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miércoles, 6 de diciembre de 2017

5 Festival Transcinema: In praise of Nothing

La “Nada” sale a la vida terrenal. Los humanos se embelesan por su sabiduría expresada por una verborrea poética satírica –tal vez porque les recuerda a una versión humana erudita que resume el dominio del saber de las ciencias clásicas y el de las redes sociales–. Pronto la “Nada” se pervierte, se humaniza, a consecuencia de su condición de rock star. Pueda que por eso no es gratuito que la voz en off de ese personaje incorpóreo sea Iggy Pop. La historia de In praise of Nothing (2017) es la corta gira de la “Nada” en la vida humana contada a modo de soliloquio.
Paralelo al discurso, vemos una serie de imágenes que podría interpretarse como un respaldo de la disertación del único orador. Es a través del juego de palabras envenenado de ironía que el director Boris Mitic pone en la mira al comportamiento humano. La “Nada” –personaje por excelencia para señalar y juzgar los yerros y debilidades de lo material– será centro de atención y estimulador de las debilidades de la humanidad. In praise of Nothing es una suerte de lección que mediante el regaño disipa reflexiones existenciales, respecto a la tradición y la rutina de lo humano.

viernes, 8 de enero de 2016

Hombre irracional

Existe apenas un paso que distancia al cinismo de la perversión. Este paso, sin embargo, es uno largo. Un paso que implica además una nueva visión (o perspectiva) en base a los conceptos de la moral. ¿Qué hallas en medio de ese tránsito? Lo posible es que te veas enfrentado ante una crisis existencial, mucho pesimismo, un estancamiento personal, negación o decepción frente a lo real. Son básicamente los síntomas por los que pasa un profesor de filosofía en la más reciente película de Woody Allen. Hombre irracional (2015) forma parte de un proyecto casi personal sobre cómo el director ha venido contemplando el comportamiento de la conciencia frente al dilema ético. En su historia un depresivo Abe Lucas (Joaquin Phoenix) ha llegado a una nueva universidad para enseñar. Ni la zalamería del campus ni las amantes “a disposición” parecen motivar al recién llegado. Si no son sus palabras, es su mirada gacha, su postura encorvada y su prominencia abdominal las que delatan su mentalidad sombría y desalentada.
Qué es sino Abe un prototipo sacado de la mentalidad romántica. No es de extrañar ver al desolado profesor flirtear con el suicidio o verlo contemplar la inmensidad del mar desde el vértice de un acantilado (como queriendo recrear el famoso cuadro de Friedrich). Lucas es síntoma del filósofo existencialmente bloqueado, es el poeta que rompió sus versos, que se dio cuenta que su proyección intelectual (tan aclamada por una mediocridad colectiva) no fue de utilidad para el mundo. Es decir, el problema radica tanto desde dentro como desde fuera, desde sí mismo como desde su propio contexto. Hasta ese momento Allen hace una recreación de sus personajes frustrados. Aquellos que se niegan a ser un “punto ciego” más dentro de la sociedad. Hay una necesidad de estar por encima del resto, como, por ejemplo, pasa con la protagonista de Blue Jasmine (2013). Lo cierto es que Abe no aspira a una mera banalidad o escala social. Su condición de filósofo lo incita más bien a una aspiración humanista.

Hasta antes de la mitad, Hombre irracional nos muestra a un individuo dominado por la razón, o lo que es estar en función a las normas de su sociedad. Ya para cuando acontece un evento en donde el azar se abre paso en la vida del profesor, Abe no solo habrá encontrado un “sentido a su vida”, sino que además se habrá despojado de sus túnicas románticas para entonces ser un nuevo hombre, esta vez razonando librado de las condiciones de la sociedad, tales como la moral. A partir de aquí, Allen no solamente vuelve a Friedrich Nietzsche, sino que también revisita la literatura rusa, la de Fiodor Dostoyevski. Hombre irracional reformula lo que Allen había desarrollado en Match point (2005). Contemplar a las dos películas a la par es observar ese tránsito del cinismo a la perversión, o cómo es que el hombre justifica un delito moral. Mientras que el protagonista de Match point se queda aislado en su cinismo, Abe se convierte en un sujeto perverso, pues ha llegado a divorciarse por completo del razonamiento moral establecido. Libre de culpa o ley real que le impida aplacar lo que para él es lo justo.
Hombre irracional logra interesar más bajo dichos conceptos que por su sola trama, una que se desplaza por la comedia romántica, el drama criminal y luego el detectivesco. Claramente el atractivo de la película es la mentalidad de su protagonista principal. Abe es el centro de los otros personajes. Su presencia es objeto de deseo. Se ve en una profesora y una alumna, ambas obsesionándose con su retrato distante y sombrío. La misma fotografía incluso responde al estado emocional del profesor que para en principio es tenue y depresiva, posteriormente despejada y jubilosa. Woody Allen con Hombre irracional demuestra nuevamente sus dotes de trágico moderno. La historia en sí es truculenta, especialmente la mente perversa de su protagonista, sin embargo, las notas musicales no dejan de entonar brincos propios de una screwball o comedia sofisticada.

