martes, 13 de diciembre de 2022

God's Country

La película de Julian Higgins me retrae al western del periodo crepuscular. Es decir, el reverso de las historias del viejo oeste realizadas por directores como Raoul Walsh o John Ford, las cuales narraban épicas triunfales sobre los primeros colonos que resistían ante la hostilidad de las tierras aún no exploradas por las comunidades procedentes del occidente, las que luego conquistaron y “civilizaron” mediante leyes alineadas a sus ideales de nación. Ya después, directores como Sam Peckinpah, Robert Aldrich o el mismo Ford en su etapa final, nos representaron a ese mismo escenario en un estado lánguido al expresar síntomas de una civilización que, dentro de sus principios de paz y democracia, habían engendrado prejuicios y resentimientos, además de haber provocado el genocidio de sus “no iguales”, los dueños de su “nuevo mundo”, convirtiéndolos en sus enemigos. Es mediante esas evidencias que emergía el western crepuscular dando señas del fracaso de una nación que se fundó entre la violencia y el apoderamiento de tierras. God’s Country (2022) hace alusión a esas secuelas desde un tiempo presente. Según esta película, el actual carácter y ánimo de muchos ciudadanos estadounidenses no está lejos de la personalidad conflictiva y desalentada de los antihéroes del contexto western en pleno ocaso.

Basándonos en los antecedentes de algunos habitantes de esta comunidad sin nombre, podríamos decir que este es paradero de personas desterradas o que optaron por el autoexilio.  Ahí está la historia de la protagonista, Sandra (Thandiwe Newton), una expolicía dedicada a enseñar en la escuela de la localidad en cuestión. Es clara la razón de que el retiro de esta mujer a ese apartado lugar ha sido gestionado por algún desencanto que tiene que ver con el ultraje a esa imagen idílica que ella tenía del cargo como oficial de policía. “No hay forma de que me vuelva a colocar esa maldita insignia”; dice Sandra al informarnos cómo es que una policía de ciudad terminó enseñando un curso para hablar en público en una escuela pública en algún lugar que parece olvidado. De hecho, incluso no importa tener detalles de ese incidente —o la serie de incidentes— que llevó a esta solitaria mujer a pensar eso y recluirse a ese lugar. Sucede que tanto el escenario como los conflictos que irán aconteciendo en esta historia decadente nos irán dando ideas de las desmotivaciones de la protagonista. Estamos en temporada invernal, la historia inicia con Sandra cargando un luto, tenemos una escuela con pocos recursos, una estación de policía que carece de refuerzos, un sheriff no habido, expresidiarios hostigando a Sandra, un lugar en donde los mismos habitantes “arreglan” sus problemas, personajes respetados, aunque con una ética cuestionable. Este es el viejo oeste.

Pero como todo escenario poseído por el ocaso, además de hostilidad, revela también un lado melancólico. God’s Country está envenado por una aflicción que es jalada por el vínculo familiar y el vínculo hacia el mismo lugar. La muerte de la madre de Sandra, curiosamente, es abstemio de algún apunte dramático. Capaz algo tiene que ver la relación áspera entre madre e hija. Muy a pesar, Sandra no deja de rebuscar entre las pertenencias de su madre. Anuarios, fotos, prendas de vestir, recuerdos de los que decide no deshacerse. Por otro lado, estaremos ante un lugar sin ley, pero no deja de ser un lugar idílico y apacible para la protagonista y, tal vez, para los otros habitantes. “Ver las montañas es como ver el principio cuando no había gente y solo había osos”; menciona Sandra con un aire casi poético y extasiado por eso que le provoca dicha naturaleza. Es obvia la alusión hacia lo histórico. Hay un acto de fervor hacia aquello que representaba el principio de las civilizaciones en Estados Unidos, una temporada en donde todo era virgen, según palabras de la protagonista. Es interesante si no deja de relacionarse esa idea con su posterior discurso, el del desencanto hacia la ciudad que abandonó, el estado de desilusión hacia la ley o ante esa tradición en donde se dice que la policía está para servir a la comunidad. De pronto, para Sara el retirarse a ese lugar que le recuerda al viejo oeste en su estado de gloria, le hace creer por momentos que es un espacio libre de esos pecados que supuran en la gran ciudad, un lugar no virgen o no corrompido.

Lo cierto es que esa visión de Sandra hacia esta comunidad es una fantasía. Sucede que ese lugar que supuestamente debería ser un contexto lejano y ajeno a los problemas de la ciudad está igual de pervertido. Aquí las carencias, los prejuicios y los resentimientos son también parte de la rutina. Es por esa razón que God’s Country parece una recreación del western crepuscular. En un lapso de sietes días —numeración que no es gratuita, posiblemente, aludiendo que lo que vemos son circunstancias cotidianas dentro del calendario habitual—, seremos testigos de una variedad de desbalances que parecen justificar la no cordialidad entre varios de los pobladores. A propósito de este pequeño universo alejado del mundo, Julian Higgins nos describe el fracaso de una nación. La idea de unidad, democracia, cuotas de género o diversidad son también parte de una fantasía. En cierta perspectiva, este es un mundo de maravillas no concretadas. Vemos a personas gestionando acciones puramente humanas, crean conciencia o generan aportes hacia la comunidad, pero, por otro lado, desfogan una serie de complejos, atentan contra la vida ajena o el patrimonio. Esta es una comunidad contradictoria; en cierta medida, hipócrita e incapaz de poner en marcha una autocrítica. God’s Country cierra su historia con rabia y pesimismo. Es como si el último bastión o resistencia a repeler esos hábitos defectuosos cediera a seguir la herencia de la discordia social. Entonces ya no es más ocaso, sino escenario de consumación.

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