que he visto en el año. De un cine pasado vistos por primera vez, la selección me queda corta. Aquí la lista de películas (sin orden de preferencia) que no dudaría en buscarlas en un futuro para volverlas a ver cuántas veces sea necesario.

Cartelera
Un monstruo viene a verme (Juan Antonio Bayona, 2016)
Hasta el último hombre (Mel Gibson, 2016)
Nada que perder (David Mackenzie, 2016)
Silencio (Martin Scorsese, 2016)
Jackie (Pablo Larraín, 2016): nunca antes Pablo Larraín había generado reiterados planos frontales a su protagonista, ocasionalmente centrada, como ubicándola a la palestra, postrada en el banquillo, asediada por la prensa, los sabuesos del contenido controversial, exponiéndola al ojo del público, limitada entre dos referentes a la que la cultura estadounidense comúnmente la asoció: la mujer de cosecha artificiosa y la viuda de un ícono político. Jackie es un biopic que hurga buscando comprender a la ex primera dama desde un breve segmento de su vida, observándola desde su rol mediático y de mujer honrando a un caído. Es así cómo es que el entorno decorativo de la Casa Blanca se compagina con Jackie al liberar un doble significado, marca de frivolidad y huella de una época conclusa e irrepetible, ambas rindiéndosele tributo, mediático e histórico, respectivamente.
La morgue o La autopsia de Jane Doe (André Ovredal, 2016)
Colosal (Nacho Vigalondo, 2016)
La ciudad perdida de Z (James Gray, 2016): el retrato del lazo filial o hereditario en conflicto es recurrente en la fílmica de James Gray. En su última película, nuevamente vemos herencias impuestas y herederos resistiéndose a trascenderlas. El oficio de Percy Fawcett es puesto en tela de juicio a causa de los antecedentes paternales, su medida desesperada para hallar el “perdón simbólico”, su travesía a un lugar inhóspito sin prever que allí encontraría una motivación que sobrepasaría sus niveles de búsqueda y compromiso. La ciudad perdida Z es la historia de un hombre que fue en busca de una enmienda personal y terminó aspirando una enmienda universal. Gray está fascinado por los personajes que resarcen su entorno a contracorriente, en este caso, extendiéndose a lo épico, alargándose a una nueva generación, un nuevo conflicto, una nueva enmienda.

Festivales y muestras
Mi hija, mi hermana o Les cowboys (Thomas Bidegain, 2015)
Tenemos la carne (Emiliano Rocha, 2016): filme que apunta a la fascinación por el goce amoral, aberrante y excéntrico, la recurrencia a tópicos descarados, que van del incesto al martirio humano, lo estético y decorativamente barroco y forzado. Es la inmersión a un universo lógico en un orden carnavalístico. Como aludiendo a la fábula de Hansel y Gretel, dos hermanos ingresan a una casa de jengibre en donde se hospeda el “mal”. Este obliga a sus invitados a engullir un credo transgresor, los arrastra a su mundo, los libera de sus (tal vez) represiones inconcebibles en el mundo exterior. Es decir; parias sociales, que aluden a la tradición de la abyección buñueliana sembrada en Los olvidados (1950), conocen a otra paria de trascendencia más amplia y universal, un desterrado, ángel caído de tendencias mesiánicas.
Esa era Dania (Dariela Ludlow, 2016)
La libertad del diablo (Everardo González, 2017)
The day after (Hong Sang-soo, 2017)
Zama (Lucrecia Martel, 2017)
(*) También se programaron este año Edén y El futuro perfecto, que ya estuvieron en mi lista pasada.

