martes, 20 de septiembre de 2022

Moonage Daydream

Lo mejor del documental de Brett Morgen es su edición. El poder visual y auditivo ejercido por el combinado de referentes al ídolo musical es un bombardeo a todos los sentidos. Ahora, lo interesante es que el ritmo del montaje no se queda en el mero deseo de crear una portada plástica o excéntrica. Es según la duración de los cortes, la línea temática de las imágenes que se convocan o las técnicas visuales adoptadas —desde sobreimpresiones hasta un estilo Stan Brakhage— que se define y respalda un imaginario específico dentro de todo ese escenario llamado David Bowie. Y es que existe un Bowie en modo Ziggy Stardust, según una década o su lugar de residencia. Es por esa razón que la edición es más radical durante toda la década de los 70, una pauta que más bien se calma a su ingreso en los 80. En esta temporada el montaje es más convencional o menos retador a la sensibilidad del espectador. Entonces, lo que acabo de mencionar es básicamente lo que por entonces sucedía con la ruta creativa de Bowie. Moonage Daydream (2022) habla del artista británico a través de metrajes encontrados, fotografías, audio entrevistas, pinturas y el carácter de la edición. Este todo es el que define una cronología, modela los conceptos y encadena una diversidad de patrones proyectadas por un individuo que es el origen de un multiverso.

Además de ser un lienzo en blanco, Bowie puede ser interpretado como un ser que salta universo tras universo, viaja en su nave espacial a épocas distintas y las “todavía no inventadas”, se adapta a ellas para luego poner en marcha la razón de su travesía. Es un destinado a producir en base a su experiencia dentro de ese nuevo hábitat. Este impulso lo ha convertido en un sujeto atemporal, camaleónico, aunque definible en temporadas o ámbitos puntuales. Existe un Bowie para cada universo, lugar o tiempo; muy a pesar, eso no significa que estamos tratando con diferentes personas. Bien nos ha instruido el MCU el concepto del multiverso. Misma persona, diferente representación, ello producto de un imaginario distinto. Eso es Bowie, aunque no siempre sus imágenes fueron producto o síntoma de su alrededor. Para su época máxima, los 70, la música de Bowie fue una expresión interna, mas no externa. Fue internamente en donde creaba una o varias realidades. Desde un punto artístico, es un reto a la mímesis dado que se cancela el acto en donde el creador se inspira de algo real, concreto o preconcebido. Pero, claro, es un punto de vista muy romántico o iluso la idea de crear de la nada. El hecho es que Bowie rompió esquemas, transgredió, fue rebelde e inconformista. Ya después, sucedió todo lo contrario.

Ciertamente sería un tanto injusto e irreflexivo calificar a Bowie como un teórico contradiciendo su propia teoría. Es decir, su idea de eterno transgresor en algún momento lo hubiera encasillado a ese trono de la complacencia que tanto había evitado. Ese es el destino trágico y paradójico de los revolucionarios. Luego de alcanzar el podio no queda más que la estabilidad o lo equivalente a un descenso creativo según cualquier espíritu artístico. A eso suma el reconocimiento a un universo del que sí o sí su nave tenía que descender en algún momento. Los fans de Ziggy lo llamaron entonces otra víctima de la industria comercial. Mientras tanto, para Bowie era la expedición a un nuevo territorio que hasta ese momento no había pisado y, por tanto, le complacía experimentar. Bowie aprendió a correr cuando todavía no sabía caminar, así que entonces tuvo que aprender a caminar cuando ya sabía correr. Bowie nunca había dejado de ser un inconformista, otra cosa es que se sintió vacío en ese territorio que implicaba llevar una rutina adecuada a la demanda del planeta al que había llegado. Para comprender mejor las cosas, me pongo a pensar en The Man Who Fell to Earth (1976), debut actoral de Bowie en el cine. En esta película de Nicolas Roeg, el cantante interpreta a un extraterrestre que llega a la Tierra para hallar recursos que puedan salvar a su planeta originario. El hecho es que le gusta la vida de los humanos. Se conforma, se aliena, se olvida de su propósito. Es el inverso del ser espacial de The Day the Earth Stood Still (1951).

En The Man Who Fell to Earth, Bowie es absorbido por una coyuntura tan persuasiva como la de los 80. Le gusta, pero a medida que adopta las costumbres de ese mundo ajeno se va degradando. El enclaustramiento es significativo. Hay un colapso existencial, desmotivación general, un rechazo por todo y solo queda la consumación. Era una película de mediado de los 70, premonitoria para el Bowie de los 80, una suerte de advertencia contra los efectos de los circuitos o planetas específicos que podían vulnerar su esencia emancipadora. De ahí por qué en ese instante el documental de Brett Morgen parece menos impresionante, luego se vuelve depresivo, aislado de lo que habíamos visto antes de eso. Es la indagación a otra etapa en la vida de David Bowie, un conflicto similar a The Man Who Fell to Earth, solo que aquí el protagonista logra recordar su finalidad o motivación básica, lo que lo ayuda a reorientar sus conceptos y no regresar a estos, porque la idea no es retornar a Ziggy, sino seguir el viaje con una nueva experiencia encima. Moonage Daydream (2022) resulta más apasionante si se le mira como la línea de aprendizaje de un héroe que reconoce la gloria y después se aproxima a un descenso producto de un conflicto interior, un drama mediado por los choques entre su ideología y las circunstancias. Claro que no habrá aquí una deriva trágica, sino la superación y retorno triunfal al Olimpo, aunque bajo una forma distinta, pues ya no personifica al mismo, aunque sigue siendo él mismo.

viernes, 16 de septiembre de 2022

Bárbaro

Recién llegada de Detroit, Tess (Georgina Campbell) se da con la sorpresa que el cuarto que reservó por línea ya está ocupado por otro huésped. Este descubrimiento no tiene nada que ver con un efecto paranormal. Se podría decir que es más bien una pesadilla recurrente para todo usuario que en algún momento ha hecho un alquiler de cuarto por Airbnb. Nada más terrorífico que encontrar a otra persona en una habitación que creías desocupada y que para colmo ya te lo facturaron. Barbarian (2022) se abre de esta manera. La película de Zach Cregger juega con esos temores cotidianos enfocados a aquellos que se relacionan a invadir tu “espacio”, no necesariamente tu territorio legal o rentado, sino también físico. Para cuando Tess logra familiarizar con Keith (Bill Skarsgard), ese roomie inesperado, entonces comienzan a charlar abiertamente sobre sus prejuicios frente a situaciones como la que acaban de vivir. Temas como el acoso, el qué harías o cómo reaccionarías “desde tu posición de mujer o de hombre”. Entonces un momento divertidamente anecdótico, se interpreta también como un instante de confesión, reflexivo y, por tanto, serio. La historia promueve así una introducción en donde se nos hace un panorama a una sociedad siempre en guardia, en constante expectativa hacia lo que piensa y hace el/la otro(a).