miércoles, 13 de agosto de 2014

18 Festival de Lima: Jauja (Sección Oficial Ficción)

Lo mejor de las cuatro primeras películas de Lisandro Alonso es la apertura de Los muertos (2004). Una cámara deambulando entre las entrañas de un bosque descubre la escena de un doble crimen. No muy lejos de ahí, el verdugo de las víctimas va surcando las huellas en donde se llevó a cabo la terrible batalla. Lo resto de Alonso es calco de su ópera prima, La libertad (2001), película entendida como una suerte de manifiesto sobre cine minimalista. Es la rutina tal cual y la omisión de un argumento. Un cine objetivo y sin pretensión más que el de contemplar a un individuo entre la inmensidad, en este caso, el de un leñador en medio de las pampas argentinas. Caso Los muertos será un expresidiario cruzando la selva y retornando a casa; en Fantasma (2006) un actor merodeando en las inmediaciones de un teatro; mientras que en Liverpool (2008) nuevamente el retorno al hogar ubicada en una geografía invernal. En un plano más específico, Fantasma entendido cómo la ficción siempre rondado en cualquier realidad (esos muertos o rutinas deambulantes), mientras que en Liverpool se asoma el primer indicio de un argumento, obviamente limitado hasta trunco. Salvo por ese par de acotaciones, todo el cine de Alonso resulta lo mismo.
Jauja (2014) es lo más interesante que haya realizado el director argentino. Es pues la misma fórmula minimalista que apuesta por un argumento, pero además por otras mecánicas que apuntan a un cine más amplio y discursivo. Es también Viggo Mortensen en su protagónico y la fotografía pictórica de Timo Salminen –colaborador de Aki Kaurismaki–. El cine de Alonso parece adoptar una serie de tópicos fílmicos, más no dejando al abandono sus propios principios. Su trama abarca géneros como el western, el melodrama, el thriller y el surrealismo, más en su transcurso, el protagonista también será presa de tiempos muertos. Nuevamente el individuo inmerso en la inmensidad. La firma del autor sigue ahí. Vayamos al argumento. Jauja se inicia con una acotación histórica y mitológica. “Jauja”, durante los tiempos de la Conquista, entendido como un paraíso perdido que según voces es recinto de la felicidad y la abundancia. Partiendo de esta premisa, Alonso narra los sucesos que ocurren en el perímetro de un campamento militar asentado en las pampas argentinas. La hija de un militar danés ha escapado por amor (melodrama). Es así como el padre en solitario emprenderá su búsqueda a campo abierto a riesgo de ser atacado por los indios lugareños (western). En paralelo, luego de la misteriosa desaparición de un militar, este será acusado de desertor (thriller).
Alonso tiene la intención de desmitificar su propio cine al concebir más de un argumento, siendo la del danés la central de su película. El personaje de Mortensen hace la de John Wayne en búsqueda de su ser querido. A su camino, una serie de planos generales grafican el peregrinaje parsimonioso del jinete que cabalga en medio del terreno hostil que poco a poco va asomando el peligro. Es el equilibrio entre el letargo y la acción, ambos siendo bien racionados. Lo que sigue es una secuencia imprescindible y además lo mejor de la película. La llegada de este “cowboy” a la caverna de una anciana recuerda a la visita de un actor de Hollywood al rancho de un cowboy en una película de David Lynch. Al igual que en Mulholland drive (2001), el personaje de Mortensen hallará en el terreno onírico lo que busca: su hija. No la presencia real, sino lo que la primogénita representa para el padre. Es la respuesta a la búsqueda. Una que incluye fantasías o deseos de la propia hija como es el perro que la sigue a todas partes. Jauja se proyecta al plano existencial al narrar la historia de un personaje en busca de su propia “Jauja”. Entonces lo histórico y lo mítico parecen ser lo mismo. El filme cierra con una especie de coda a manera de quiebre temporal. En un tiempo más actual, en una casa que simula ser un mausoleo histórico, una joven halla una evidencia mítica. Esta vez lo real, lo histórico y lo mítico parecen encontrarse en un mismo contexto. Es lo más pretencioso y excesivo de la película. Lisandro Alonso en su punto final peca de renovador de su cine.

jueves, 4 de abril de 2013

Cosmopolis

“Hoy quiero un corte de pelo”, dice Erick Packer (Robert Pattinson), haciendo caso omiso a las advertencias de su guardia de seguridad, quien le informa que su vida corre riesgo en referencia a las continuas amenazas de muerte hacia su persona, además que su salida implicaría exponerse al caos social que ha comenzado a reinar en la ciudad de New York y que precisamente aquel día ha tomado efervescencia. Packer, un joven multimillonario de 28 años de edad, no duda ni un segundo en frustrar su viaje rumbo a la barbería y trepa sin titubeos a su nueva adquisición rodante, una limosina blanca dispuesta de un amplio compartimiento, lugar desde donde el empresario hará andar al mundo mientras que este mismo también andará por sí solo. Cosmopolis (2012), último filme de David Cronenberg, se convierte, sin dudas, en el filme más enigmático que haya realizado este cineasta.

Basado en una novela de Don DeLillo, Cronenberg adapta (fiel o no, no nos importa) el filme cual si fuera una historia de su propia creación. Cosmopolis encierra todos los discursos empleados por el director, desde sus orígenes hasta su películas más recientes. Eric Packer, de manera ocasional o planeada, se reúne con una serie de personajes quienes dan entrada a los razonamientos sobre el futuro autodestructivo, la tecnología errónea, el existencialismo frustrado, el goce sexual en sus distintas formas y maneras, la violencia innata, la deconstrucción de los conceptos, todo un bagaje de disertaciones que dan por centro de entendimiento al hombre y ese proceso de aprendizaje por el que ha venido asimilando desde su creación hasta una actualidad que pone en entendimiento que ha llegado a su tope. Hay una fatiga sobre el conocimiento, el universal o canónico. Es tiempo de las revoluciones y las nuevas indagaciones sensitivas, premisa que Cronenberg arrastra desde Videodrome (1983), respecto a los valores mediáticos, en Crash (1996), en referencia al placer sexual, o en Existenz (1999), sobre la invasión mental.

Erick Packer es la personificación del elemento generador de riquezas y ganancias, el comprador por interés monetario, el constructor a beneficio de expandir el mercado, crear y mejorar los recursos. Packer es el capitalismo. Un sujeto que para su edad reducida sabe mucho, lo que lo convierte en algo más que un mero representante. Packer es maquinal e inexorable, se comporta en base a sus conocimiento adquiridos, unos que parecen ser incluso innatos, heredados y generados desde tiempos memoriosos. El personaje de Pattinson a cada que dialoga con un visitante de su limosina reflexiona y expira sabiduría. Lo que sabe afirma y lo que no, está dispuesto a experimentar. El multimillonario no deja de hablar sobre cuentas e inversiones, hace direcciones empresariales desde un tablero de control de su auto mientras bebe lo que parece ser un vodka. Es decir, funciona a manera de piloto automático. El joven no tiene dificultad en mezclar el debate, la cháchara o incluso el sexo, con los negocios. Su ejercicio empresarial fluye de la misma forma que no se corrompe. Su empresa se inunda en una crisis financiera –una que parece ser su decadencia–, más nunca es presa del abatimiento. Parece incluso aguardar dicho debacle.