Alternativa
Adiós, entusiasmo (Vladimir Durán, 2017)
Tower (Keith Maitland, 2016): el director Ketih Maitland fabrica una narración gradual bajo múltiples testimonios sobre una masacre que va conteniendo la incertidumbre. Al igual que Crulic (2011), otro documental animado, este filme alimenta la impotencia, en este caso, a propósito de una tragedia colectiva. Adicionalmente, existe un recurso atractivo en su construcción argumental. Tower recrea y dramatiza instantes durante y después de la tragedia, presumiendo emular una fuente de registro real, a pesar de su condición de animación, ello, por ejemplo, desde sus secuencias en donde se hacen entrevistas. Si bien este filme es un bosquejo sobre la violencia demencial socialmente sintomática en EEUU, es también un suceso que pone en evidencia la humanidad, la fuerza que gesta solidaridad y héroes; y eso es lo que aún más conmueve. 
Quién es JonBenet (Kitty Green, 2017)
The drawer boy (Arturo Pérez, 2017)
A quiet passion (Terence Davies, 2016): una biografía que encaja a la perfección con las constantes de Terence Davies. Emily Dickinson como una protagonista asediada por una época y sus costumbres, transgresora social, rebelde frente a lo dogmático, cuestionando a su familia de ser necesario, aunque incapaz de abandonar el nido. Dentro de la independencia de la poetisa existe una dependencia que le impide cortar su vínculo familiar a causa de su fragilidad innata. La historia de Dickinson es el de una resistencia, pero también el de un individuo marchitándose. Como en todas las películas de Davies, el tiempo da pauta de un tránsito emocional que marca un pasado alegre y un presente trágico, crea una frontera palpable entre la juventud y la senectud, entre la vida y la muerte. Más allá del significado biográfico, A quiet passion evidencia además una relación entre el universo de Davies y el feminismo.
Jim y Andy (Christ Smith, 2017)
Wind River (Taylor Sheridan, 2017): el guionista de Nada que perder debuta como director y su ópera prima es aún más apasionante que la anterior mencionada. Sheridan nuevamente se refiere al universo western desde un plano actual. En su historia se ha cometido una injuria. Una diligencia (compuesta por un cazador, un sheriff y una agente del FBI) va en busca del culpable. El gélido paraje va manifestando la decadencia de lo que fue contexto de colonialismo y ambiciones. Vemos a una comunidad nativa en su evidente derrota. La miseria, la violencia y los vicios han golpeado a sus herederos. Existe certeza de un pesimismo colectivo, este consecuente por las nuevas armas del “blanco”: la institucionalidad, el desamparo, el racismo. Estas, por cierto, son armas de doble filo. El cazador, protagonizado por un estupendo Jeremy Renner, es prueba de ello. A propósito, Wind River es también un ajuste personal de carácter simbólico, una reivindicación ante la impunidad.
The big sick (Michael Showalter, 2017): si dependiera solo de la comedia, el filme de Michael Showalter sería una mala rutina, sin embargo, está esa renovación de conflicto en su trama que se extiende casi hasta su primera mitad. The big sick es solo en principio una comedia romántica, nunca un melodrama, una comedia sobre el escapismo de las herencias filiales para, finalmente, asentarse en un drama personal. Ya no es la relación de pareja, sino el de las relaciones humanas entre un hombre y una pareja de desconocidos. Se genera una convivencia con camisa de fuerza, así como la relación que tiene el protagonista frente a las costumbres de su propia familia. El filme de Showalter es también un panorama a las escalas de compromisos que la modernidad heredó a las generaciones adultas de hoy, a partir del afincamiento del divorcio en la familia “americana” promedio.
A ghost story (David Lowery, 2017): un filme enigmático que se convierte en una hipótesis de la vida después de la muerte, en este caso, de una que se asomó de forma súbita. Lowery se apropia de la imagen romántica del fantasma y a través de esta presencia genera un significado relativo. El ente de A ghost story provoca terror, drama y hasta un romance con carácter melodramático. Es un filme sobre la espera atenuada a partir de los tiempos muertos, el frecuente uso de elipsis que atraviesa épocas hasta el punto de desarrollar un quiebre (o retorno) temporal. En complemento a ello, la trama va haciendo cimiento a un terreno existencial. Temas como la memoria, el valor (o desestima) histórico que cambia dependiendo la época, el colonialismo arcaico y el industrial, la creación artística como retribución humana. En su plano estético, se asienta un ambiente de congoja producto de la condena y el atasco.