Ya más adelante, veremos un caso aún más extremo, también inspirado en hechos y situaciones reales que despiertan debates internos relacionados a temas coyunturales como víctimas perdiendo el miedo ante una tradición insidiosa, la victimización como nueva modalidad para la difamación o el cinismo que abraza una falsa mea culpa. El personaje que es la raíz de este conflicto es definitivamente ese otro monstruo de la trama, uno inmediato a nuestro presente, versión actualizada de ese grotesco y maligno invasor, el gran monstruo del relato, que consecuencia de sus viejos pecados provocó un impacto o giro de trama en la vida de esos huéspedes de un vecindario carcomido tiempo atrás por un ciclón económico y social que también generó en mayor amplitud el deceso de muchos ciudadanos. Barbarian es como una caja china de problemas que han y siguen azotando a la sociedad estadounidense, solo que sus agresores y sus dinámicas han asumido nuevos rostros o modos de operación. Cregger asume un claro perfil comprometido a partir de la insinuación. Obliga a dos desconocidos de sexos opuestos a dormir bajo un techo, confronta el lado opulento y el abandonado de Detroit, pone como único habitante de ese pueblo fantasma a un afroamericano. “Ese mal no me ha sacado de mi casa”; parece decir este. Es un repaso a la crisis industrial, el apartheid racial y la violencia de género perennes en esa y tantas otras naciones.
Pero vamos a la otra comidilla de la película, aquello que suelta las riendas de la crítica social y abraza fuerte al género de terror. Barbarian es una película inspirada en pueblos fantasmas, casas malditas, sótanos que cuentan una historia trágica del que ya nadie habla porque ya casi nadie existe. Es además como un mito que ha poseído a ese domicilio y provocado una gangrena en todo su alrededor. A propósito de lo pretérito, es interesante cómo Cregger genera un flashback a fin de crear una dialéctica entre un antes y un después. No hubo necesidad de hacer una precuela para ello. Es a raíz de esta que se descubre la fantasía terrorífica de secuestradores que toman como principal fuerte la parte baja de su casa, una suerte de caverna o catacumba en donde se ha engendrado una criatura contra natura. Se suman así otros tópicos del terror: asesinos seriales, seres atrofiados, maternidades irrisorias, casi extravagantes. Zach Cregger tiene esta habilidad para crear un vaivén de situaciones y sensibilidades. Pasa de lo reflexivo a lo burlón, habla de la coyuntura y luego de lo que sucedió hace décadas, sugiere una historia fantasmal para luego descubrir una menos ficcional. Aunque se exhiban varias convenciones, este fraccionamiento hace que en sumatoria Barbarian sea ágil y entretenida.

Dos estaciones

Actualmente, se encuentra proyectando en salas alternativas de EEUU esta notable película mexicana que obtuvo un reconocimiento del jurado en la reciente edición del Festival de Sundance. Para no perderla de vista.

Una película que encierra muchas bondades que, ciertamente, se expresan con sobriedad, sin generar ruido, pero sí mucho eco. El director Juan Pablo González representa la fractura de un próspero ambiente y, a su vez, la próxima doblegación de su matrona a cargo. María (Teresa Sánchez) es la heredera de una fábrica de tequila en Los Altos de Jalisco, mujer cuya sola presencia infunde respeto. Definitivamente, aquí hay una valoración compartida. La firmeza y parquedad de sus palabras incitan a ese juicio, pero además sus facciones masculinizadas refuerzan esa percepción. Esto último, no puede dejar de ser significativo tomando en cuenta el contexto en donde se sitúa esta empresaria, lugar que tradicionalmente subestima al género femenino y sus dotes de mando. La sola idea de que María está al cargo de un extenso territorio ya la identifica como una transgresora y, por tanto, digna de ser admirada. Claro que no deja de rondar la idea sobre qué tanto influenció ese filtro masculino en ese sentido de admiración que sus auxiliares le tienen. Lo cierto es que ese todo no deja de empoderar o reflejar el valor del establecimiento. Se siembra así la idea de que este negocio de tequila no dejará de andar mientras que María no lo suelte de sus riendas.

Por tanto, Dos estaciones, en principio, nos presenta el vigor y prosperidad de una fábrica de licor. No es gratuito que como introducción González nos obligue a hacer un tour por sus inmediaciones. Vemos en plano general la inmensidad de sus máquinas, un primer plano a cómo se pone en marcha el vigor maquinal, así como la actividad de la mano de obra, la cual trabaja a la par de los motores. Es la contemplación a un ritual laboral entre la humanidad y la máquina, un engrane sincrónico como los que Serguéi Eisenstein o el Modern Times (1936), de Charles Chaplin, nos ayudaron a percibir. Claro que aquí no hay un sentido de generar crítica a un bloque explotador. Aquí más bien sucede todo lo contrario. Hay una armonía laboral entre los empleados y su alrededor, incluyendo la patrona, quien no deja de ser presencia esencial dentro de este recorrido. Su mirada, voz y pasos trabajan, direccionan, inspeccionan, organiza y asigna. Como punto final de este recorrido, vemos a María en solitario frente a unas botellas examinando su producción. Es la evidencia de un gesto de inconformidad, un compromiso para con lo que se hace. Todo ello es lo que conlleva el reconocimiento de una gloria. Ese trayecto se renueva para cuando una nueva empleada llega a la fábrica, mujer que se convertirá en nueva pieza para que esta gran máquina pueda superarse.

A propósito de ese encuentro, es que no pasa desapercibida la interacción que surge entre María y la recién llegada. Es con la inclusión de esta última que se activa una personalidad no ahondada y apenas sugerida de la dueña de la empresa. Si bien parece repetirse esa excursión a la fábrica, ésta ya no apunta tanto a un acto de ayudar a reconocer el espacio laboral, sino se desvía a un gesto de fanfarronería. María muestra el lugar para orientar a la nueva empleada y de paso no deja de presumir. Es por esta razón que el recorrido se extiende hacia otras locaciones fuera de la fábrica: un paseo por las plantaciones de café, a una fiesta patronal o en una camioneta. Es el equivalente a una danza de apareamiento, una forma de enamoramiento rudimentario, aunque un idioma tal vez habitual para ese contexto agreste y ocasionalmente hostil. María, desde su rol de mujer fuerte, piropea, bromea, baila, sacude el polvo como si quisiera agitar su majestuoso plumaje a fin de impresionar a la joven. Es la profundización de uno de los perfiles de la dueña, el cual descubre su lado extrovertido, pero también expone su lado frágil. Esto no solo enriquece a la trama, sino que además servirá de preámbulo para el conflicto de la película.

Dos estaciones es la historia de un desbalance o fractura que incluso antes de que la nueva empleada llegara ya se había percibido. “Pinches gringos”; farfulla María cierta ocasión en que desea cuadrar su camioneta en el estacionamiento de una tienda cercana. No solo es la situación fortuita, es también la descripción de ese incidente. Posiblemente, lo que le incomoda a María no solo es la obstrucción de la camioneta de su competencia. Es además la forma en que esta se ha estacionado o las dimensiones del vehículo. En un solo encuentro, percibimos dos molestias o aventajamientos que María reconoce en ese extranjero al que automáticamente define como invasor. He ahí una guerra que pasa desapercibida inicialmente, aquella que ha puesto en aprietos no solo a su negocio, sino al de muchos otros productores de tequila oriundos del lugar. En consecuencia, capaz somos testigos de un ocaso. Pueda que sea el fin de una gloria y el principio de una actitud derrotista por parte de la matrona. Todo surge con sigilo. Era una tempestad impredecible, posible de frenar su bravura si se anticipada, pero no reversible. En relación, Juan Pablo González asocia la lógica de la naturaleza a este conflicto mediante su impresionante explotación a la luz artificial. Dos estaciones tiene una dirección de fotografía prodigiosa y vaticinadora. Es junto con la gran actuación de su protagonista y el trayecto de la trama otro de los factores que alimenta con disimulo una atmósfera desmoralizante.