Cosmopolis tiene ese sentimiento vaticinador o visionario. Se dice, “el dinero ha perdido su narrativa”, lo que nos lleva a la coyuntura de entonces: son los últimos momentos de vida del capitalismo. El dinero ha extraviado su esencia y pervertido su concepto. Se piensa en un mundo donde el billete se representa como un elemento que un día significó ser vil y rastrero. Entonces tanto la forma como el significado no importarían. El mundo sería visto por los grandes como lugar de riquezas, mientras que las otras sociedades serían las únicas en percibir el colapso y la degradación. David Cronenberg se las ingenia para graficar esto en una serie de escenas que en gran parte suceden dentro de un vehículo, un espacio limitado pero que parece ser el eje del mundo. Dentro de este, Packer genera gastos y ganancias, tiene citas de oficina, otras amicales, dialoga y piensa sobre lo material y lo inmaterial. Su ámbito de conversación no tiene fronteras, lo que amplía el mundo en base a conversaciones, en muchos casos, profundamente existenciales. Packer bebe, duerme, defeca, tiene sexo, todo en el compartimiento de su auto. Mientras tanto, las lunas reflejan al otro mundo, uno que en ocasiones es opaco y, en otras, más visible.

La limosina es sin duda una extensión de Packer. Lo que podría funcionar como una oficina provisional, en realidad es una cúpula que lo mantiene subordinado del mundo. Packer es sumiso ante lo que ocurre a su alrededor. El auto rueda entre las calles atropelladas de manifestantes y demás rastros que manifiestan a un mundo derruido, el televisor encendido dentro de la cabina anunciando un asesinato en vivo, o la noticia de un músico conocido muerto. Apenas se puede observar en los ojos del multimillonario una lágrima furtiva que brota de forma mal actuada (tal vez meditado o simple obra de Pattinson). Ni la advertencia insistente y cronometrada de su guardia de seguridad anunciando el peligro que corre su vida al exponerse a la ciudad por un simple corte de cabello logra quebrar el entumecimiento de este personaje blanquecino y lechoso, de mirada inexpresiva, que conlleva sentimientos crápulas, que vive de las fuentes de riqueza y succiona la vida de las sociedades más vulnerables. Pattinson parece no haber colgado los colmillos en esta película.

Vale mencionar las grandes dotes de David Cronenberg como director, sobre crear movilidad, planos y profundidad en las localizaciones limitadas dentro de una limosina. Es la intencionalidad en dar amplitud a ese espacio estrecho, pero que a cada que sube su pasajero funciona a manera de un palacio, un trono y su rey, aplicando leyes, ordenando el mundo e incluso colapsando al mismo ritmo en que su reino se derrumbaría, es por ello que por el camino poco a poco Erick Packer se va autodestruyendo. En su ser reina una pulsión de muerte que lo encamina a una especie de orden natural. Un ser que ha vivido por años, miles, como un vampiro, pero que ya está llegando su hora de deceso, de salir a la luz, ser juzgado por el mundo hasta quedar echo cenizas.

martes, 7 de agosto de 2012

16 Festival de Lima: Post tenebras lux (Sección Oficial de Ficción)

El conflicto humano es sin duda la pieza medular dentro del cine de Carlos Reygadas. Japón (2002) narraba la historia de un hombre golpeado por la urbanidad. Es el autoexilio a un espacio que “simula” una pasividad contraria al anterior; el campo. Batalla en el cielo (2005) es la crónica de una persona envuelta en un secuestro fallido, aquel que le provocará un derrumbamiento moral, todo esto contemplado con una estética que embellece los espacios ocultos de la Gran Ciudad. Luz silenciosa (2007) es el retorno al campo. El retrato de un poblado de Menonitas, un grupo religioso totalmente hermético, que, de igual manera que los de la urbe, dan ciertas marcas que indican que siempre han convivido con aquello que ha sido prohibido en su sociedad. En Post tenebras lux (2012), Reygadas acerca nuevamente a estos dos mundos. El hombre del campo y el hombre de la ciudad convivirán en medio de la naturaleza, aquella que despierta conflictos y provoca ciertos enfrentamientos.

Hasta antes de Post tenebras lux, Batalla en el cielo se revelaba como la película de mayor estética del director mexicano. De encuadres poderosos, primeros planos que enfatizaban una belleza que se extravía en planos mayores o con una fotografía entumecida. Post tenebras lux hereda esto, mas reduce los primeros planos y enfatiza los planos medios. Es la captura del individuo junto a una naturaleza que se convierte, que cambia de manera radical e instantánea. El rostro humano y el rostro de la naturaleza nunca antes se habían relacionado tanto en su cine. Reygadas se acerca a lo que el director Terrence Malick desenfunda en su cine y enfatiza en su última película El árbol de la vida (2011). No solamente la humanidad, sino toda la existencia, están en un conflicto continuo. Vivir entre las dicotomías o los mundos bifurcados, es una pura ilusión. Entre la ciudad y el campo no existe una diferencia abismal. Cada uno comparte mismos conflictos, una misma existencia, solo que en diferentes contextos, aquellos que se destruyen entre sí o se autodestruyen.

Post tenebras lux narra el viaje temporal hacia el campo de una familia urbana. Juan, su esposa y sus dos menores hijos, viven entre los árboles, en medio de la naturaleza verdosa ubicada debajo de un cielo espumoso y colorido. El objetivo claro de este divorcio temporal es que existe algo nombrado como “apacibilidad”. El campo, desde el punto de vista del sujeto urbano, responde al beatus ille del hombre renacentista. La ciudad como sinónimo de consumo, violencia, la vida sofisticada y una diversidad de placeres mundanos que son los que a fin de cuentas provocan los conflictos humanos. Lo cierto es que todo esto sucede de la misma forma en el campo. Mientras Juan y su familia viven la apacibilidad de ella, esta se destruye, se tala, se derrumba por sí sola, ladra, relincha, truena, se pelea, existen tantos vicios como los que se encuentra en la ciudad. Carlos Reygadas, sin embargo, pone en claro que existe algo esperanzador en todo esto. Después de la tempestad viene la calma; después de la oscuridad se enciende una luz. Post tenebras lux es el filme más existencial que ha realizado este director mexicano. Es el recorrido espiritual ajeno a rencores o pensamientos terrenales que nos acercan al miedo a la muerte o al mismo suicidio.