Cine Peruano
Vacío/a (Carmen Rojas, 2016)
Wiñaypacha (Óscar Catacora, 2017)
Gen Hi8 (Miguel Miyahira, 2017)

10 películas vistas por primera vez
Fiebre de sábado por la noche (John Badham, 1977): Los inútiles (1953) de los 70. Una generación alimentada por sus fantasías y orientándose sin brújula. Travolta y los Bee Gees.
Vuelo 93 (Paul Greengrass, 2006): recreación de un hecho infame con un clímax in crescendo. Paul Greengrass es un arquitecto del suspenso. Alimenta la angustia y agota las esperanzas hasta el último segundo.
Mirando hacia atrás con ira (Tony Richardson, 1958): un romance turbulento en los bajos fondos británicos con jazz neoyorquino. Richard Burton es brutal. Es Quién teme a Virginia Woolf (1996) en un ambiente de miseria.
Dishonored (Joseph Von Sternberg, 1931): el honor y el romance, enemigos mortales en tiempos de guerra. Marlene Dietrich haciendo de objeto del deseo en un mundo compuesto de claros oscuros.
Mujeres de la noche (Kenji Mizoguchi, 1948): el peso de la tradición patriarcal japonesa sobre los hombros de las mujeres. Mizoguchi divulga la degradación y la desesperanza social sin ser neorrealista.
My man Godfrey (Gregory La Cava, 1936): fracasos y soluciones utópicas después de la Gran Depresión a partir de la una entretenida screwball comedy. Es una película sobre la corrección y la redención.
Cena a las ocho (George Cukor, 1933): un drama disfrazado de screwball comedy. También sobre la Gran Depresión. Es el fracaso económico o el de la sociedad aristocrática, pero sobretodo el fracaso sentimental.
Vacas (Julio Medem, 1992): tres generaciones, mismo entorno, mismo actores, mismos conflictos. Una visión al partidismo político y nacional. La eterna Guerra Civil Española.
Orochi (Buntaro Futagawa, 1925): un samurai, un amor no correspondido y el honor perdido. Un hombre sin pecado redimiéndose ante la sociedad. Una caída a los niveles de una tragedia griega.
Electric dreams (Steve Barron, 1984)

viernes, 22 de diciembre de 2017

Loving Vincent

No está demás comentar que el ruso Aleksandr Petrov ya antes ha realizado filmes de animación enteramente compuestos por pintados al óleo. Películas como El viejo y el mar (1999) y Mi amor (2006) – joya apasionante del cine de animación – han sido además consideradas en los premios de la Academia. Tanto Loving Vincent (2017) como Petrov se inclinan por una técnica impresionista. La diferencia radica en que los directores Dorota Kobiela y Hugh Welchman lo hacen con la finalidad de crear tributo al estilo de Vincent Van Gogh, mientras que el ruso lo opta como fuerza dramática de sus historias, que en casos se elevan a un plano surreal. Sin embargo, Loving Vincent no deja de sacarle provecho a la libertad expresiva de esta técnica, por ejemplo, al momento de crear elipsis o flashbacks, algo crucial para este filme que reconstruye de forma atractiva el trágico final del pintor de origen holandés.
Loving Vincent inicia con una carta no entregada. El joven Armand, hijo de los Roulin –familia inmortalizada en los cuadros de Vincent Van Gogh–, tiene como misión hacer llegar la última correspondencia que dejó Vincent a su hermano Theo. Es un viaje a regañadientes, un encargo que el viejo Roulin encomienda a su primogénito como última atención a su amigo el pintor. Vincent lleva muerto un año, pero la sociedad francesa, incluyendo Armand, todavía asocia al artista a una mala fama. De ahí el malestar del joven. Es con esto que se inicia una historia en donde la premisa es excusa para recopilar las interpretaciones de una muerte. “¿Por qué murió Vincent?”; parecen preguntarse todos. Todos, además, tienen su propia versión de los hechos; mientras tanto, Armand escucha cada una de ellas, transitando de la indiferencia a la curiosidad de un personaje que tal vez subestimó.