miércoles, 14 de septiembre de 2022

TIFF 22: Walk Up (Special Presentations)

Un punto de inflexión en la filmografía de Hong Sang-soo se revela en esta película. No es difícil reconocer las constantes del director en Walk Up (2022), sin embargo, son detalles los que parecen manifestar que el surgimiento de un efecto cambiante la distingue del resto. En esta historia retorna un nuevo alter ego protagonizado por su actor fetiche Kwon Hae-hyo, una vez más, interpretando a un laureado director de cine divorciado y provocando mucha atracción entre las mujeres. Este arriba junto a su hija al edificio de una vieja amiga con el fin de introducir a la primera al negocio de la segunda, el diseño de interiores. Aquí un detalle importante y ya recurrente en los personajes masculinos de Hong. Lo que acontece en este caso es un acto de saldar la deuda en un solo tiro. El protagonista no ve desde hace muchos a ambas mujeres. De pronto, el diseño de interiores se convierte en su motivo para saldar su ausencia en un solo encuentro. Ya después veremos cómo este luego de hacer su labor benefactora del día quita cuerpo para concentrarse en lo suyo. Hong siempre retratando a una masculinidad ingrata, esta vez en dos niveles, aunque sin contar con esas otras faltas que las mujeres mencionarán más adelante entre copas.

Pero esta es una película sobre pisos, niveles, etapas y de paso de intromisiones, algo que desde el principio ya se perfila. La anfitriona y dueña del edificio como bienvenida a los recién llegados les ofrecerá un recorrido de manera ascendente. Es casi como un paseo en un museo, incluyendo rótulos, los cuales la dueña dicta a manera de ir dando detalles sobre quién o cómo viven sus inquilinos. Seguido es que inician las típicas elipsis del cine de Hong. Walk Up se convierte así en una película en donde la historia —luego de su introducción— inicia desde las afueras del edificio hasta el último nivel de este. Cada ocupación de piso es una temporada distinta y, de igual forma, es un momento en particular del personaje de Kwon asumiendo un año sabático. Aunque no lo mencione, este argumento que acontece en una sola locación, entre cuartos apretados y las visitas indiscretas de la casamentera, nos retraen a la realidad pandémica. El encierro, la soledad o la depresión gravitan en la vida de este director que vive un descanso forzoso. Ahora, si bien la mudanza del protagonista es de manera vertical, esta tiene una interpretación casi cíclica. Es decir; a medida que el director ascienda espacialmente su vida reconocerá un colapso y como todo efecto cíclico su ascenso al piso tope equivaldrá a un reposicionamiento de su gloria.
Entonces, se sobreentiende que el piso de en medio es el más difícil, el momento más crítico para el protagonista de Hong. Lo entiendo como el punto pico de la pandemia, ese instante en que la sensibilidad social está en su máxima, librada de egoísmo, dispuesta a abrazar lo que no apreció habitualmente o a soñar con una rutina inconcebible en los tiempos de normalidad. Eso es prácticamente lo que sucede con el personaje de esta historia cuando decide aferrarse entre las sábanas y clama por un poco de amor compasivo ante tanta abstinencia creativa. Se ha frenado además su deseo de comer. ¿Es en serio? Un personaje de Hong que no tiene apetito es casi irreal. Eso no es normal. Estamos ante una situación en crisis en donde, provisionalmente, el alter ego del surcoreano ha dejado de ser él mismo producto de la privación pública, esa plaza en donde sí es él. Walk Up reconoce su conflicto en los instantes en que se expresan acciones sintomáticas, personas que no comen, que no tienen en claro qué oficio asumir o simplemente no hacen más que meterse en la vida del resto al abrir correspondencias ajenas o husmear en sus intimidades. Lo cierto es que poco a poco las cosas van tomando su orden producto del subir. Hong Sang-soo nos presenta una película en donde la crisis se reconoce como un puente que se debe cruzar para llegar al punto inicial y gozar nuevamente de esos placeres mundanos, costosos, superfluos, pero que, ciertamente, son necesarios para un estímulo personal y creativo.

lunes, 12 de septiembre de 2022

TIFF 22: La jauría (Contemporary World Cinema)

Existe un claro contraste entre las dos primeras secuencias de esta película. Transitar de una circunstancia violenta a un ritual de relajación como método para rehabilitar a un grupo de menores aislados de la sociedad, ya predice una iniciativa asociada a un criterio utópico. La jauría (2022), ópera prima del colombiano Andrés Ramírez Pulido, nos cuenta la historia de Eliú (Jhojan Estiven Jimenez), uno de los reclusos de una cárcel juvenil experimental que a primera vista manifiesta una serie de negligencias ejecutadas por sus promotores. Al igual que muchos dramas carcelarios, el director hace un cuestionamiento a los protocolos penitenciarios a manera de llegar a alguno de los razonamientos de por qué la delincuencia se preserva en lugar de reducirse. La rutina de estos reclusos se divide pues entre la erradicación de una ira amasada por años y el castigo físico y mental que no hace más que alimentar el enojo y de paso suprimir lo aprendido en sus momentos de reformación. Es decir; estamos ante un sistema que ejecuta métodos contradictorios. Ahora, no deja de ser importante reconocer quién adiestra o agrede en este escenario y, adicionalmente, dónde se encuentra ese administrador o velador del recinto. Como todo órgano público, la desorganización es estructural.

Basta con identificar los precedentes del agente reformador de este ambiente penitenciario para confirmar lo inefectivo que ha venido siendo el intento por frenar la violencia. Y es que los orígenes de esta radican de algo muy complejo y arraigado a las personas que la expresan. No se trata de un factor de personalidad. El ánimo de agresividad y autodestrucción de esta generación de encarcelados es producto de un síntoma social. Analizar su procedencia es sentarse a contemplar las tradiciones venéreas de una comunidad que persuade a sus hijos a acudir a las drogas o al atropello físico como forma de escape. La jauría es el retrato de un grupo de muchachos que han sido contaminados por la rabia social y no hacen más que escapar de esta por medio de los caminos incorrectos o simplemente deciden abrirse paso a golpes de esa violencia que les tocó vivir desde el nido familiar. La historia de Eliú, por su parte, se convierte en un toque de fondo, el punto crítico arrastrado por esa rabia o ceguera ante tanto coraje de soportar el castigo. Lastimosamente, ese sufrimiento se renueva dentro del espacio de rehabilitación. Lo cierto es que Eliú parece indiferente ante la emulación del sufrimiento. Mientras que todo el grupo expresa abiertamente una disconformidad ante el sistema, él mira al vacío como aguardando a desaparecer.
Ramírez Pulido, a partir de su protagonista, expone un ejemplo en donde la rehabilitación es innecesaria. Luego de perpetrar un crimen, Eliú parece haber erradicado su rabia. Es como si no más sintiera resentimiento hacia los demás o ganas de destruirse. Quedan entonces dos caminos: consumirse ante la vigilancia de sus nuevos verdugos o replantear su identidad. Una vez más, la utopía resuena. Eso último resulta una posibilidad tan efímera como el mantra del gurú de esta cárcel o la resurrección de un muerto al que se le ha visto comiendo helado en un pueblo lejano. La jauría tiene momentos mágicos. Son instantes que de hecho son producto de la alucinación y nada tiene que ver como lo mágico-religioso, pero que de igual manera no dejan de tener un significado desde la mirada de quien lo fabrica o lo imagina. Eliú comienza a fabricar sus utopías, a ver cosas que ya no existen. ¿Es acaso la misma locura que heredaron tantos aventureros al introducirse en la profundidad de la selva, esa misma en donde se cobija el reclusorio de Eliú? Andrés Ramírez Pulido dispone más bien la alucinación como medio de curación. Lo utópico o imposible para su protagonista será equivalente a su mantra, una terapia que finalmente lo liberará de su vida anterior después de haber aniquilado toda la rabia que traía consigo.