En este último filme también se aprecia una obsesión del director respecto al tema de la sexualidad. En todas sus películas, Reygadas desentraña los deseos sexuales, aquellos que reflejan un comportamiento desconocido o simplemente acallado por el hombre. Desde Japón hasta en Post tenebras lux, el director da libertad a la libido, una que se despierta ante los deseos más perversos y en los lugares menos imaginados. Hay una necesidad ante la experimentación de la carne, la misma que nunca se reprime ante el deseo. Si traemos a la memoria el final de Luz silenciosa, existe un posible indicio de que el sexo para Reygadas sea el único placer que no merece castigo, esto a diferencia de los otros que se conciben de la misma forma tanto en el campo como en la ciudad. Ingeniosas son las escenas cuando Reygadas contrasta esos dos mundos de apariencia “distinta”. Por un lado, una discoteca de mala muerte en la que se asoma el ebrio del lugar, mientras que por otro, la fiesta más sofisticada que tiene también a su propio borracho, igual de latoso e indeseable.

jueves, 3 de mayo de 2012

El árbol de la vida

Un soldado a punto de enfrentar una batalla, le comenta a su superior que durante toda su vida nada le atemorizó más que la presencia de su padre. Ahora, en la guerra, habría encontrado algo nuevo que temer y más intenso. Terrence Malick, en El árbol de la vida (2011), hace una breve remembranza de lo que un día recreó en La delgada línea roja (1997). La historia de un sujeto que, sin necesidad de haberse acercado a una realidad tan visceral como es un enfrentamiento bélico, ya conocía el valor del temor; y lo que aún es más curioso, es que este fue descubierto en un lugar íntimo, el hogar de familia, aquel que te cría, te cobija, te cuida, pero que también te inicia, te alecciona, te corrige, te juzga y te castiga. Terrence Malick crea la historia de un hombre maduro que ha sido asaltado por los recuerdos de su infancia, el que incluye el duelo a la prematura pérdida de un ser querido. El director nos evoca a estos recuerdos con la única intención de acercarnos al lado íntimo de una familia, aquella donde germina una dualidad que está perenne desde los orígenes de la naturaleza.

El árbol de la vida es sin duda la película que mejor expone el lado filosófico de su autor, uno que revela a la existencia (hombre, animales, vegetales, contexto) como una convivencia dual, que es vida y muerte a la vez. Los primeros minutos del filme es la simulación de la génesis de todo. El aire, el agua, la tierra, los seres vivos. Todos creados bajo una misma esencia, en medio del caos, el choque de emisiones de gas, el nacimiento de los mares, la lava encendida que germina de lo más profundo de la tierra, las primeras especies creciendo en el agua y luego en la tierra, los primeros indicios de la selección natural, la lucha entre los dinosaurios, la compasión entre estos mismos, la propia naturaleza que destruye a la naturaleza enviando un meteorito que escarmienta a la vida que recién estaba floreciendo. Desde el principio hasta su continuidad, la existencia está rodeada de la construcción y la autodestrucción. El nacimiento y fallecimiento que inicia y pone fin a la existencia, la misma que se renueva bajo la naturaleza de siempre, una misma ley, de que existe un bien y un mal alrededor de las cosas. La gracia y el pecado que, más tarde, en la historia de una familia, se representa en la imagen de una madre y un padre, respectivamente.

Una familia ha recibido una mala noticia: el fallecimiento de un hijo suyo. Es así como se inicia El árbol de la vida. Lo que sigue es el retroceso al principio. Cuál es el origen de la tragedia, el flagelamiento obligatorio que una familia creyente debe recibir a pesar de hacer plegarias para su bien. Terrence Malick reduce el conflicto de toda una existencia en una sola familia, aquella donde –al igual que en la naturaleza –el bien y el mal conviven juntos. Jessica Chastain, la madre protectora, y Brad Pitt, el padre aleccionador. Es el amor y la violencia que se albergan bajo un mismo techo, disponiéndoles la vida a tres niños. Los tres hijos varones de un matrimonio cristiano, donde la imagen de Jack (Hunter McCracken), el hijo mayor, es el centro de observación de esta crianza, una que se sortea entre las caricias maternales y los gritos paternales. La infancia de Jack es solo el preámbulo a esa dualidad de la vida, una que se debate entre hacer el bien o hacer el mal, dos estados de ánimo que tienen lazos matrimoniales por naturaleza, dos vivencias indesligables, como los mismos padres del niño. Cada uno criando a su forma, pensando a su manera, una promoviendo la gracia de vivir bajo las leyes del amor, mientras que el otro proclamando la ley natural y selectiva, la aguerrida y violenta. Una pasiva y otra activa.

En El nuevo mundo (2004), la india Pocahontas invocaba la presencia de su “madre”, aquella que no es nada más que el mismo mundo, a la que pedía le ayude a hallar ese estado de pureza, la misma que la inmunizará de toda maldad que recaiga hacia ella. Malick afirma la idea de que siempre el mal se manifestará de alguno u otra forma. Es por eso que el personaje de Chastain, a pesar de sus esfuerzos, no logra enceguecer a sus hijos lo suficiente para evitar que estos se enteren de que existe una fuerza maligna aguardando. Los niños, tarde o temprano, sabrán que no están totalmente a salvo, tanto dentro como fuera de su hogar. Es así como observamos crecer a los niños y vemos también cómo la muerte y la violencia merodean a cada paso que dan. La convulsión repentina de un anciano, la quemadura agresiva en la nuca de un amigo del vecindario, la enfermedad que brota en la piel de un animal, el paseo de un día a la piscina, el correteo en medio de las tumbas ubicabas entre el verdor del gras que es el lugar de recreo. Lo que es la casa como un recinto seguro, es también la ley patriarcal que impera y los nutre de un miedo que va formando parte de su cotidiano. Frente a esto, existen dos maneras de asumir esta realidad: ceder a la gracia o al pecado.

Malick, tanto en La delgada línea roja como en El nuevo mundo, pronostica que existe una manera de librarse ante el castigo, uno repentino y seguro. En El árbol de la vida esto se manifiesta a través de los mensajes oníricos, escenas surrealistas donde observamos una casa que vive en las profundidades del mar, la presencia de la madre flotando por los aires, situaciones que se acercan a las teorías budistas sobre el alcance del conocimiento, el mismo que te libera de lo mundano y te interconecta con el alrededor pasando a ser parte de la esencia, libre de los miedos e incluso de la misma muerte. Estos momentos son claves, aquellos en que la familia goza de la vida, juega, ríe, salta, casi siempre en ausencia del padre. Tanto la madre como los hijos no temen. Están casi iluminados. El final de la película es, por otro lado, un retrato sobre la memoria. El paseo de Jack (Sean Penn), convertido en hombre, junto a su esposa – su presente o realidad –, aquella a quien pierde por el camino para luego encontrarse con su familia a orillas de una playa, la misma donde también se encuentran otras familias, posiblemente al igual que Jack y la suya, intentando enmendar lo que en el pasado les hizo daño. Un epílogo que se crea a modo de reconciliar a sus personajes o incluso un espacio para aclarar las ideas expuestas en el filme, algo que muchos directores han pecado en realizar como gesto innecesario, redundante o hasta presuntuoso, y esto no es ajeno en esta película.