La película de Kobiela y Welchman no solo hace remembranza al mecanismo argumental del clásico de Akira Kurosawa, Rashomon (1950), al hacerse sumatoria de testimonios que se contradicen o que incluso ponen en duda hechos oficiales, sino que también se asocia a filmes policiales con guiños de cine negro. Armand, defectuoso y alcohólico, cual detective, va a un lugar en donde será forastero. Su única misión de pronto lo empuja a indagar más allá de lo estipulado, reconociendo en su camino más de un presunto responsable indirecto del deceso del pintor, además de ciertos contratiempos, típico de una personalidad imperfecta e impulsiva. Es atractivo si se piensan los retratos que dejó Van Gogh como un archivo fotográfico de los que atestiguaron los últimos días de vida del artista. Dicho esto, Loving Vincent se convierte también en un tour de una obra “en movimiento”.
El encuentro de Armand con los protagonistas –repitiendo las poses que hicieron en sus retratos– y escenarios pintados por Van Gogh es significativo para la búsqueda que el joven se implantó en el transcurso de su verdadera misión. El acercamiento al espacio que inspiró al pintor es también un acercamiento al entorno que en cierto modo lo desmoronó. Loving Vincent es una pesquisa en razón de indagar la verdadera versión de un hombre asediado por supuestos y prejuicios, desestimándose incluso su propia arte. Es para Armand una ruta hacia la madurez, mientras que para Van Gogh resulta un reconocimiento póstumo, desde la carta, las flores y otras confesiones de personajes que en cierto modo siempre lo admiraron.

lunes, 18 de diciembre de 2017

Curso 4 Maestros del Cine de Terror

Este curso toma como premisa la revisión a la filmografía de cuatro directores influyentes dentro del género de terror: Tobe Hooper, Wes Craven, John Carpenter y George A. Romero. Se verán fragmentos de sus películas, los cuales serán analizados y vinculados a otros directores del pasado y la actualidad, además de ser expuestos a lecturas interdisciplinarias.

Lugar: Calle Natalio Sanchez 220 Of. 905 - Servicios de Capacitación Perú (SERCAP)
Fechas: sábados 6, 13, 20 y 27 de enero
Evento: http://bit.ly/2jsTWE5

Inscripción
Depósito a Cuenta Corriente Soles BCP 193 2582 9401 002 o CCI 00219312582940100213 – Carlos Esquives. 
(*) Los depósitos que se realicen mediante ventanilla, deberán añadir el pago por costo de servicios bancarios (S/9).

Enviar voucher y datos personales al correo esquivescarlos@gmail.com, en espera de confirmación de recepción.

Más info y programa del curso: http://bit.ly/2BPumwu


jueves, 14 de diciembre de 2017

Star Wars: Los últimos Jedi

Fiel a la estructura argumental de la saga, la nueva Star Wars desencadena más de un conflicto narrado en paralelo. Las naves sobrevivientes de la Resistencia dependerán de Finn (John Boyega) para escapar del ataque de las fuerzas de la Primera Orden, mientras tanto, Rey (Daisy Ridley) se reúne con el último Jedi, Luke Skywalker (Mark Hamill), a fin de convencerlo salga de su refugio. Dos misiones que se distinguen según sus escenarios. Uno funcionando como panorama de la acción y lo espectacular, el otro en donde se genera el drama en un plano reflexivo y revelador. Uno falla por el rescate colectivo, el otro se proyecta a una búsqueda personal. Es esa distinción la que hace que el viaje de Rey sea más estimulante que el de Finn. Las incógnitas y descubrimientos argumentales siempre estarán por encima del viaje espacial. Por muy singulares que sean los nuevos personajes o por muy innovadora que sea la tecnología al momento del combate, siempre habrá una percepción de que se está usando una plantilla conocida.
Finn y un nuevo aliado realizarán un viaje que en cierta forma también se torna una búsqueda (o reencuentro) personal, aunque en menor grado transcendental que el otro escenario. El derrotero de Finn es el de la aventura de naves, la visita a una extravagante metrópoli, el (des)encuentro con personajes amigables y algunos felones, fugas que se desatan en persecuciones. Es la herencia western aún permanente. Por otro lado, la aventura de Rey es mental y hasta espiritual. Se entiende que su misión, más allá de un recado, es también una revelación o aclaración a esa capacidad que se apropió de ella desde el anterior capítulo. Star Wars: The last Jedi (2017) es pues un paso sustancial que define las acciones de la nueva generación galáctica. ¿Quiénes son en realidad? ¿Son traidores? ¿Falsos profetas? ¿Son enemigos sobrevalorados o subestimados? Finn, Rey y Kylo (Adam Driver) son la triada de la historia que en esta reciente entrega aclaran sus motivaciones y van dando pauta del equilibrio al que se refiere el anciano Skywalker.

