La
película de Theo Court está dominada por una serie de evidencias que traslucen
una época obscena. Estamos en la Tierra del Fuego a finales del siglo XIX,
territorio que se encuentra en pleno proceso de colonización bajo las órdenes
de un importante latifundista extranjero. La historia inicia con la llegada de
Pedro (Alfredo Castro) a esa zona. Él es un fotógrafo que ha sido contratado
para tomar las fotos del próximo matrimonio del señor de esas tierras. Diríamos
que la presencia del recién llegado es su adentramiento a este lugar indecente,
pero el hecho es que este mismo personaje desde un principio ya revelaba
antecedentes inmorales. A la línea de ese argumento, Blanco en blanco (2019) trata sobre el poder casi omnipotente que
representaron los latifundistas dentro de sus dominios. Esta idea se consolida
ante la no presencia de Mister Porter, el amo invisible del territorio. Es como
el jefe de la mafia al que muy pocos pueden acceder. Muchos no lo han visto,
sin embargo, trabajan para él. Esa se podría ser que es la primera confusión de
Pedro, quien, cual apóstol en formación, al no ver, no cree, y, por tanto, no
respeta.
Luego
de acontecer el primer conflicto de esta película, tanto Pedro como el
espectador están más que enterados que por mucho que no veamos al latifundista
Porter, sus instrucciones deben de ser respetadas, y nada de lo que le
pertenece debe ser ultrajado. Todo, incluyendo los sujetos que pisan esas
tierras, automáticamente se convierte en propiedad de este dios. Pedro no se ha
percatado de eso, pero su oficio ha sido colonizado desde el momento en que
ingresó a ese lugar, y no por el hecho de haber cometido una falta. Estamos
hablando entonces de un señor tomando lo que le plazca, sin necesidad de salir
de su prominente vivienda, arquitectura simbólica en pleno terreno agreste, y
que de paso extiende a sus servidores esa pulsión de apropiación. Blanco en blanco tiene como trasfondo el
genocidio a los indígenas que habitaban en la Tierra del Fuego por aquel
entonces. Es el colonialismo en su versión más perversa, desinteresado en
adiestrar o asumir a los aborígenes del lugar como mano de obra. “Nunca se nos
ocurrió”; parece afirmar uno.
Blanco en blanco
es atractiva a partir de ese tipo de gestos o acciones que maquillan por entero
a una comunidad degradante. El alcoholismo, la depravación o el asesinato son
rutinas de estos miembros que le rezan a Mister Porter. Salvo por uno mínimo,
la película no promueve conflictos. Es solo una cadena de sucesos, insustanciales
o extraños en principio, pero que terminan por construir un imaginario vilmente
desaforado en donde la sociedad aborigen tiene como único futuro la extinción o
una posición muy incómoda, a propósito de explotación sexual o la traición
hacia su misma identidad, que bien podría representar ese hombre que parece ser
guía de los invasores, siempre mudo, quedándose atrás luego de apuntar con el
dedo. Es dentro de esta realidad que Pedro encaja, un personaje que da la
impresión de sentirse perturbado ante tanta crueldad extravagante, pero para el
final no duda en inmortalizar la aniquilación perfecta. Por un lapso de
segundos, él se siente Mister Porter, dando órdenes a los perros de caza para
retratar “su” obra maestra. Esta última secuencia, se podría decir es la
síntesis de la película: un carnaval macabro y una fotografía espectacular.
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