Ciertamente, de entre sus anteriores filmes, lo mejor de Terrence Malick se observa en sus dos primeras películas, Badlands (1973) y Días de cielo (1978). Aquellas donde el discurso sobre el bien y el mal eran precisos y no tan repetitivos como lo fueron en sus dos últimas películas, las mismas donde sus personajes monologaban voz en off una y otra vez en referencia al porqué de las cosas o la esencia de estas mismas. El árbol de la vida, si bien no se desliga por completo de las líneas en off que suenan reiterativas o de una continuidad de símiles planos – hay una obsesión en Malick de promover el contrapicado a los rayos del sol que atraviesan los árboles –, sin duda prevalece frente a sus anteriores bajo un nuevo modo de discurso, uno casi experimental, que más que una narración es la sucesión de hechos, la reproducción de imágenes y acciones que hablan de un mismo tema, siempre esmerado de una buena fotografía y una musicalización anímicamente ligada a la trama y a sus personajes.

martes, 1 de mayo de 2012

Terrence Malick Gourmet (2 parte)

Nacidos para matar
Durante el conflicto de la Segunda Guerra Mundial, dos solados desertores de la armada de los Estados Unidos han decidido exiliarse al interior de una comunidad ajena a su civilización. Un mundo establecido en una isla poblada de una naturaleza virgen, habitada por una tribu oriunda, animales salvajes y una vegetación infinita, el agua vista a medio camino y en todo su horizonte. La delgada línea roja (1997) se inicia en este contexto, teniendo como primera escena la imagen de un cocodrilo que se hunde en medio de unas turbias aguas y seguidamente, la voz en off de uno de estos extranjeros que pronuncia: “¿Qué es esta guerra en el corazón de la naturaleza? ¿Por qué la naturaleza lucha consigo misma, la tierra rivaliza con el mar?”. Terrence Malick, luego de casi veinte años, estrena un nuevo filme que retoma la temática del caos. El continúo enfrentamiento entre el bien y el mal, ambos brotando en medio de la naturaleza, habitando alrededor y en cada uno de sus seres. Su inicio no es más que la antesala a la autodestrucción. La actitud depredadora del ser que se hunde por sí mismo, obedeciendo a su naturaleza.

Si bien La delgada línea roja se desenvuelve en gran parte dentro de un enfrentamiento bélico, no es necesario internarse a este para observar el lado cruel de la naturaleza. La introducción sobre estilo de vida inmersa en unas ínsulas no es más que el acercamiento cauto a un mundo que emana la violencia a pesar de su paisaje calmado. Lo que es una tribu habitando en medio de un ambiente apacible, es también una tribu que se enfrenta a las bestias salvajes que merodean por sus casas, la enfermedad maligna que infecta a sus menores hijos, la riña imperdonable entre sus mismos iguales. La sola presencia de los extranjeros, soldados desertores, son para los ojos de los habitantes una señal de peligro. Es la perturbación tanto de los grandes como la intranquilidad de sus infantes, puros, llenos de inocencia, pero que se alejan de la amabilidad de estos soldados porque ya han aprendido que el mundo es violento y a lo extraño es necesario temer. Es así cómo se concibe una guerra. El encuentro entre dos grupos aparentemente distintos luchando por una tranquilidad pasajera. Malick incentiva la idea de que existe una guerra interminable contra los que un día fueron iguales, solo que ahora viven alejados, divididos cada uno en su propio habitad, que no es más que el mismo lugar.

Al igual que en sus anteriores filmes, el director se inclina nuevamente a promover la voz en off, una que en esta ocasión no está sostenida por una sino por muchas voces. La delgada línea roja no posee rigurosamente personajes principales ni secundarios. La película está dividida por una serie de testimonios internos y vivencias de guerra de un grupo de soldados enviados a la isla de Guadalcanal para romper la línea de un frente japonés. Terrence Malick mediante esta situación, crea diversos casos de vida. Entre estas la historia de un veterano militar intentando ser reconocido por sus años de servicio, los deseos de un soldado por sobrevivir a la guerra y reencontrarse con su esposa, un sargento de apariencia dura que ha encontrado en este conflicto su lado sensible, el debate moral de un capitán que no está dispuesto a poner en línea de fuego a su compañía, el mismo soldado que desertó para alejarse de ese mundo cruel y violento. Son distintas condiciones que se promueven con la finalidad de retratar puntos de vista sobre cómo el hombre asume esta realidad, una en la que todos coinciden en que es un proceso de autodestrucción del que no tendrán escape, sea en la guerra o en algún otro lugar después de esta.

Es en esta ocasión que la voz en off, a diferencia de los anteriores filmes de Malick, no tiene una necesidad de divagar frente a los sucesos que ocurren. Por el contrario, el monólogo interior de los combatientes posee un comportamiento realista, retórico y reflexivo; algo inconcebible en un contexto de rutina donde la vida mediocre impera y te abstrae de la realidad. El propósito de La delgada línea roja es manifestar cómo algo tan real, como es la guerra, llama a la meditación, al cuestionamiento sobre el ser y las cosas, el propósito y el desenlace de toda la existencia. Atrás se queda como único discurso la multiplicidad de imágenes sugerentes, estas interpretadas como marcas mortales que aguardan al castigo a manos de su propia naturaleza. Los personajes de Malick de los setenta eran seres que vivían con un desinterés arraigado, libres de conciencia o sensibilidad ante la proximidad de un juicio que es fin del ciclo de la vida. Cuando se trata de morir no existe elección, y esto recién se concientiza en este último filme. Películas como Full metal jacket (1987) o el mismo Salvando al soldado Ryan (1997), manifiestan a su propia manera el horror de la guerra, uno que se muestra siempre agresivo y violento, es la encarnación del rostro malvado del ser humano. En la batalla de Terrence Malick, sin embargo, no existe el soldado valiente o el más aguerrido. En lugar de esto existen los dolores de barriga, el miedo, el cuerpo tembloroso, comportamientos que la misma conciencia los ha invitado a manifestarse.

