jueves, 3 de octubre de 2019

Guasón

La historia de un protagonista subalterno en pugna con sus problemas y los que les sugiere su propio entorno, una sociedad en crisis. Existe un deseo de superación de este individuo, un vano optimismo que definitivamente se irá desvaneciendo en el transcurso de su derrotero al convertirse en víctima de una serie de acontecimientos (tal vez) desmerecidos, dado que muchos de estos son producto de efectos colaterales, por ejemplo, los provocados por agentes nocivos que han incubado entre la delincuencia. En consecuencia, se rebela el rasgo antiheroico del protagonista, su impulso o reacción amoral, y hasta transgresora, por sobrevivir. Es un acto de negación, el de convertirse en mártir en un espacio que de alguna manera lo ha excluido y no deja de hundirlo, de convencerlo de su propia sentencia. El desenlace de la historia da muestra de una asistencia o atención tardía, pues todo está perdido para este personaje. Ese es un argumento recurrente en la filmografía de los hermanos Dardenne y tantos filmes que se inspiran del neorrealismo italiano.
Gran parte de la nueva película de Todd Phillips consiste en ese cuadro dramático y social en donde Arthur (Joaquin Phoenix) es el protagonista que, adicionalmente, es secundario e insignificante dentro de un sector ya de por sí rezagado. Es decir, es un subalterno dentro de la subalternidad. Dicho esto, Joker se distancia de los argumentos espectaculares y convencionales del universo cómic adaptado a la pantalla grande. No estamos hablando entonces sobre una serie de desquites de un demente en potencia para regocijo de la fanaticada. En su lugar, es más bien una revisión y entendimiento a los antecedentes que azotaron al individuo y que gradualmente “justifican” su arrebato indomable. Posiblemente, lo más cercano a este tipo de argumento –y que pudo haber funcionado– fue la reciente Venom (2018). El Eddie Brock de esta historia era candidato perfecto para este circuito trágico al ser un protagonista tocando fondo y no por mérito propio, sino por pura injusticia y negligencia coyuntural. Pero el argumento decide asumir un camino distinto.

Ahora, estética y técnicamente, Joker no pretende comportarse como un drama de cepa europea, sino que es partir de esa apariencia que lo espectacular hace presencia y adelanto. Phillips se alinea a las aspiraciones del nuevo cine independiente, y no necesariamente estadounidense. Me refiero a películas, por ejemplo, producidas por la A24 o Film4, curadores de filmes que están en el limbo, entre el cine de autor y el comercial, muchos de estos remedando una similar estética. Para no ir muy lejos, una película como You Were Never Really Here (2018), también protagonizada por Phoenix, parte de una premisa de drama social, lo que no interfiere a que tenga momentos movidos por el cine arte. La misma puesta fotográfica que se observa aquí, opaca y sombría, también resuena en Joker. Los tonos verdes de las luces no solo aluden a la personalidad correspondiente al enemigo de Batman, sino que además ambientan un espacio avinagrado y añejo, que además de hacer una alusión pretérita, crean la pauta de una mente insana que se va caldeando a medida que transcurren los eventos.
Joker no se remonta al neorrealismo al no contar con los planos largos y de apariencia muerta, al emplear una banda sonora que siempre acompaña a su trama, y porque su historia se abre a un momento espectacular, el cual se revela con el quiebre de su personaje, el nacimiento del mito, el payaso que ha convertido su tragedia en comedia. Nuevamente, así como en You Were Never Really Here, que por muy sosegada y flemática que sea su trama, posee esos tópicos o clichés comerciales, en este caso, muy de los ochenta, sobre vengadores anónimos. Esta película de Lynne Ramsay guarda sus reservas comerciales. Y pasa con Joker; la historia de un Charles Bronson o, mejor aún, un Travis. Arthur apunta a convertirse en un libertador para los que piensan como él, fruto del amasijo de hechos que vive al exponerse a una ciudad decadente. Visto desde una perspectiva, este joven se convierte en una suerte de justiciero, pero uno que transgrede la ley, como los cazarecompensas de los western o los autoasignados “alguaciles” de la nocturnidad urbana.

A propósito, Joker cuenta con una serie de guiños a películas en donde Taxi Driver (1976) resuena una y otra vez. A pesar, la presencia de Robert De Niro en el rol de un afamado comediante, parece tener un doble propósito. En dos oportunidades, De Niro la hizo de Arthur: el transgresor, en su papel de Travis en Taxi Driver; y el comediante frustrado, en su papel en El rey de la comedia (1982). Sin necesidad de citar un gesto, la presencia de la citada primera película de Martin Scorsese está más que clara. En todas las Batman, Gótica siempre fue una reinterpretación del New York del director de ascendencia italoamericana. En cuanto a El rey de la comedia, su argumento se va removiendo cada que Arthur mira el programa del cómico y fantasea con su idea de que la risa es su motivación, cuando más bien es su trastorno –o toc–. Al respecto, ese es el estimulante más atractivo del filme: la risa que asume un sentido irónico y hasta trágico que, obviamente, es contrario a su concepto más inmediato.
Pero Joker es también una mirada cuestionadora a la doble moral, tan revisitada en estos días como en los años 80. En El rey de la comedia, el comediante Jerry Lewis, interpretaba a Jerry Lewis, artista antipático, agrio, mordaz, una imagen distante a la de su personaje comercial. En Joker vemos a muchos Jerry Lewis, y no solamente el que ahora interpreta De Niro, sino también los políticos, los de saco y corbata, los burócratas o los pequeños obreros como el mismo Arthur. Los vemos por todas partes, asumiendo distintos oficios. Todos son colaboradores de esa sociedad indiferente y egoísta. Es con estos precedentes que el perturbado Arthur obtendrá el material necesario para poder sustentar su manifiesto, el que curiosamente muchos compartirán. La película de Todd Phillips termina con una divergencia de ideas, aquello que de paso abre una brecha social. La ciudad cede a los mecanismos del espectáculo, el de apoyar a un bando y aplastar al otro sin derecho a réplica, la fabricación de una marcha ciudadana sin hoja de ruta y simplemente dominada por la acción de un líder rebelde.

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