“Ponerle fin a la historia”. Es una frase redundante que se aborda a propósito del destino que desata la confrontación entre la Primera Orden y la Resistencia, y el destino que quieren trazar Rey y Kylo. Lo es en el sentido de que los personajes clásicos en esta ocasión van cediendo sus lugares a los más recientes. No lo es en relación a la tradición de la saga: el universo creado por George Lucas siempre ha estado ceñido a una dinámica cíclica, por lo tanto, premonitoria. Lo que acontezca en The last Jedi parece desatar una serie de deja vu que hacen remembranza a los conflictos y destinos de anteriores episodios. Sin embargo, existe un efecto impredecible. Sucede pues que estamos tratando con personajes muy volubles, algo que en Star Wars: El despertar de la fuerza ya se había percibido. Los protagonistas principales no son dueños de un temperamento imperturbable y, al estarnos refiriendo a un universo que toma por filosofía a la “fuerza”, cualquier indicio de duda desata un conflicto interno.
En esta última etapa no hablamos de personalidades tipo Obi Wan Kenobi, sino de personalidades tipo del joven Anakin Skywalker. Rey y Kylo están en una etapa de afirmación en proceso, desarrollando además un vínculo que entorpece aún más sus perspectivas. El mismo Finn no sabe responder si va al rescate de un compañero o está desertando (otra vez). Estamos hablando de personajes apropiados por un carácter volátil o hasta ambiguo. Incluso los personajes más veteranos de pronto caen también en similar enfrentamiento, contradiciendo su propia tradición. A pesar, esto no impide que los preceptos clásicos sean desterrados. Si bien se está creando una nueva historia, esta misma deja en claro que la inmolación de cualquier fuente del pasado no implica su destrucción. Existe entonces una convivencia de generaciones. No está demás comentar que lo mismo se percibe en el estado creativo que aporta en esta ocasión el director Rian Johnson, provocando escenarios artísticos que recuerdan a su Brick (2005) o los metafóricos como La dama de Shangai (1947). Y así como hay bandera blanca a la creatividad, lo hay también a la reflexión coyuntural. Se percibe por su convocatoria más amplia a los personajes femeninos, que juegan para ambos bandos, o en su reproche a la industria armamentista. Es una Star Wars abierta a los cambios.

viernes, 8 de diciembre de 2017

5 Festival Transcinema: Zama

En el nuevo filme de Lucrecia Martel no existe el silencio. El sonido tiene presencia y función privilegiada en toda la trama. Este ofuscará. No hay intensión melódica, sino el de la pura intromisión. El golpe vidrioso y el campaneo, el crujido, el chasquido, un disparo, el azote de las ramas en las botas o en los muslos, el pregón y demás voces en diferente volumen y distancia, que contrasta al susurro (lo provocador) del grito (lo perturbador); ninguno está en compás. El sonido da pauta al desconcierto, estimulado además por su redundancia. Tan reiterativo como el esclavo trayendo recados o el gruñido de un infante emitiendo quejidos en lugar de palabras. Tan repetitivo como el “acto fallido” de personajes duplicando enunciados que dictaron hacia segundos atrás o las insistentes peticiones para su transferencia del corregidor don Diego de Zama (Daniel Giménez) al gobernador.

