Moon (2009), ópera prima de Duncan Jones, es uno de esos filmes que pasan desapercibido tanto por la crítica como por el público aunque resulten ser uno de los mejores estrenos de su año. En Moon se hablaba del enclaustramiento, la realidad aparente, la evolución científica y la involución humana. Sam Rockwell fue su único personaje, mientras que Kevin Spacey hacía la voz de un robot con inteligencia artificial, ambos aislados en una nave espacial que descansaba en alguna parte de la superficie lunar. Jones con un reducido reparto y un contexto ajustado logra provocar la acción necesaria para crear el suspenso volcado a un solo individuo a punto de descubrir una verdad perversa pero necesaria. 8 minutos para morir (2011) a simple vista ha heredado mucho de este primer filme.
El capitán Stevens (Jake Gyllenhall) despierta una y otra vez, a veces en un tren en curso y en otras dentro de una cápsula que es nada menos que un simulador que le permitirá viajar a la otra realidad, la del tren, donde tomará una identidad distinta y tendrá un lapso de ocho minutos para descifrar un atentado que sucederá cada vez que cumpla el límite de tiempo. Duncan Jones en su segundo filme crea nuevamente la sensación de claustrofobia dentro de una prisión metálica y fría –una mera representación de la ciencia en boga –. A pesar de haber varios personajes, solo dos de ellos asumen una gran representatividad dentro de la película. Al igual que el personaje de Sam Rockwell en Moon, Gyllenhall tiene como compañía dentro del simulador a una seudo-robot, la oficial Goodwin (Vera Farmiga), una mujer de carne y hueso pero con un gesto maquinal comunicando apenas un libreto aprendido, ofreciendo órdenes y resistiéndose a lo afectivo, a lo propiamente humano.
8 minutos para morir se inicia como un juego de desafío. No existen detalles ni explicaciones, tan solo órdenes de una oficial a un capitán, de una computadora a un individuo que es usado para “algo”. Entonces empiezan las cuestiones “¿por qué?, ¿para qué?, ¿en donde realmente estoy?, ¿quién soy?” Se nos viene a la mente películas como Terminator (1984), Matrix (1999) o Identidad desconocida (2002) donde por un lado se indaga la posibilidad de viajar al tiempo y poder enmendar las cosas, la idea de vivir un mundo simulado sin haberse percatado de ello o el asalto de identidad siendo la mano gubernamental su gran promotora. El filme de Duncan Jones se proyecta esencialmente como un thriller que no necesariamente busca la verdad, sino la razón de los hechos. Es también una película sci-fi por ser un viaje que nada por rutas estrechas e insólitas. Dentro del mundo de la película se está generando una nueva revolución en la ciencia, una ambición que no solo provocaría la solución de problemas futuros, sino la disolución de un presente que podría ser sensible a modificarse.
Duncan Jones al final de su historia se deja llevar por esos finales de fórmulas científicas que desconciertan, tan cuestionables como la misma imperfección humana. La película sin duda deja al aire una serie de cuestiones que si bien se pueden pasar por alto en el transcurso de la trama gracias a la sucesiva de acciones, no resulta ser gratificante ver más de estas durante el desenlace. Jake Gyllenhall se coordina bien como la figura desconcertada de un soldado estadounidense, un sujeto en medio de una crisis aunque manteniendo la cordura. Vera Farmiga inicia una perfecta interpretación haciendo de una oficial que se mantiene al margen de su labor de monitoreo, indicando órdenes, negándose a dar datos extras, monofacial y gélida, pero cuando esto se modifica exagera de miradas a su costado, gestos de desconcierto, dudas humanas, es entonces cuando ocurre una sobreactuación de su parte. 8 minutos para morir si bien no alcanza esa dedicación que se manifiesta en Moon, es una excusa suficiente para ubicar a Duncan Jones como uno de los directores a seguir en sus próximas películas.
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