Parece como si el mal
hado de las hermanas no biológicas Jeanette (Cate Blanchett) y Ginger (Sally
Hawkins) las hubiera tocado desde la infancia. Ambas huérfanas, apadrinadas por
una prejuiciosa madre, y destinadas a una fatalidad por delante. Dos mujeres adoptadas
de un mismo mundo, aunque criadas para mundos distintos. Blue Jasmine (2013) es una nueva ventana que mira a la tragedia
humana. Claro está, no una tragedia amoldada a la clásica griega, sino una
menos lapidaria. Es decir, la comicidad aquí tiene licencia para mezclarse con
lo trágico, algo inconcebible en el terreno del Olimpo. Woody Allen asume la
idea de la tragedia moderna como la combinación de sendos estados. Tanto lo
dramático como lo gozoso fluyen al mismo tiempo. Si por un lado se va tejiendo
una vida llena de gratitud, por el otro se va gestando la adversidad.
Jeanette o Jasmine –ese
personaje que aprendió a “encajar”– es, en
un presente, víctima de un colapso nervioso luego que el fracaso, tanto íntimo
como financiero, llegara a su vida a fuerza de un portazo. Está en el poder del
destino castigar o premiar al individuo. Aquí no hay espacio para reflexiones
morales. Como sucedía en la literatura clásica, existe un “deux ex machina” que
se encarga de hacer la última alineación de las piezas en juego y poner en
jaque todos los movimientos anteriormente expuestos. Nada está dicho. Desde ese
sentido, Woody Allen tiene a su merced a la frágil Jasmine. En medio de las
idas y venidas de una mujer madura tratando de reordenar su vida, no hay punto
claro que prediga el cierre de esta historia. Al menos, no hasta se haya
pronunciado textualmente una palabra clave en la trama: el pasado.
Blue Jasmine se narra en dos momentos. El antes y el después, el auge y la
decadencia, la riqueza y la pobreza. Y según las leyes de la gravedad y el
orden de las cosas, Jasmine en su segundo momento –en teoría– deberá tener una
nueva oportunidad; por llamarlo así, su momento de redención. Lo cierto es que
parece ocurrir todo lo contrario. El personaje de Blanchett se resiste a
abandonar su anterior vida. Lo dice su viaje en primera clase, sus maletas, sus
vestidos, sus aires de mujer fastuosa. La fantasía de Jasmine no se ha esfumado,
y esto parece ser más complejo de lo que se espera. En Match Point (2005), Allen crea a un personaje fascinante,
protagonizado por Jonathan Rhys Meyers. El hombre de campo que con empeño y un
poco de suerte encumbró hasta lo más alto de la escala social. Muy a pesar,
este arrastra sus antiguas costumbres. No existe vergüenza o negación de lo que
fue, y lo más curioso es cómo es este mismo individuo quien recuerda, en lugar de
que sean sus acompañantes los que le hagan recordar su pasado.
El pasado es una
especie de amuleto en ambos filmes de Woody Allen. El llevarlo consigo resulta
la simpatía de muchos, mientras que la negación a usarla es lo contrario a
esto. Jasmine, en su camino a “reordenar” su vida, va acumulando una serie de
apatías. Su carta de mujer rica es un karma, el imán a una serie de conflictos
que la empujan a esa fatalidad predicha. Es el pasado que reclama justicia ante
la indiferencia. Se entiende entonces por qué la suerte no está de lado suya. Blue Jasmine es también una fábula sobre
los destinos impuestos. Por un lado Jasmine intentando llevar una vida de clase
trabajadora, mientras en otro extremo Gina fantaseando con un hito social por
encima del suyo. La migración al estilo de vida opuesto es equivalente al
fracaso. Nuevamente la negación al pasado aquí prevalece. Está en el consciente
de Gina el conformismo, como en la mentalidad de Jasmine no abandonar su
esencia, una que fluye casi natural, como la estupenda actuación de Cate
Blanchett.
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