El sonido “barroco” es dialecto que Martel inscribe en este universo. Un eco poco transcendental, pero que, sin embargo, no deja indiferente. Y lo mismo se trasluce en las acciones de los personajes. El atractivo de la directora es consecuencia de la suma de sonidos y hechos; la composición de una creación que desorienta. Dicho esto, no es exacto decir que Zama (2017) es un punto de distinción en la filmografía de la argentina. Una película como La ciénaga (2001) se aprecia como un todo. Es la sumatoria de actos que otorgan una naturaleza ambigua a sus personajes; mientras tanto, el sonido (el de la lluvia imprevista, el chillido de los bichos en la cercanía de una ciénaga) estimulando esa turbación que agrieta un ambiente nocivo y decadente. La niña santa (2004) pueda ser interpretada como una tesis sensorial. Un instrumento “intangible” que emite una musicalidad cautivadora y enigmática sirve como metáfora de un llamado divino, el que por cierto también tiene fines perniciosos. La sola trama de La mujer sin cabeza (2008) es la de una mujer extraviada, desconcertada, padeciendo una realidad rasgada.
En la fílmica ficcional de Martel prevalece la desorientación argumental y sonora en un sentido subjetivo, hasta abstracto, y Zama no es ajena a esa naturaleza. En la historia vemos a un corregidor confinado a un cargo que lo apartó de su familia. Diego de Zama no solo es vapuleado por la ingratitud del gobernante de su localidad ante su petición de ser trasladado, sino que también es perturbado por el acecho de un bandido y agobiado por la indiferencia de una mujer que pone freno a su deseo. Zama se siente desestimado y desorientado en un lugar en el que no quiere estar, y, para colmo, están esos sonidos que lo entumecen, lo sugestiona y confunden más. Toda una serie de eventos patentes y hasta enigmáticos conspiran contra el corregidor. Y aquí otro sello de Martel. Lo enigmático como fuerza sugestiva. Las palabras de un niño recién llegado al corregidor, ¿advertencia o simple delirio por una rara enfermedad?; los criados de un albergue deteriorado, ¿apariciones o simple decorado de un mal pago al corregidor?; el evasivo Vicuña Porto (Matheus Nachtergaele), ¿mito o realidad?

Zama es sugerente también mediante una insinuación lasciva, sin ser un filme erótico o sexual. Esto se contempla, por ejemplo, en el juego de los susurros entre hermanas (un acto constante en la fílmica de Martel), la fiesta orgiástica detrás de una cortina o la personalidad desenfrenada de Luciana Piñares (Lola Dueñas). Lo lascivo es implícito, como los mensajes incestuosos manifiestos en La ciénaga o La mujer sin cabeza. Lo cierto es que en su último filme, Martel amplía los efectos de su discursividad sugestiva. Ya no solo provoca desasosiego o lujuria, sino también un aire existencial y hasta cómico. Nuevamente retorna a la mente la presencia tiesa del mensajero negro que se contrasta con la ausencia de pantalones, o la presencia bufonesca de una alpaca en el despacho del gobernador. Y es a propósito de estas situaciones, que no es solo el sonido, sino que además son los personajes o circunstancias los que se entrometen dentro o fuera del encuadre y frustran incluso visualmente los instantes en que Zama clama por su eterna petición.
En un sentido histórico, Zama es un testimonio desafortunado sobre el vasallo al servicio de una corona. Así como la reciente Joaquim (2017), vemos el funcionamiento de la esclavitud en rangos distintos, recayendo incluso hasta en los más allegados al reinado. Tanto Joaquim como Zama son los fieles servidores desestimados por sus superiores; uno reaccionará con desencanto y rebeldía, el otro con más sumisión y un deseo por hallar reconocimiento o reivindicación. Zama se dilata a un segundo tiempo mediante una ingeniosa elipsis que acorta ese padecimiento que era hecho evidente. Veremos pues al corregidor –y el peso del tiempo– desplegándose en territorio western, una medida desesperada por que se le atienda su demanda. Zama en sus últimos instantes se perfila como una epopeya que va cuesta abajo, del protagonista tocando fondo, acusado de traición, humillado y escindido, al punto de negar su ministerio o lo único que desde principio fue su motivación. A fin de cuentas, lo dice Vicuña, es solo un nombre. Zama se despide entre las aguas, simulándose un ritual mortuorio que no deja de ser complaciente y lírico.