TIFF 22: La hija de todas las rabias (Discovery)

La ópera prima de Laura Baumeister abre con un terrible cuadro. Unos niños hacen un macabro hallazgo en el vertedero en donde se pugnan por la basura “seleccionada”. Es mucho para una sola toma. No han pasado ni cinco minutos y ya tenemos un escenario paupérrimo, abstemio de sensibilidad y que además explota a sus niños, quienes, a pesar de su edad, son los que expresan ese perfil indolente al hacer bromas con el vestigio que acaban de descubrir. Estamos tal vez ante una generación que ha extraviado su inocencia por anticipado. La hija de todas las rabias (2022) es un drama social contemplado desde una mirada infantil. Con esto ya podemos medir qué tan lamentable puede ser esta experiencia a propósito de esa dura convivencia que el neorrealismo italiano nos ha inculcado décadas atrás. Sucede que siempre el (des)encuentro entre lo marginal y la infancia ha gestado un plus dramático producto de una reacción compasiva hacia la fragilidad de los protagonistas. Incluso en la trágica Los olvidados (1950), por inalcanzable que sea hallar una solución ante el enorme problema social producto de una arraigada barbarie, algunos de sus personajes expresan instantes de ternura y humanidad. Claro que este filme nicaragüense no provoca el nivel de impotencia o expira el estado de villanía de la película de Luis Buñuel, sin embargo, eso no la convierte en menos alarmante o realista.

La hija de todas las rabias se concentra en seguir el trayecto de una niña no mayor de diez años. Ella vive en las inmediaciones del vertedero ubicado en la capital de Nicaragua, Managua. Su rutina se reparte entre buscar basura para que su madre pueda reciclarla y jugar con los nuevos cachorritos de su perra, a pesar de que su progenitora le prohibió tocara la “mercancía”. A propósito, es que se descubren dos convivencias que parecen describir y a la vez contradecir la naturaleza de este ámbito. Tenemos el inhumano oficio de la niña y el cálido cuidado que le da a sus cachorros, así como el trato de la madre hacia la hija, en donde la mayor combina un paternalismo negligente con uno afectivo. Este espacio es humanitario dentro de sus posibilidades. De pronto, la explotación infantil, al menos en estas circunstancias, es un gesto de resiliencia. Estamos ante uno de los tantos casos de familias desafortunadas encontrando la forma de poder sobrevivir el día a día en un territorio desigual, sea producto de la brecha social o del abandono estatal. Lo que le sucede a la pequeña protagonista, es un drama cotidiano en la Latinoamérica de los pobres. Claro que ese es solo la antesala al drama de María (Ara Alejandra Medal), quien, literal, se convertirá en “la hija de todas las rabias”. Y es que, si bien Baumeister centra su atención en la menor, al alrededor gravita otra serie de conflictos síntoma de una situación coyuntural —porque la miseria no es reciente, sino una tradición en ese lugar/continente—.
En paralelo al drama que va viviendo María, ya experimentando otra escala como víctima de la pobreza, vamos reconociendo una ciudad en estado de guerra. Las protestas sociales son también ese otro cotidiano en Nicaragua. Más que una mirada a ese problema es una mención sin necesidad de detenerse a reconocer la razón o la envergadura de este. La hija de todas las rabias funciona además como un radar a la realidad del país. De pronto resulta significativo no puntualizar o referirse mucho a un escenario en donde son habituales los actos de represión contra la libertad de expresión. Sin anexar mucho, esta historia deja en claro el estado de insurgencia y desesperanza que se vive a diario, y es en ese estado de emergencia que los más frágiles son los destinados a ser absorbidos por un sendero trágico o no gozar de un derecho a la indemnización. La hija de todas las rabias, así como tantas películas en donde la infancia colisiona contra un estado bárbaro, la fantasía se convierte en un medio de escape o herramienta reparadora para que los menores puedan aprender a fuerza a digerir eso que resulta incompresible para su sensibilidad. Ahí están películas como El laberinto del fauno (2006) o Un monstruo viene a verme (2016), historias en donde niños enfrentan conflictos que sus razonamientos no deberían asimilar, pero que lastimosamente sus circunstancias se los exige, siendo la fantasía mediadora para entender eso que los adultos no son capaces de comunicarles.

sábado, 10 de septiembre de 2022

TIFF 22: Fogo Fátuo (Wavelengths)

Es el año 2069. Se asumiría como un año al azar, pero viniendo la referencia de Joao Pedro Rodrigues ese número ya se convierte en algo sugerente. Entonces, decíamos que era el 2069. Un rey se encuentra en su lecho de muerte. Mientras que fuera de su habitación sus súbditos programan la cobertura de prensa de su próxima muerte y especulan la repartición de sus bienes, dentro del cuarto un pequeño, tal vez uno de sus próximos herederos al trono, le recuerda al anciano una canción que revivió sus tiempos de juventud para cuando se le metió el bicho de querer ser bombero. Fogo Fátuo (2022) transita por la comedia satírica, el musical y la fantasía queer —este último un tópico básico en la filmografía del portugués— para crear un panorama sobre el conflicto de identidad que posiblemente muchos portugueses cargan. Afonso (André Cabral) es el protagonista de esta historia. Lo vemos muriendo, pero comenzamos a conocerlo en su juventud, por entonces, aspirante a heredero de la corona, aunque desapegado de las banalidades e incongruencias que expide su mundano e irreflexivo linaje. El solo hecho de querer aventurarse a un oficio como servidor público ya lo describe como un transgresor, aunque no necesariamente un emancipado de su círculo.

Pedro Rodrigues parece inspirarse de comedias enlatadas de Hollywood sobre príncipes codeándose con el pueblo para generar urticarias a sus mayores. Lo cierto es que este no es un reconocimiento social o intercambio ideológico, es más bien un acercamiento físico-sexual. El compromiso hacia la defensa de la naturaleza azotada por el calentamiento global que en principio atrajo al mozuelo se despista para luego prestar más interés a los cuerpos de los bomberos, sobre cómo sus corporalidades son medio de revolución contra su estirpe y de paso son fuente de alegoría artística —interesante forma de ver qué tan homoerótica es la cultura occidental—. Pier Paolo Pasolini diría: “Afonso ha dejado de ser burgués para ser un inconformista, y no hay nada mejor que la homosexualidad para empezar a explorar ese terreno”. Entonces toma por amante a no cualquiera, sino a alguien de una “raza” distinta. Fogo Fátuo, como toda película de Pasolini, le propone la guerra ideológica a esa comunidad que ha descompuesto la identidad nacional y para ello le siembra una serie de provocaciones. No hay duda de que Joao Pedro Rodrigues no tiene delicadeza para restregarle a la herencia colonialista sus represiones y negligencias, y de paso le sigue abriendo camino y diversidad de expresión a su universo homoerótico.