Gran parte de los filmes de corte bélico se interesan en recrear con total crudeza el drama estupefacto, la manifestación de la carne vive, el desangramiento letal o el fuego que perfora los cuerpos. La delgada línea roja, en su lugar, censura por un momento los cuerpos destruidos por la afrenta y se enfoca en el patetismo de los rostros, tanto de las víctimas como de los testigos. Terrence Malick se aleja de la imagen grotesca para acercarse a una contemplación más emocional, una que no deja de ser cruel ni objetiva. Hay una además necesidad por querer poner en evidencia de que, más allá del cruel final que nos espera gracias a esa naturaleza inmutable, sigue existiendo ese ánimo dual. No hay mal sin bien, y viceversa. Esa mirada del testigo, una conmovida por el cuadro de horror que se posa frente a sus ojos, no es nada más que el lado benigno del ser, fruto de la autocrítica, que a pesar de continuar con su “misión manipuladora”, no dejan de inquietarse y entristecerse ante la mirada convaleciente, tanto del amigo como del enemigo. Cuando se trata de la muerte no existe el juicio antagónico. Cuando se trata de la muerte no existe la mirada de desprecio. En lugar de esto hay gestos de fraternidad. La certeza de que si bien la guerra insensibiliza, también provoca lo contrario. En perspectiva, todos los filmes sobre guerra son en cierto grado anti-bélicos, siendo unos discursos más críticos que los otros. La delgada línea roja es de una crítica severa.

El “mismo” mundo
La invocación final de un soldado en La delgada línea roja (1997), es la introducción que la nativa Pocahontas (Q’orianka Kilcher) hace en El nuevo mundo (2005). El llamado a un ente intangible, la proclamación de “ver” lo que los ojos humanos no pueden percibir y solo el alma es capaz de observar. El conocer es conocerse, liberarse del cuestionamiento, de la ansiedad del vivir o morir. Si en los anteriores filmes de Terrence Malick éramos testigos del comportamiento autodestructivo que nacía de la propia naturaleza, en esta última película se observa el lado benefactor de las cosas. La búsqueda incesante por aclarar el ánimo sentimental y bienaventurado que la naturaleza rinde. El cuestionamiento es dónde encontrarlo, dónde se cobija ese bienestar que purifica los ánimos y nos eleva a los inicios de la creación, el propósito del ser. La vida que le toca recorrer a Pocahontas es el encuentro a la respuesta, una que hace brotar heridas a medio camino, pero que sigue alimentando, fortalece, esa necesidad de hallar lo que pocos logran descubrir.

Terrence Malick se aproxima a lo que es un filme de tema ligero, pero que no deja ese lado reflexivo, a veces filosófico, manteniendo además el relato plano, libre de una acción continua, propio de los instantes en que la naturaleza resplandece pictóricamente o los personajes meditan respecto a su emociones. El nuevo mundo es esencialmente una película emocional porque el amor es uno de sus temas centrales. Es la historia de Pocahontas, sobre su encuentro y enamoramiento con el colonizador John Smith (Colin Farrell), el destierro de su tribu y su posterior matrimonio con John Rolfe (Christian Bale). Malick, a propósito del amor, comenta sobre el conflicto interno que enfrenta a los sentimientos con los deberes o ambiciones. En primera parte, Pocahontas, siendo hija predilecta del líder de su clan, se debate entre su amor fiel hacia Smith y los lazos inquebrantables con su comunidad que se reduce al poder patriarcal de su líder y padre. Asimismo, Smith divaga entre amar a Pocahontas y quedarse para siempre en tierra firme o continuar nuevas rutas como un colonizador.

El razonamiento de ambos personajes difiere a partir de sus mismos cánones sociales y culturales. El encuentro entre colonizadores ingleses y los habitantes oriundos de Virginia, es a principio la presentación amistosa entre extranjeros y naturales. Existe lo que es un respeto el uno del otro debido a que los nativos desconocen que el asentamiento de los recién llegados se prolongará de manera indeterminada. Smith, quien tendrá que hacer una expedición en busca del líder de esa comunidad, será el único que “reconocerá” a estos individuos. Es el proceso de naturalización, uno que es temporal debido a que la civilización de Smith es irreparable, la misma que carga defectos, adjetivos negativos, palabras que no existen dentro del conocimiento nativo. Actitudes que Smith intentará imponer a sus compatriotas luego de su regreso al fuerte inglés, pero que será en vano. El mismo comportamiento de Smith cambia en el corto tiempo que ha estado alejado de su amada, a quien por cierto ama, pero niega por ser consciente de ser parte de un estilo de vida distinto al de ella, uno donde germina el odio de manera agresiva. Es a través de esto que se debate el conflicto interno de Smith: preguntarse asimismo si es él o podrá ser lo que ella desea. A comienzo lo que es una aspiración, luego se convierte en una actitud inconcebible. Amar es abandonar su propósito, el colonizar a nombre de su propia comunidad, algo que también se reduce a la imagen patriarcal, en esta caso la de un rey.

En La delgada línea ya se venía prediciendo esa necesidad del director Terrence Malick por albergarse a las vivencias de las comunidades exóticas, aparentemente libres de los prejuicios y otros pensamientos fronterizos propios de la civilización. Lo cierto es que esta misma humanidad está sostenida de igual manera por la naturaleza, una agresiva, siempre expuesta al peligro oriundo o foráneo. Es de la misma forma que la comunidad de Pocahontas se desenvuelve, una que reacciona cuando se trata de invadir un territorio posesionado, que asesina si es necesario, que prefiere prever antes de que el invasor dé el primer paso. El nuevo mundo, a pesar de esto, es la mirada atenta al lado piadoso de la naturaleza. Antes de ser ultimado Smith, Pocahontas pide a su padre que no suceda, pues observa en el extraño un lado bueno. El bien y el mal conviven en una misma naturaleza, y esto se reconoce en el semblante benigno de la nativa, quien a su vez observa lo mismo en la imagen del inglés. Pocahontas, de igual forma que Smith, se pregunta continuamente sobre su verdadera identidad, uno que a diferencia del extranjero, no es más que la necesidad de conocer el bien que habita en su alrededor. Dónde encontrarlo, en dónde se halla. La historia de amor entre estos dos personajes es el camino de experimentación para Pocahontas. La búsqueda de lo desconocido, algo que ella está dispuesta a seguir hurgando a pesar de los acontecimientos, muy a diferencia de Smith, quien en lugar de buscar lo irreconocible, se da por fatigado, dispuesto a continuar un rumbo que no desea abandonar.