5 Festival Transcinema: Baronesa

El documental de Juliana Antunes me recuerda a otro documental que opta por adentrarse a lo cotidiano íntimo para descubrir el cotidiano público –posiblemente de manera consciente–. La vida loca (2008), de Christian Poveda, indaga el mundo del pandillaje mara en El Salvador. Su visión inicia como un panorama general para después enfocarse en una familia. La rutina indesligable con el mundo de la violencia no frustra los deseos de sus miembros por un futuro optimista. Se escarba la intimidad familiar para entonces darse de cara contra la realidad. Pueda que similar consecuencia sea lo más valioso de Baronesa (2017) –cual fotógrafo, la directora registra el momento oportuno fabricándose por sí solo el clímax–, pero este filme brasileño tiene más que eso.
A diferencia del documental español, Antunes tiene esa mirada distante que, a pesar de la observación invasiva de la cámara, se percibe la atmósfera íntima. Las hermanas habitantes de una favela en Brasil pasan el rato, fabrican fantasías o deseos, educan a los pequeños, crean lazos de amistad. El estado de cordialidad es perenne. Nada perturba este cotidiano, salvo la propia realidad que las envuelve: una nueva lucha entre pandillas acontece en el alrededor. Aquí una de las perspectivas más estimulantes del filme. Antunes registra la angustia mediante esos instantes, por ejemplo, en que su protagonista principal se aísla del resto, o las voces de las mujeres se modulan en un tono extraño. Es una excitación muy opuesta a sus conversaciones subidas de tonos.
Está también el registro privilegiado de confesiones que merecen una atención social con urgencia, revelaciones que se manifiestan como algo esencial y cotidiano, y que arremetieron en el historial de las que hablan de forma prematura. Baronesa provoca un efecto que en principio es ameno y conmovedor, pero que a medida que avanza es estresante e inconcebible. De repente el luto se digiera como un cotidiano más, un mero símbolo que se cuelga (o se lleva) por un tiempo hasta que acontezca alguna otra tragedia. Por muy humanizado que sea el enfoque de este documental, se manifiesta un claro rasgo de deshumanización que se apropia de los que incluso no quieren estar ahí.

5 Festival Transcinema: Rey

Orllie-Antoine de Tonnens, ¿orate o referente emancipador? Rey (2017), de Niles Atallah, narra el juicio a De Tonnens y su posterior exilio del territorio chileno a mediados del siglo XIX. La historia de este ciudadano de origen francés, que ventiló ser descendiente de príncipes y posteriormente soñó con crear su propio reino en los territorios que un día fueron soberanía de las comunidades mapuches, inicia con él y su guía temporal testificando ante un tribunal. El extranjero es acusado de incitar a la sublevación e intentar crear un reino ficticio dentro del territorio chileno. Las declaraciones contrarias de los manifestantes recuerda a Rashomon (1950); diferente perspectiva para un mismo caso. ¿Quién dice la verdad?, es lo que menos desea responder Atallah. Sea cual sea la respuesta, la conclusión, e interés de este filme, será siempre el mismo: las comunidades mapuches viven un destierro en su propia tierra.
En pie de provocar esa transgresión histórica, Rey ejerce una transgresión visual. Apenas se revela un primer indicio de contradicción en los testimonios, el registro de la imagen comienza a sufrir cambios. Niles Atallah, así como Raya Martin lo hace en el último tramo de Independencia (2009), altera el registro visual con intención de dar marca de un acontecimiento que se ha preservado. El cine o, por ejemplo, el efecto de emulsión en un fotograma, como metáfora de una historia o evidencia vigente. A medida que el filme llega a su final, existe un recargo en ascenso de este quiebre visual. Posiblemente, un gesto por vulnerar la imagen como acto enérgico de denuncia, en contra de las decisiones políticas que arrastró a su protagonista a su propio declive e institucionalizó la relegación de toda una comunidad.