TIFF 22: Valeria is Getting Married (Contemporary World Cinema)

Una película breve, aunque efectiva, que combina los tópicos de la fantasía del matrimonio y la inmigración forzosa. Valeria (Dasha Tvoronovich) acaba de llegar a Israel para casarse con su cibernovio a quien conoció por medio del esposo de su hermana, otra ucraniana que también se casó bajo esa modalidad. Valeria is Getting Married (2022) manifiesta un estado de ánimo inquietante. A inicio de la película, cuando ni si quiera tenemos en claro con quienes estamos tratando, una banda sonora tensa resuena en nuestros oídos. Hasta ese momento parece que nos enfrentamos a un thriller o algo más siniestro. Ya para cuando conocemos a los personajes, diríamos que tratamos con una situación no tan dramática; muy a pesar, la sospecha ha sido implantada. La música ha encendido una serie de prejuicios que deviene de las tradiciones matrimoniales en Israel. Para mayor conocimiento, ahí están películas como Late Marriage (2001) y Gett, the Trial of Viviane Amsalem (2014). Sucede también que ese comportamiento forzado de la hermana de Valeria hacia su esposo parece advertirnos que el nido de amor no es tan cálido después de todo. Dada las circunstancias, se entiende el esfuerzo de la mujer debido a que su hermana menor está a un paso de asumir ese mismo rol que bien podría derivarla a una vida asociada a la conformidad.

La directora Michal Vinik nos adentra a una historia sobre mujeres que deciden escapar de su país y como saldo deberán sacrificar cualquier idea romántica sobre el matrimonio o el gozo del pleno derecho, tomando en cuenta que en su calidad de migrante deberá cumplir con un plazo de espera para ser ciudadana y que el solo hecho de ser mujer la pondría en desventaja respecto a una sociedad tradicionalmente patriarcal. Es decir; además de obligarse a querer a un desconocido, Valeria tendrá que sobrevivir a una brecha social y de género. Aunque insensible, resulta entonces oportuna esa broma de una persona cuando se refiere a que Valeria siempre podría asumir el destino final de Anna Karenina si en caso su acuerdo matrimonial no fuera como lo esperase. Valeria is Getting Married es una lectura tolstoyana moderna, en donde las mujeres ya no piensan en la seguridad económica, sino en su seguridad como ciudadanas. Actualmente, Ucrania vive una guerra, pero ya desde hace años ese país ha vivido una guerra interna consecuencia de un partidismo de identidades nacionales. Eso provocó en dicha nación un conflicto interno que llevó a un derrocamiento y luego rezagos de enfrentamientos políticos. En tanto, de ser el caso, resultaría comprensiva la desesperación de Valeria.
Ahora, lo interesante de la película es que Vinik no opta por una explosión de emociones. La presencia de Valeria en Israel es resultante de un razonamiento que queda para la imaginación. Si ella está ahí para estar más cerca de su hermana, querer romper lazos con un país en conflicto o en busca de una salida que la aventaje de la realidad que le espera en su terruño no lo sabremos con exactitud. Lo único certero es que ella está ahí no por discernimiento propio, sino por “algo” que la forzó a llegar hasta ese punto. Ahora, podríamos especular que su acción fuera el síntoma de una operación que se está convirtiendo en una tradición, algo recurrente en mujeres de su país y que, obviamente, del otro lado, se ha convertido en una situación a la que se le puede sacar provecho financiero. Estamos ante un caso sobre cómo el sentimiento se ha convertido en fuente de lucro. Valeria is Getting Married, sin necesidad de complejizar la naturaleza de sus personajes, es lograda por el solo conflicto que propone. Este genera drama, pero también instantes de comedia. Michal Vinik tal vez asume esa trascendencia del síndrome de Anna Karenina como una situación entre divertida y absurda —como quedarse encerrado en un baño mientras el novio espera afuera—, pero que no deja de ser real y alarmante.

TIFF 22: Leonor Will Never Die (Midnight Madness)

Leonor (Sheila Francisco) es una vieja gloria del cine de acción filipino que sueña con algún día acabar un guion que dejó a medias. Mientras la jubilada está encerrada en sus fantasías, su hijo no deja de resondrarla por andar de despistada con algunos deberes de la casa. Es así como estos dos personajes siguen su rutina habitual; una completando mentalmente su película y el otro refunfuñando de su madre. Ah, y hay un fantasma juguetón merodeando por la casa. Leonor Will Never Die (2022) pinta de principio como una película que tendrá varias notas de disparate. La directora Martika Ramirez combina un universo real con otro ficticio, pero lo curioso es que la misma realidad está invadida por un elemento ficticio. A propósito, no muy lejos de ese territorio, específicamente en Tailandia, Apichatpong Weerasethakul también ha imaginado historias “reales” en donde los fantasmas son materia cotidiana para los ciudadanos de su nación. El convivir con algún espíritu puede ser tan normal como quien te das una vuelta a comprar leche. Claro que Ramirez con ello no pretende invocar a los fantasmas para hacer su propia lectura sobre una nación aferrada a la memoria tal como apunta el tailandés. Lo que la directora pretende referir es una demanda más personal.

Tenemos entonces a Leonor fantaseando con que esa última película suya pueda existir. Ella no deja de concretar los diálogos de sus personajes, imaginarse los planos que usaría. Es como si en su cabeza estuviera sucediendo la proyección de su película. Es decir, la experiencia de la creación es posible cada que Leonor se despega de su realidad. Si no fuera por la intromisión de su hijo, Leonor tal vez ya hubiera terminado de realizar mentalmente su película. Si tan solo la realidad dejara de ser tan entrometida. Si tan solo viviera en la ficción, el único lugar en donde la ficción misma es posible concretarse. Esa es más o menos la jugada que propone Leonor Will Never Die. Ramirez se compadece de su colega y la pone en estado de coma. Leonor no estará en la ficción, pero al menos el terreno del sueño es lo más cercano a ello, lugar en donde la anciana podrá seguir inventando su película con tranquilidad. Es un argumento feliz para la protagonista, pero no olvidemos que no es la única. Dicho acontecimiento provoca un conflicto aparte, la del hijo afligido por el estado de su madre y, luego, su mea culpa en referencia a que hasta ese momento solo había sido agente obstructor de la última obra o último deseo de su madre.
Se emprende así dos relatos en paralelo. Mientras que Leonor sigue complementado su película desde el terreno de lo onírico, el hijo verá la forma de que alguien pueda terminar el guion que su madre dejó. Suceden cosas extravagantes consecuencia de ello. Aunque a simple vista puede que la película asuma una deriva predecible, no deja de ser atractiva la idea de que por un lado se descubre un argumento metaficcional y por otro se construye un homenaje prematuro. Ambos casos de alguna forma le rinden culto a una afición. Pero no nos olvidemos de un personaje elemental: el fantasma. Esa “presencia” que de hecho ya nos anticipaba lo que se traía entre manos la autora de esta emotiva representación. Leonor Will Never Die alcanza su punto más alto para cuando la película está por terminar. Un testimonio nos hace recordar que todo lo representado en la pantalla siempre es un proceso ficcional con una motivación predefinida, y eso convierte al cine en un escenario que constantemente hace tributo a lo real. Es el instante más metaficcional de la ópera prima de Martika Ramirez, quien hace la representación de un homenaje a modo de homenaje. De la forma cómo se aprecie, aquí siempre la ficción toma las riendas y se le rinde culto a lo real.