Terrence Malick, de la misma manera que en sus otros filmes, sigue el mismo discurso que envuelve a toda la existencia en un todo. El hombre y la naturaleza son el mismo reflejo, la misma identidad, pesimista y a la vez utópica, que se autodestruye, pero que también se cobija a sí misma. Pocahontas, a pesar de la advertencia de Smith, ofrece provisiones a los soldados ingleses azotados por el invierno. Más tarde, estos mismos atacarán a la tribu que los asistió, pero adoptaran con grandes beneficios a la más tarde desterrada nativa. El nuevo mundo, además del descubrimiento de las nuevas tierras, es el descubrimiento de lo intangible. Aquello que Pocahontas, benefactora, luego civilizada y criada como una inglesa, ha buscado en el largo de su camino. Las oraciones y prédicas a un ser intangible que llama “madre”, es la naturaleza misma, los árboles, las aguas, todos los seres vivos, los que la han engendrado y ahora cuidan. Su antigua comunidad protectora y luego el cuidado de la corona inglesa que se reduce a John Rolfe, su esposo, y su hijo. La meta final no es nada más que el amor, esto hallado en la felicidad que le provee su nueva familia, la respuesta de un largo aprendizaje que Pocahontas logró hallar. Es después de esto que ocurre la liberación de los miedos, uno que no se cuestiona y que incluso no teme a la muerte.

domingo, 29 de abril de 2012

Terrence Malick Gourmet (1 parte)

A propósito del último filme de Terrence Malick, El árbol de la vida, actualmente en cartelera, una crítica de sus cuatro películas que forma parte de su filmografía.

De todo hay en la viña del Señor
Arthur Penn en Bonnie & Clyde (1967) extendió una pistola a dos sujetos “sin nada que perder” y creó un clásico en el cine del género criminal. Una película que en breves momentos describe la mediocridad biográfica de una pareja dispuesta a correr el riesgo con la intención de cambiar su historia, digna de ser impresa, fotografiada, novelada. Una historia atractiva que dentro de todo no prevalece en su trama. El clásico filme de Penn se manifiesta inicialmente con el boceto de un robo. El ingreso a un banco de dos personajes jugando a ser los bandidos del pueblo. Bonnie y Clyde, la pareja de armas tomar. Un dúo simplemente simpático que casi roza con lo ridículo, fruto de su improvisación. Lo cierto también es que Bonnie & Clyde es una película violenta, que a medida se extiende la captura de esta dupla, las víctimas van acumulando; y lo que aún es más sorpresivo, es que existe una necesidad por graficar los enfrentamientos violentos de una manera cruda y realista. Arthur Penn contrasta dichos estados de ánimo, trepando de la comedia a la tragedia, de las bromas a los pistoletazos a quemarropa.

Badlands (1973), opera prima de Terrence Malick, fue una película que causó tardíamente una mayor curiosidad a pesar de ser bien acogida por la crítica en el New York Film Festival de ese mismo año. De su director poco se sabe, y lo que se sabe es que no desea que sepan mucho de él. Lo cierto es que su primera película hace una remembranza al filme de Arthur Penn, y no necesariamente porque ambos comparten el retrato de una pareja de fugitivos que tiene problemas con la ley. Malick, de igual forma, revela un filme que guarda las apariencias genéricas al situar película como un melodrama más, pero que poco a poco va emergiendo un lado oscuro e inquietante. Si bien Arthur Penn provoca al enfrentar la simpatía de sus personajes con la recreación de imágenes violentas; en Badlands, que ciertamente no es una película que cristaliza la violencia al mismo grado de Bonnie & Clyde, obtiene el mismo crédito a partir de los perfiles psicológicos en sus protagonistas. Kit (Martin Sheen) y Holly (Sissy Spacek), a diferencia de Bonnie y Clyde, son de sesgo apagado, menos carismáticos, más sentimentales y de un espíritu extraño. Una versión introvertida de la pareja fugitiva de Penn.

Kit, luego de asesinar al padre de Holly, ha decidido escapar del pueblo junto con la joven. Lo que a inicios se aproximaba a una historia de amor irrumpida por el prejuicio social de un patriarca, se torna como la huída de una pareja –asesino y cómplice –que no posee algún rastro de culpabilidad frente a una serie de aniquilaciones que irán perpetrando a mitad del camino. Tanto Kit como Holly son dos seres atrapados en su propio mundo y no teniendo ambos algún interés por cambiar eso. Kit posee un repelente de tragedias, uno que lo libera de grandes preocupaciones como perder un puesto de trabajo, asesinar a alguien en el camino o asumir una pena letal por esto mismo. Kit apenas deja escapar una sacudida de brazos cada vez que la situación se agrava, una situación que se acerca más a una mera rabieta en lugar de una crisis emocional. Holly, a pesar de tener solo quince años –diez menor que Kit –, posee una candidez y una sumisión irregular, una que le impide diferenciar entre la vida y la muerte. Luego que Kit asesinara a su padre, la joven abofeteará a su amante para que seguido de eso retome el mismo estado de sometimiento e indiferencia.

Más que en la crudeza de sus imágenes, Badlands es violenta a partir de cómo sus protagonistas conciben la realidad trágica en sus vidas. Kit y Holly se perfilan como dos asesinos que no tienen carga de culpa, algo que incluso los aparta de ser cínicos o psicópatas, ya que no justifican sus acciones ni disfrutan de ellas. Malick crea a dos personas libres de agresividad u odio al prójimo. No existe una evidencia clara de asegurar si son seres insensibles frente a los males ajenos, como ocurre en la escena en que Kit dispara a un amigo suyo y envía a Holly para que le haga compañía. Existe lo que es una conciencia de los hechos, sin embargo no existe una respuesta “natural” frente a estos mismos, lo que enfatiza más a declararlos como seres incomunicados, no correspondientes a lo socialmente racional. La fuga hacia un lugar sin rumbo, el internamiento a la naturaleza salvaje, la construcción de un hogar en medio de los árboles, la fabricación de un idioma de sonidos solamente entendido por ellos, es nada más que el divorcio a la rutina, a la naturaleza civilizada, una que no se aleja de la violencia que ambos jóvenes van desatando en los bosques o campos. Badlands ironiza al crear una persecución a manos de un grupo que en la vida cotidiana convive diariamente con la muerte.