miércoles, 6 de diciembre de 2017

5 Festival Transcinema: In praise of Nothing

La “Nada” sale a la vida terrenal. Los humanos se embelesan por su sabiduría expresada por una verborrea poética satírica –tal vez porque les recuerda a una versión humana erudita que resume el dominio del saber de las ciencias clásicas y el de las redes sociales–. Pronto la “Nada” se pervierte, se humaniza, a consecuencia de su condición de rock star. Pueda que por eso no es gratuito que la voz en off de ese personaje incorpóreo sea Iggy Pop. La historia de In praise of Nothing (2017) es la corta gira de la “Nada” en la vida humana contada a modo de soliloquio.
Paralelo al discurso, vemos una serie de imágenes que podría interpretarse como un respaldo de la disertación del único orador. Es a través del juego de palabras envenenado de ironía que el director Boris Mitic pone en la mira al comportamiento humano. La “Nada” –personaje por excelencia para señalar y juzgar los yerros y debilidades de lo material– será centro de atención y estimulador de las debilidades de la humanidad. In praise of Nothing es una suerte de lección que mediante el regaño disipa reflexiones existenciales, respecto a la tradición y la rutina de lo humano.

5 Festival Transcinema: Mariana

En algún punto de la frontera entre Colombia y Venezuela, personajes merodean entre el paraje desolador, en donde realizan su rutina de contrabandistas, y de paso se mimetizan con el espacio de aire apátrida. Mariana (2017) se localiza entre el documental y una ficción plagada de tiempos muertos. El director Chris Gude desarrolla un concepto que me recuerda al de Sharunas Bartas; personajes desterrados asociados a un oficio ilegítimo, una especie de zombies tal vez fantaseando con hallar su lugar utópico, como la Gran Colombia, pero solo encontrándose con ruinas que gestan una metáfora de lo infecundo o no terrenal. Actualmente existe toda una producción sobre la enajenación territorial bajo similar modo de expresión espectral; desde Pedro Costa al cine de Lisandro Alonso, llegando a la reciente All cities of the north (2016), de Dane Komljen.

martes, 5 de diciembre de 2017

5 Festival Transcinema: Purge this land

Así como Did you wonder who fired the gun? (2017), el filme de Lee Anne Schmitt parece estar impulsado por una exigencia personal, a propósito que los suyos están (o estuvieron) implicados en un conflicto coyuntural e histórico. En el filme de Travis Wilkerson un familiar fue agresor, en el filme de Schmitt está el temor de que familiares sean posibles agredidos. En ambos casos, los directores deciden consultarle a la Historia, y es en su repaso al pasado que la nación o contexto del presente en el que se mueven rebela signos de que el racismo en EEUU es vigente, aunque expresos bajo mecanismos cautelosos. Purge this land (2017), al igual que Did you wonder..., es un documental que sigue un itinerario de ruta y –en menor proporción– de pesquisa; una visita a localidades en donde reinó el racismo. Se ejerce además una evocación oral de parte del director, la diferencia es que Schmitt alude a un pasado más lejano; tiempos en que la esclavitud fue un derecho del blanco, lo que gestó las insurrecciones más agresivas en la historia del país.
Es en su derrotero que Schmitt se va centrando en la historia de John Brown, un hombre blanco que antes de suceder la Guerra Civil había conducido a una serie de regimientos violentistas en pos de la abolición de la esclavitud. Una nueva similitud emparenta a Purge this land con el filme de Wilkerson. Los eventos históricos antirracistas, y todo lo que les concierne, son desmentidos o desestimados por la preservación histórica y las políticas del presente. Las inmediaciones en donde surgió la lucha por los derechos de igualdad racial acreditan vestigios carcomidos y desigualdad social. Lee Anne Schmitt mira con incertidumbre el panorama de su nación. De ahí por qué comparte su sueño en donde ve a su hijo ahogándose en su propia habitación. Durante su revisión histórica la directora cohabita con el desasosiego. Purge this land pueda ser visto como un gesto solidario, como el de Travis Wilkerson por acogerse a la moral antes que afilarse a la fantasía racial, como también pueda ser visto como un llamado radical, a propósito de John Brown, otro personaje solidario, aunque violentista.