TIFF 22: Le lycéen (Contemporary World Cinema)

La rutina de un adolescente asume un vuelco emocional luego de un fatídico evento. En Le lycéen (2022), Christophe Honoré se inspira en sus vivencias personales para descubrirnos el duro proceso de asimilación ante la muerte de un ser querido para una persona en plena formación de su identidad. Lucas (Paul Kircher) está en su último año de secundaria y ya tiene expectativas para su futuro. Estamos ante el ejemplo de un adolescente abierto a las nuevas experiencias, desasociado de las etiquetas o cualquier rastro de conformismo u arraigo. Esto no resultaría peligroso de no ser por el advenimiento de la trágica muerte de su padre —significativamente encarnado por el mismo director—. Entonces, es frente a esa situación que dicha personalidad se torna peligrosa. De pronto, lo que en una circunstancia habitual resultaría ser un comportamiento que expresa vitalidad, en un ambiente funesto se torna un efecto autodestructivo. Se reconoce así la historia de un adolescente que ha perdido su brújula en todo ámbito. El problema es que es casi imposible percibir ese conflicto interno dado su antecedente de persona impetuosa, carácter muy propio de su edad. Lucas es una bomba de tiempo que sonríe por fuera, pero por dentro está gritando.

En ese sentido, Honoré extermina alguna idea de recrear un coming-of-age, etapa apropiada para este estudiante a vísperas de concluir la escuela secundaria. Sucede que cualquier iniciativa o esperanza de madurez en el protagonista se ve frustrada consecuencia de la obstrucción personal. Lucas es como un proyectil imparable que reacciona por inercia. A donde va o con quien se cruza, va provocando daño hacia él mismo y hacia los demás, y es en ese trayecto que hay una imposibilidad de reflexión, no hay consciencia o derecho a redimir eso que hace por impulso. Lucas no aprende, aunque tampoco desaprende. Se encuentra en un estado de anulación, en un piloto automático. Todo ello se descubre en un escenario invernal, en gran parte, en una París que el chico reconoce por primera vez, pero que, curiosamente, no manifiesta en él una embriaguez estimulada por esa fantasía tradicional que representa la ciudad. A los ojos de Lucas, esta es una París sin magia, sin personalidad, un lugar que podría ser cualquier otro. Es prácticamente una referencia similar a la que experimentan los derroteros de migrantes recién llegados a ese “lugar de las oportunidades”. Es decir, la anulación de la percepción de Lucas es tanto emocional como espacial.
Le lycéen expone entonces una fractura psicológica a partir de la experiencia de Lucas, lo que mal podría confundirse con el síntoma de la rebeldía adolescente. Vemos así al hermano o la madre malinterpretando las actitudes o decisiones del menor de la familia. Ahora, lo importante es también considerar que ello no implica se está ejemplificando un juicio o crítica hacia adultos negligentes. Si bien Lucas es el centro del drama, cada miembro de su familia, los otros deudos, cargan y sobrellevan a su manera su propio luto. Christophe Honoré no deja de hacer apunte a cómo la muerte, dependiendo la persona, sus condiciones de vida, edad o proximidad que tuvieron con el fallecido, proyecta una reacción distinta y propia. Por lo tanto, nadie es culpable de desinterés hacia el otro miembro. Estos conflictos posteriores a la pérdida son parte de las consecuencias de una tragedia familiar. Le lycéen es una película que observa y grafica con mucho cuidado esos puntos ciegos luego del evento trágico. Estas son olas que vienen, se retiran y en algún momento podrían regresar con mayor brusquedad que la última vez. Y, claro, como toda tempestad, hay un momento en que se descubre la calma.

viernes, 9 de septiembre de 2022

TIFF 22: Stonewalling (Contemporary World Cinema)

Un panorama a un estado de insensibilidad que viene aconteciendo en China, pero que, ciertamente, opta por no relatarlo con la crudeza que conlleva la situación. Stonewalling (2022) sigue la historia de Lynn (Hong-gui Yao), una joven estudiante que descubre ha salido embarazada de su pareja. En tanto, el suplicio de la muchacha radicará por una diversidad de situaciones, y es que su estado de conmoción no solo devendrá de un gesto por escapar de la responsabilidad maternal. Existe una serie de razones y antecedentes que persuaden a la joven a ir por una opción cuestionable. Los directores Huang Ji y Otsuka Ryuji, un matrimonio en la vida real, crean un retrato que comparte una experiencia personal y también social. Los autores no se conforman con tan solo mirar el motivo principal —y el más obvio— que está empujando a una generación a normalizar la práctica abortiva o el método de preparar una adopción durante el estado de gestación. Según el punto de vista de esta película, esto no es más que un síntoma de toda una corriente de rutinas que predominan en la actual sociedad china. Lo primero que percibimos de la protagonista de este relato es que ella está dominada por un estado de inapetencia frente a su futuro. Lynn simplemente desencaja en medio de un grupo de jóvenes de su edad que ya cuentan con un plan de vida. Por un lado, está la contemplación de un individuo conformista. Por otro lado, otro problema social en ascenso.

Huang y Otsuka observan a la China que ha inculcado a una generación a que resuelvan su vida de manera vertiginosa. Esto no se vería mal si tan solo no se sacrificara la personalidad moral y ética de los próximos ciudadanos de la nación. Vemos así a una juventud asumiendo retos profesionales, pero huyendo de los retos que la vida o las que sus propias acciones le designan. Es decir; estamos hablando de una generación que es responsable a conveniencia de sus fines personales o los que son valiosos para la identidad ocupacional. Hipocresía de un lado y resignación del otro. Ahí está Lynn y ese no saber qué hacer. Ella es de la generación que más bien ha sido inculcada bajo otras expectativas. Aunque no sea ese el tópico central, Stonewalling es una película sobre la brecha social. Hijos de una familia acomodada educados según el orden de un país en ascenso económico; hijos de una familia con pocos privilegios educados según el acto de resiliencia. A propósito de resiliencia, una palabra de “moda” para cuando la pandemia del COVID-19 alcanzó su primer momento más crítico, ese acto de adaptarse en un escenario precario es una realidad que incluso antes del virus ya vivía Lynn. Su rutina ya era un acto de resiliencia. No estudiar para en su lugar ponerse a trabajar y saldar las deudas familiares. Entonces, negar la maternidad para Lynn no se reduce a un efecto de falta de responsabilidad. Está también su conducta autómata de sobrevivir el día a día.
Stonewalling mira desde el caso de ciudadanos que laboran para sobrevivir. En tanto, la llegada no deseada de un hijo resulta ser un problema del que se puede sacar un provecho financiero. Lejana y extraña resulta esa idea de la familia china tradicional comunista que sufría ante la ausencia de un primogénito, sea por circunstancias trágicas o producto de la norma “un hijo por familia”, tal como lo representa la hermosa película So Long, My Son (2019). Aunque actualmente el gobierno chino ha modificado la norma a “dos hijos por familia”, esta sociedad que presenta Huang Ji y Otsuka Ryuji no deja de arremeter contra esa tradición de vínculos familiares. Es a partir de eso que tiene sentido por qué los directores han decidido narrar esta historia de esa manera, casi como guardando distancia, no juzgando, sino simplemente documentando. Mientras que Lynn planea un futuro sin el bebé que lleva en su vientre, su presente sigue en marcha. No hay señas de redención, madurez, reflexión positiva sobre el conflicto central. Es pura indiferencia al respecto. La vemos buscando trabajos de medio tiempo, siendo árbitro en las riñas de sus padres, viendo la forma cómo solucionar los problemas financieros ocasionados por esos otros problemas sociales: el negocio del multinivel o mercadeo no autorizado. Stonewalling no solo debe reducirse a un drama sobre el aborto, la adopción o la paternidad/maternidad no responsable. Es toda una difusión de estrategias sociales y económicas las que han criado a una comunidad indolente y de paso negligente.