Durante la estadía en el pueblo, Kit encuentra a un perro muerto entre los basureros, Holly abandona a su pez enfermo en medio del gras, el padre de Holly escarmienta a su hija matando a su mascota, el mismo Kit trabaja en un matadero. La muerte rodea la realidad civilizada, la misma que ha engendrado a Kit y Holly, dos prófugos que escapan de sus iguales, aquellos que penalizan la violencia con violencia. Si algo se va concibiendo en este primer filme de Terrence Malick, es que ciertamente existe un razonamiento por el cual tanto el hombre como la naturaleza se combinan hasta el punto de ser parte de un todo. No existe humanidad sin la naturaleza, una que el hombre ha convertido en civilización, pero que a principios era salvaje.

Apocalipsis 8:7
Uno de los detalles que llama la atención en Badlands (1973) es el valor extradiegético que se emplea, este sostenido por la voz en off de Holly, la joven sumisa y despreocupada, quien a medida que la película va sucediendo –casi enteramente de forma lineal –, sus palabras son oídas ocasionalmente, mas siempre desligadas con lo que está ocurriendo. Es decir, Holly está en su cama junto a su perro, pero internamente va contando sobre cómo la muerte de su madre provocó que su padre decidiera tomar un nuevo rumbo junto a su hija. Este narrador, poco o nada, hace referencia a su contexto. Un narrador que más que “narrar” funciona como la entrada –una especie de libro abierto –que descubre a este enmudecido personaje. Holly, si bien posee una postura subyugada a la presencia de Kit, su amante, esta deja manifestar su modo de ser a través de sus monólogos interiores, discursos que divagan y que terminan por modelar el perfil de una mujer que en la realidad es hermética. Días de cielo (1978), de la misma manera que en Badlands, su historia tiene como acompañamiento la voz en off de un personaje, que si bien no posee ese enmudecimiento de Holly, este no cuenta con mucha presencia dentro de la trama.

Linda (Linda Manz) es una niña que en el transcurso de la película su voz es escuchada a la vez que la observamos junto con su hermano Bill (Richard Gere) y Abby (Brooke Adams), la novia de este, pasando sus días como jornaleros en una granja de trigo. Terrence Malick principalmente sostiene su historia a partir de un triángulo amoroso. Bill junto a sus acompañantes, son un grupo de errantes que han decidido abandonar Chicago en busca de un nuevo cambio en sus vidas. La llegada a un latifundio tejano será el encuentro con un granjero rico y solitario (Sam Shepard), quien se enamorará de Abby e ignorará la verdadera identidad de Bill, quien se ha presentado como “hermano” de la joven. Es así como Linda dentro del relato funciona como un personaje secundario, uno que se asoma por instantes y nos despista del enfrentamiento entre dos hombres amando a una misma mujer. Sin embargo, externo al relato, Linda funciona como personaje principal, uno que, voz en off, va redundando los hechos que están sucediendo y que, además, va manifestando un lado que su personaje real no exterioriza, un perfil que de hecho es un atajo para entender el universo que Malick desea reflejar en el filme.  

Tal como sucedió en Badlands, Terrence Malick recrea una historia que le servirá como punto de partida para tocar nuevamente los mismos temas de su primera película. Días de cielo, si bien es el relato de un triángulo amoroso, este se desenvuelve en medio de un conflicto existencial que sufren tanto el habitad como sus habitantes. Al igual que Holly, Linda es la voz omnipresente que va dando marcas en la historia de que existe una realidad distinta a la que está ocurriendo en escena. Por un lado, la imagen es testigo de un melodrama que envuelve a tres amantes, mientras que por otro, Linda y su voz van revitalizando algo que posiblemente habría pasado desapercibido. La niña es emisora de un mundo presa de una dicotomía, una afrenta latente entre dos bandos opuestos. Malick hace frente a un discurso natural: el bien y el mal son complemento en todo los seres, tanto hombres o animales. La misma naturaleza está rodeada de ella, y Linda es el reflejo de este razonamiento. La mirada inocente y tierna de un infante, convertida en la voz que vaticina el infierno y la decadencia de un grupo de personas que tendrán un juicio por manos propias y que no es más que parte de la vida y su naturaleza.

Días de cielo está construido bajo un contexto lleno de contradicciones. El amor entre Bill y Abby se asoma como verdadero e inquebrantable, sin embargo Bill consiente a su novia para que se case con el granjero convaleciente y poder obtener una ganancia a futuro. A medida que el amor del granjero hacia Abby va creciendo, también va gestando calladamente un odio hacia ella, al ir sospechando la engañosa relación que lleva con su supuesto “hermano”. La temporada de recolección en la granja, más adelante se convertirá en la perdición de esta misma tras la llegada de una plaga de langostas, la que será ultimada con la quema y pérdida total del sembrío luego de que ambos amantes se enfrentaran a muerte, los mismos que tiempo atrás jugaban a ser una sola familia. Malick tiene una necesidad por representar lo efímero, algo que viene y desaparece por obra del hombre y su naturaleza, dos imágenes que son complementarias, que se necesitan, pero que también se repelen, bien destruyéndose el uno al otro o autodestruyéndose. El desenlace de la historia no es nada más que la necesidad del director por recalcar que la existencia del hombre es una mera profecía, una realidad inevitable que alegoriza mediante continuos citados bíblicos.

A diferencia de Badlands, Días de cielo captó una mayor atención en la crítica sobre todo por su valiosa estética. Es a partir de esta película que la calidad fotográfica en la filmografía de Terrence Malick impera, sobreexponiendo el contraluz, la oscuridad iluminada y ajena de luces artificiales, los campos de trigo con un fondo vistosamente iluminado, finalidades artísticas que se sintonizan con el ambiente deprimente y nostálgico que impera en la película. El filme, por cierto, se inicia con una reproducción de fotografías, una manera de predecir un aire de melancolía y que junto con el fondo musical del “Carnaval de los animales” sitúan el comienzo de una tragedia. Por otro lado, la música de Ennio Morricone recrea una reflexión de la intención del filme, al combinarse pistas que suenan alegres y otras que son más decadentes, lo que refleja esa dicotomía a la que hace referencia la película.