viernes, 12 de julio de 2019

Dolor y gloria

Un cine de purga emocional. La vida de Salvador Mallo (Antonio Banderas) transita por un momento de inapetencia e incertidumbre. Su salud, su ánimo y su misma creatividad –aquella que lo ha convertido en un director de cine mundialmente reconocido– parecen ir en su contra. Achaques físicos, el rezago de una depresión no curada y el estanco en su producción artística lo mantienen embargado. ¿Es el punto inicial de su decadencia o el toque de fondo para su posterior renacimiento? Esa es una pregunta que se hace constante en Dolor y gloria (2019), filme que además muta frecuentemente la orientación de su trama y el modo cómo se expresa. Tal como lo anticipa su título, la historia promueve una serie de cambios y contrastes sin fabricar ambigüedad alguna. Pedro Almodóvar observa, o fantasea, su autoficción como su película ideal, aquella en donde la comedia y el drama están bien equilibrado, y, por supuesto, nunca falta el melodrama.
Dolor y gloria es un largo y activo testimonio, y Salvador se convierte en la voz de este. En tanto, y a propósito de ese modo de expresión, no es de extrañar que el presente se encuentre en continuo diálogo con el pasado. Esto es esencial. Al ser una película confesional, Almodóvar quiere retratar también la memoria de su protagonista con el fin de abrirlo, exponerlo con franqueza y sin pudor. Otro detalle importante es que esta memoria no solo se construye desde los flashbacks. Siendo un autor creativo, Salvador “habla” también desde la creación, tanto la literaria como la fílmica. Para Almodóvar, todo gesto artístico es una selección biográfica. De ahí la definición de autoficción. El director español afirma que no existe la represión o el silencio total en un autor. Ya sea mediante una obra teatral o el montaje fílmico que, sea el escritor como el director, genera una depuración. A Salvador lo veremos ataviado por una serie de dolencias de distintas índoles, sin embargo, la creatividad y la inspiración nunca se postergan íntegramente.
El punto final de Dolor y gloria es, en efecto, esa naturaleza innegable e impostergable. El director de cine no puede vivir sin dialogar o exponer su propia vida. Nada tiene que ver la comercialización efectiva del yo. Es más bien una necesidad personal e íntima. La represión de esos “dolores”, tal como lo manifiestan los guiños de la lograda performance de Antonio Banderas, implicaría ansiedad, efectos secundarios expresos en torturas físicas. El coqueteo con alguna experiencia yonki, más que convertirse en un acto de curiosidad, significa una inclinación hacia un método desesperado que pueda aliviar esos padecimientos. Es también, obviamente, un engrane empático hacia el personaje. Pedro Almodóvar introduce el humor con sutileza cotidiana. Este cine, incluso siendo una biografía ficcionalizada, no manifiesta impostación o exageración. El director tienta con gracia instantes ridículos que hacen remembranza a su primer cine, pero en su camino genera además similares escenas que anteriormente lo han definido como el cineasta maduro, sensible e insinuante, detalle que se refleja a la perfección en la secuencia entre el pintor y el pequeño profesor.

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