TIFF 22: Casa Susanna (TIFF Docs)

A medida que se van oyendo los testimonios de los visitantes de una antigua campiña en New York, no dejo de relacionar esta película de Sébastien Lifshitz con la primera parte de Crip Camp: A Disability Revolution (2020), otro documental que de igual forma narra casi en tono inédito las experiencias inolvidables de un refugio que resulta utópico para sus parroquianos. Sucede que Casa Susanna (2022) coincide en convocar a personas en una edad mayor haciendo remembranza a un punto de concentración que les sirvió como medio de refugio, pero sobre todo como lugar de encuentro con sus iguales. La funcionalidad de este espacio a campo abierto no está lejos de ser un campamento como al que asistían los adolescentes discapacitados en los veranos de finales de la década del 60 y principios de los 70 en Crip Camp. Era el reconocimiento a una comunidad en donde no había mucha diferencia entre uno y otro miembro y, por tanto, los complejos desaparecían o perdían sentido, aquellos que ciertamente formaban parte de la rutina en ese escenario “civilizado” que dejaban atrás por algunos días. Tanto Casa Susanna como el Campamento Jened fueron iniciativas que apuntaron a respetar las necesidades básicas de grupos minoritarios, las cuales les era imposible percibir en sus respectivas cotidianidades.

Ahora, lo importante de estas dos dinámicas o lugares “fuera de la normativa oficial” es que no solo crearon un estado de confort temporal. Sendos retiros generaron en sus visitantes un impacto que logró transcender en sus vidas y, en consecuencia, los ayudó a reconocerse a sí mismos y empoderarse. Casa Susanna y Crip Camp narra historias sobre experiencias que ayudaron a personas a enfrentar a la sociedad. Era un efecto que otorgaba un sentido más complejo al hogar clandestino de travestis como al campamento de adolescentes con discapacidad. Lo que parecía ser un simple espacio de relajación o recreación, terminó siendo un escenario de terapia personal y colectiva. A propósito de lo personal, o sobre la identidad para ser más exactos, es que adicionalmente se descubre el tópico de la diversidad en el documental de Sébastien Lifshitz. El travestismo entendido como una expresión que no necesariamente está asociada a la homosexualidad, algo que la convivencia grupal logró confirmar en aquellos hombres que se vestían de mujer, pero mantenían una vida heterosexual públicamente. Casa Susanna es interesante también como un archivo histórico, sobre una sociedad acomplejada en razón a las dinámicas de opresión contra el pensamiento diverso definido desde la corporalidad.

jueves, 8 de septiembre de 2022

TIFF 22: El agua (Contemporary World Cinema)

El arraigo y el agua son dos palabras claves que la directora Elena López Riera ya venía mencionando desde los primeros minutos de su ópera prima. En su secuencia de apertura, unos adolescentes matan el tiempo mientras sueñan con marcharse rumbo a la capital y cuentan la vez en que se inundó la ciudad y el río secuestró a una mujer. Se mezclan de esta manera las fantasías de los jóvenes con la de los más adultos, dos pensamientos de naturalezas distintas que, ciertamente, hallarán un punto de coincidencia a propósito del enigmático vínculo que existe entre los habitantes y esa comunidad rural. El agua (2022) es atractiva porque se apropia de temas vigentes, aunque reconfigurados a una sensibilidad que solo los lugareños entienden o perciben. López Riera desliga el tema de la migración y el impacto ambiental con lo dramático o realista y, en su lugar, promueve un argumento de apunte folclórico e intimista. Es decir; son percepciones exclusivas a un escenario, cultura o tradición. De ahí tal vez por qué varias de las cosas que suceden se perciben como difusas, extravagantes, bajo un idioma con códigos que podrán comprenderse hasta cierto punto, pero que siempre dejan incógnitas.

Ana (Luna Pamiés) es la hija de la dueña de un concurrido bar del lugar, pero que a pesar muchos de la zona miran con desconfianza. Se dice que las mujeres que habitan esa casa están malditas. ¿Cómo así? Solo ellos saben, y lo curioso es que las mismas mujeres no cuestionan. Se podría decir que incluso hay un impulso de estas por reconocerse como tal: las abyectas del lugar. A partir de eso es que puede irse entendiendo esa forma particular de asimilar o llevar las cosas en ese escenario de Valencia. Muchas actitudes aquí no se cuestionan, simplemente se toman como algo natural. Esta es una población que se ha criado bajo rituales, el repetir una idea, hacer trascender costumbres y comportamientos sin ánimo de cambiar el orden. Dicho esto, tiene sentido que esta película inicie con un grupo de mozuelos renegando de esos rituales monótonos, cosas de viejos que nadie quiere escuchar o interpretar. El agua es una historia sobre una generación que está a punto de transitar a la madurez, pero no una madurez a la forma foránea, sino según el punto de vista de los adultos del lugar. Lo que les acontecerá a los dos jóvenes protagonistas es un equivalente a un ritual de iniciación, un proceso en donde comenzarán a echar abajo sus fantasías o rituales ajenos a su imaginario, y aprenderán sobre la propiedad.
El agua habla sobre el arraigo hacia ese territorio que, en efecto, no trasluce esa luminosidad o diversidad que visualmente aparenta la vida de las grandes ciudades. De hecho, es un lugar que cada largo tiempo tiene que sobrevivir a una nueva inundación, razón suficiente para abandonar el terruño. Sin embargo, y aquí nuevamente el factor de lo inexplicable, nadie opta por la migración. Acá la gente no se va. Ellos están atados al lugar, encantados, malditos. En palabras de sus creencias, esta población ha sido poseída por el agua. Tienen el agua adentro. Elena López Riera, así como muchos autores, recurre al terreno de la fantasía o lo mítico para comprender la racionalidad de un grupo de personas. El agua por momentos se comporta como un documental asesorado por una perspectiva etnográfica. No es una historia más sobre doncellas siendo raptadas por la naturaleza. Estos cuentos que se repitieron en distintas épocas, no es más que una forma de comprender la inevitable renovación de una reacción natural. Ahora, lo importante es cómo esta renovación se asume. Esta también es una historia en donde las personas han reconfigurado el concepto de la maldición y la han concebido como parte de sí mismos. Las inundaciones son tan propias y normalizadas como el agua que se mete dentro de las mujeres o las mujeres que aprendieron a ser las estigmatizadas. Atención a la lectura de género.

