Una serie de anticlímax asedian a
esta película a pesar de que en gran medida denota carisma, resulta entrañable
y hasta inocente. Un brillo romántico destella en este terruño andino, lugar en
donde la experiencia del cine no se ha difundido en parejo. En complemento,
digo que es inocente no solo por el hecho de que sus miembros entienden o
perciben con ingenuidad la naturaleza de la proyección de las imágenes y el
sentido de la ficción, sino además porque estos mismos personajes habitualmente
razonan desde una pureza que definitivamente los convertiría en seres frágiles
dentro de un escenario como el de las grandes ciudades. He ahí el gran
anticlímax de Willaq Pirqa. El cine de mi pueblo (2022), de César Galindo, una película
que, por un lado, resulta cálida, tierna e idílica; pero, por otro lado, define
a un sector social vulnerable, carente o limitado de recursos. Curiosamente,
esta historia inicia presentándonos a una familia con una ausencia. El tono con
que esto se menciona es casi trágico, como si se tratara pasasen por una
pérdida humana. No es tanto así, pero así se hace sentir. Ya luego vienen sus
hermosos paisajes y el reconocimiento de su protagonista. Dentro de este
escenario, la infancia se siente aún más casta —hasta un preámbulo sexual
resulta inmaculado—. Entonces llega flotando del cielo el “detonante”, eso que
cambiará la vida del pequeño Sistu (Víctor Acurio) y llenará de curiosidad y júbilo
su vida. El hecho es que la llegada de ese “anuncio del cielo” deja también en
evidencia la brecha que existe entre este escenario y la ciudad más cercana.
Aunque el título intente evadirlo,
aquí existen dos pueblos: los de arriba y los de abajo. El cine, en tanto, se
convierte en un puente de conexión entre estos dos. Es a través de una sala de
cine itinerante que la comunidad de arriba gozará de historias y emociones
ajenas a su cotidiano, pero también mediante el cine es que descubrirán —o
capaz les hará recordar— su estado precario, aquello que los posiciona al
margen de un circuito oficial. Un clímax parece aproximarse en Willaq Pirqa
para cuando el pequeño Sistu convence a toda una comunidad para que desciendan
a ver esa pared en donde habita Drácula. Por el contrario, surge un anticlímax.
Los adultos, en su mayoría iletrados, se sienten confundidos frente a una
realidad que no habla su lengua. Las historias exóticas, los idiomas extraños o
el subtitulado que proyecta el cine, proyecta de paso la separación entre los
de arriba y el resto del mundo. Antes de eso incluso habíamos visto la manera
curiosa cómo esta comunidad de campesinos costea su pase al cine. La
experiencia de ver una película para estas personas se entiende aquí como un
acto extraordinario, el cual demanda de privilegios o dinero metálico que les
resulta escaso. En efecto, el cine brinda entusiasmo a Sistu y los suyos, pero
no deja de restregarles qué tan desventajados están respecto a ese mundo que
además amenaza con desaparecerlos.
Willaq Pirqa manifestará todo un territorio
de ensueño, casi de película —retengamos esta idea—, y lo cierto también es que
aquí la gente se está marchando de este paraíso. La inmigración es un conflicto
latente en este escenario, aunque Galindo lo reserva. Está ahí, solo que en un
segundo plano. Es posible que así sea dado que es un problema irreversible. No
hay forma de revertirlo o encontrar la solución para detener su avance. Estamos,
por tanto, ante una comunidad que probablemente esté camino a su extinción, no
solo física, sino también cultural. Vale recalcar que la inmigración del campo
a la ciudad se denota como un problema cuando una cultura, tradición o
sabiduría es eclipsada por otra. Este temor es una suerte de mantra en Willaq
Pirqa, aunque por encima tenemos todo ese embellecimiento u optimismo que
nos despista de ese drama de los Andes. En cierta forma, el conocer mediante el
cine es ampliar el panorama cultural, un motivo de alegría y un preámbulo al
robustecimiento de una conciencia; sin embargo, está también la idea de la
depredación y depravación de una cultura débil frente a una fuerte y agresiva a
partir de su experiencia frente a la pantalla grande. Basta interpretar las
consecuencias posteriores luego de que los niños de la comunidad de arriba —los
miembros más vulnerables— vieran una película de terror. Es casi una alegoría a
los efectos de una cultura canónica agitando y vulnerando a las pequeñas
culturas.
Decíamos entonces que la
comunidad protagonista está padeciendo en razón al desplazamiento de algunos de
los suyos hacia las grandes ciudades. La causa no se menciona, pero se insinúa,
y ello, nuevamente, a través del cine. Al respecto, el pequeño Sistu se
convirtió en portavoz de una cinefilia comunitaria, pero por razones de la
trama, su misión se verá obstruida. No olvidemos que estamos hablando de un
cine itinerante. Su función está en razón al consumo. Dicho esto, no tiene
sentido su afincamiento a un lugar si este no provee un ingreso monetario, el cual
es escaso en la pequeña ciudad andina en cuestión. Esa es la razón de por qué este
cine es itinerante y por qué los más jóvenes se van de la comunidad. La
carencia de recursos resuena en las actividades comunitarias, las viviendas, el
transporte, la arquitectura de un colegio y en la sala de cine de este pueblo
andino. Willaq Pirqa es un drama social disfrazado de una comedia
familiar, algo que de hecho es consciente. César Galindo crea una versión idílica
y ficticia de esta comunidad, pero eso no evita que deje de revisar sus
carencias reales. No en vano al final decide descubrirnos un relato metaficcional.
La ficción aquí es una forma de autoreconocimiento y una expresión consoladora.
Al menos ya existe un indicio más de que la lengua quechua tiene un lugar. Pase
lo que pase, el cine la preservará. Asimismo, lo que no es posible en la
realidad, en la ficción sí, e imaginar la posibilidad ya reconforta. Tal vez no
es del todo banal se la compare con Cinema paradiso (1988), película en
donde también la idea romántica de vivir en la periferia se refugia en la
nostalgia mental o fílmica al no poder trascender en la realidad moderna.
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