TIFF 22: Mato seco em chamas (Wavelengths)

Tras los primeros minutos, me adelanto al juicio de que estamos ante un nuevo universo distópico del que nos tiene acostumbrado el director Adirley Queirós. Este es un escenario que se descubre a la penumbra entre el ruido y la textura metálica, vemos a personajes que se perfilan como los sobrevivientes de una resistencia social, estos asediados de armamento militar, resguardados en fuertes o manipulando vehículos que refuerzan la idea de que estamos ante una época ajena a eso que llamamos “normalidad”. Lo cierto es que esta nueva historia del director brasileño es una realidad tan cotidiana y real como el mismo presente. Mato seco em chamas (2022), película codirigida con Joana Pimenta, hace una mirada a la coyuntura social y política de Brasil. Este filme se centra en la historia de dos mujeres habitantes de la favela Sol Nascente. Ellas, al igual que muchos de esa comunidad, tienen antecedentes penitenciarios, son prontuariadas reincidentes y viven de actos delictivos. Una de ellas acaba de salir de la cárcel, mientras que la otra es dueña de un negocio de petróleo que solo se comercializa dentro del perímetro de este territorio que parece emular a un western contemporáneo.

De hecho, Queirós y Pimenta juegan con esa fantasía, el de unas cowboys desplazándose en un espacio hostil en donde la ley se tiene que transgredir a menos que no quieras seguir con vida. Obviamente, en un escenario estadounidense, suena a un relato de aventuras. Muy a pesar, en ese lado de Brasil es más bien un relato dramático el que se percibe. Mato seco em chamas es una ficción inspirada en hechos reales, representados incluso por personas reales. Las biografías que los personajes comparten son anécdotas verídicas, sus propias anécdotas. Este es un filme de carácter testimonial. Queirós y Pimienta se alinean a esa corriente ya común en Latinoamérica que se apropia de un discurso orientado por el “yo”, el cual de paso descubre la voz de un “nosotros”. Y es que mientras las protagonistas de esta película hablan de sí mismas, hablan también de su comunidad. Somos testigos de un historial compartido, y este no solo resguarda vivencias personales, sino también convivencias y conciencias sociales. Ahí están las necesidades o carencias que describen al territorio de Sol Nascente, lugar que, si bien ha sido contaminado por la delincuencia y las drogas, no deja de dar señas de emprendimiento, no conformismo, la necesidad de querer revertir su realidad. Este es una población orientada por la resiliencia.
Mato seco em chamas es de interés porque hace un retrato social desde un perfil etnográfico. Las dos protagonistas, sus dramas, su activismo político de una, las canciones que cantan o escuchan se convierten en una guía de los rituales que predominan en una comunidad ubicada en la periferia de Brasil. A propósito, es que emerge también una dialéctica con el exterior, ese pensamiento social y político que está tomando más fuerza y presencia actualmente en ese país. Queirós y Pimienta, sin mencionarlo, dejan en claro que Brasil es una nación partida. Como consecuencia, una brecha social se descubre. Ahí está esa patrulla policial que merodea por la favela o esa marea de personas respaldando la política de Jair Bolsonaro. Ambas referencias son como los momentos en que se genera un gran contraste respecto a lo que hemos visto a lo largo de la película. Es una realidad distinta y hasta surreal. Ya luego asimilada la realidad que se vive en el escenario, resulta de ciencia ficción una política de toque de queda con drones sobrevolando en un territorio que se resiste a fallecer ante tanta restricción de derechos. Mato seco em chamas es, por último, un llamado de auxilio, una crítica social a las normativas contra los expresidiarios. Es por esa razón que Adirley Queirós y Joana Pimenta no dudan en crear una transficción, a causa de momentos en que parece tratamos con un documental. La película es básicamente un micro abierto a la sociedad, dinámica que asumen otras importantes películas de ese país como Baronesa (2017), de Juliana Antunes, o Sete anos em Maio (2019), de Affonso Uchoa.

TIFF 22: Return to Dust (Contemporary World Cinema)

Del 8 al 18 de setiembre se realiza una nueva edición del Festival de Toronto. Esta es una de las películas más atractivas de la programación.

Hermosa y conmovedora historia de una pareja de marginados en una China rural decadente. El director Li Ruijun, por un lado, nos dispone de un cálido retrato sobre dos personas reconociéndose y queriéndose a propósito de su identidad social, mientras, por otro lado, hace un panorama a una sociedad que muestra su indiferencia en diferentes niveles frente a los más vulnerables. Return to Dust (2022) inicia con un arreglo matrimonial. Si algo es universal en este tipo de “contratos” es que su origen se debe a una conveniencia económica, social o de linaje. Lo cierto es que en este caso lo conveniente no radica en la unión de familias, sino en la separación de miembros a sus familias correspondientes. Ma (Renlin Wu) y Guiying (Hai-Qing) son los despreciados de su estirpe. El unirlos en matrimonio resulta para sendas familias un alivio producto del divorcio hacia esos miembros considerados como indeseables. Ya con esto somos testigos de un gesto que transgrede contra las tradiciones rurales chinas, en donde los rituales maritales son motor de integración y trascendencia de dos familias. La realidad es que aquí todo es al revés. Con este antecedente, Ruijun comienza a acumular una serie de actitudes que van acercándonos a un estilo de vida que se encuentra en el preludio de su desaparición.

Lo que sigue es la rutina de la pareja como esposos. Esta despliega una forma de vida en constante contradicción. Return to Dust nos descubre un relato en donde dos no queridos por su comunidad encuentran el afecto que nunca tuvieron gracias a esa convivencia. Retornando a la tradición de los matrimonios por conveniencia, tantas películas nos expusieron dramas de personas siendo infelices producto de las decisiones de sus mayores. Acá más bien resulta algo benefactor. De pronto, el “exilio” forzado de sus familias correspondientes fue para Ma y Guiying lo mejor que pudo pasarles, y no por el hecho de que ya no tendrían que lidiar con esos malos parientes, sino porque se encontraron con sus iguales que, además de haber sufrido de la forma que sufrieron, expiden humanidad y demás conductas propias de aquellos que viven desprendidos de esos factores de conveniencia, muchos de ellos procedentes de esa modernidad ajena al imaginario rural. Es a propósito de esto es que surge esa realidad contradictoria que experimenta este inocente y casto matrimonio. Si bien se han liberado de sus antiguos verdugos y viven felices el uno con el otro, han reconocido a nuevos martirizadores.
Return to Dust se entiende como un retorno a las peripecias o castigos que vivían estas dos personas en su vida de solteros. O más que retorno, es como si ellos nunca hubieran abandonado ese terreno desértico de benefactores y plagado de hostilidades que no hacen más que reforzarles esa imagen de mártires. Sucede también que es otro nivel de dolor el que padecen Ma y Guiying. Ya no se trata de un hermano o tía humillándolos, sino familias ajenas o capataces de la comunidad quienes, literalmente, chupan de su sangre, se alimentan de ellos, aunque siempre con consentimiento a causa de la solidaridad innata que domina en estos dos desprotegidos. Li Ruijun, sin necesidad de alcanzar esa depravación que ocasionalmente descubría el neorrealismo italiano, nos cuenta una historia dolorosa, pero que resiste producto de una fortaleza interna. ¿De dónde radica esa? Importante prestar atención a esos instantes de sabiduría de Ma. Es un conocimiento acumulado y ganado por la ritualidad rural, un razonamiento incomprensible por la ritualidad moderna, aquella que lucra de la tierra sin conocer su forma de producción o que pretende detener la pobreza sin siquiera interesarse en comprender el origen de esta. Return to Dust es un buen ejemplo sobre cómo la urbanidad ha desplazado a toda una tradición y con ello ha emprendido su aniquilación.